The All-American Girl

Uno no olvida fácilmente algo así. Me refiero a la noche en que Nico me llamó a las cuatro de la madrugada (podían ser las dos, pero también, perfectamente, las cinco y media) para contarme que había descubierto a Rainbeaux Smith. A la media hora ya estaba en mi piso con un cubo de alitas de pollo y una copia de The Swinging Cheerleaders (Jack Hill, 1974), con ánimo enfebrecido de compartir su rubio descubrimiento. A partir de entonces, las películas de animadoras americanas se convirtieron en una tónica habitual de aquel salón de Sainz de Baranda, por lo general regado de fanzines estropajosos, carátulas de VHS y botellas vacías de refresco y cerveza. Nico ya llevaba mucho tiempo metido hasta las cejas en el mundo de la exploitation; yo estaba dando mis primeros pasos, aún víctima de esa habitual condescendencia que suele acompañar a los primerizos.

Han pasado ya unos cuantos años de aquello y a Nico le sigue volviendo bastante loco Rainbeaux Smith, pero también Mary Woronov o Candice Rialson, y cualquier película de bajo presupuesto producida durante la década de los sesenta y setenta. A parte de un buen amigo se ha convertido en un muy eficiente suministrador de rarezas, que consigue sin mucha dificultad a través de contactos distribuidos concienzudamente a lo largo y ancho del globo, desde Los Ángeles a México y de allí a sus adoradas Filipinas. No es que Nico sea un hombre de mundo, ni mucho menos, pero Internet permite este tipo de prerrogativas incluso a los que se resisten a levantarse del sofá. Posiblemente, de encontrarla en una novela, Nico habría abominado de esta descripción por estereotipada, pero lo cierto es que se ajusta bastante a la verdad: es un tipo rechoncho, recorrido por un acné voraz, prematuramente canoso a sus treinta y seis años, lento de movimientos, desaseado por provocación más que por pereza. Él no quiere que hable aquí de su actual profesión así que no lo haré. También voy a pasar de sus consejos de incluir una lista de más de tres páginas sobre sus películas y actrices predilectas. Nombraré, un poco al tuntún, algunas de las primeras: House on Bare Mountain (Lee Frost, 1962), The Punishment of Anne (Radley Metzger, 1975), Malabimba (Andrea Bianchi, 1979)

Sin embargo, la película de la que me dispongo a hablar hoy es The All-American Girl, que ni siquiera se encuentra entre las favoritas de Nico, aunque ha sido su primera opción cuando le pedí consejo para seguir glosando ese cine secreto que es tan de su gusto. Posiblemente recordara la ocasión en que la vimos juntos, de nuevo en el salón de mi piso, pero esta vez en compañía de Marina. Marina ha sido la única novia de Nico en veinte años y, si me apuráis y me permitís excluirme, la única relación duradera que ha tenido con un ser humano a lo largo de su vida. Le duró seis meses y una semana. Antes de empezar la película, tras una cena en el Foster’s Hollywood, estaban colados el uno por el otro. Dos días después, Marina hizo las maletas, abandonó el piso de Nico y regresó a aquella esquina de Soria que había jurado no pisar jamás. No quiero defender a mi amigo, entre otras cosas porque estoy seguro de que la culpa fue suya. Marina era una chica encantadora pero nunca entendió del todo en que consistía obsesionarse de verdad por una película. Vino a dar, por tanto, con la persona más inadecuada de cuantas andaban por Madrid el momento en que se conocieron…

The All-American Girl podría ser una sexploitation de lo más convencional, y de hecho lo es. Destaca en ella una buscada ironía presente en el título y en el apellido de su protagonista, la novata pero nada inocente Peggy Church; ¡ay, esas pretensiones de herejía y universalidad tan propias del softcore! Es la primera película del curioso Mark Haggard; tiempo después firmaría una secuela de la misma, y dirigiría, junto a Bruce Kimmel, la divertida The First Nudie Musical (1976), que no tardará en aparecer por estas páginas. La cinefilia de Haggard, que aspira en todo momento a conseguir algo más que un producto de usar y tirar (y, coherente en todo momento con lo que hace, no duda en dedicar su película al gran Joe Sarno), puede notarse en algunas de sus secuencias más logradas, dotadas de un naturalismo redundante, tan artístico a ratos como, a fin de cuentas, funcional. Merece la pena destacar el, para quien esto escribe, mejor momento de la película, el temprano encuentro de Peggy con su novio formal, con esa fijación casi enfermiza por el detalle y el plano corto, aplicando una caligrafía pornográfica a unas realidades cotidianas y vulgares, como ese lento y salivoso beso, y, en palabras de Nico, «un tempo encapsulado más propio del cine mudo». Poco después de esta película, Haggard dirigió un cortometraje sobre John Ford.

La aventurada búsqueda de un clasicismo solapado en The All-American Girl supuso una de las primeras grandes discusiones que Nico mantuvo con un servidor, incapaz de ver en la película más que un competente muestrario de las maneras del cine erótico del momento, con esa estructura de adolescente americana que hace babysitting y se acaba liando primero con el joven de la familia, luego con su padre y de ahí en adelante. Como toda buena chica con trastienda lóbrega, Peggy tiene un diario, y en eso se adelanta en unos años a Alice, a Melissa P. y a Carlota, primas hermanas todas de la señorita Iglesia.

Y pese a lo que Nico insistía por entonces e insiste ahora, yo sé que lo que realmente le gusta de esta película no es Haggard, sino Peggy Church, esa ninfa de ojos traviesos que ya interviniera brevemente en otros pequeños clásicos del softcore, tan escandalosos en su momento como aburridillos hoy día, como The Pigkeeper´s Daughter (Bethel Buckalew, 1972) o The Erotic Adventures of Zorro (Robert Freeman, 1972). La noche que la vio por primera vez no hubo quien le quitara aquel nombre de la boca. Se deshizo en todos los halagos y elogios imaginables hasta bien avanzada la madrugada. El rostro de la pobre Marina más que poema, era un ripio. Y, visto lo visto, así continuó los dos días siguientes, hasta que Marina salió por piernas de aquel piso inhóspito y contaminado. Nico nunca se arrepintió de ello. Según sus propias palabras, aquella no era más que la tradicional historia del chico que planta a la novia real por la fantasía. Y tan a gusto, oye.