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En su debut cinematográfico, Mia Hansen-Løve utilizaba el cine como artilugio catártico y trataba un tema familiar para componer su opera prima, echando mano de lo que se es y se ha vivido para dar forma a lo que se quiere ser o evitar repetir/vivir. Cabe decir, no obstante, que la historia se basaba en la experiencia real de su tío y su prima, y no en la suya propia, una situación que se vuelve a repetir en Le père de mes enfants al tomar prestada la historia de un amigo cercano como inspiración para su película. Historias cercanas al mismo tiempo que ajenas para centrarse en lo que parecen ser dos obsesiones temáticas: la ausencia (en la familia) y el renacimiento personal (tras esa pérdida o desaparición).
La ausencia funciona, pues, como articulación de un cambio existencial, ya que propicia el renacimiento personal e interrelacional; es por ello que ambas películas tienen muy marcadas las divisiones temporales, los antes y los después de, porque hay ciertas experiencias en la vida que marcan el devenir con una X: la de prohibido el paso (al estado anterior) y la de cerrar pestaña para abrir otra. Y ahí, en el ocaso, surge el Ave Fénix; no de sus cenizas pero sí de las de la propia estructura familiar autoinmolada por la no afrontación de un problema, ya sea este derivado de las drogas (Tout est pardonné) o de la bulimia económica (Le père de mes enfants). Hansen-Løve parece apostar a favor del futuro, de las nuevas generaciones, como rescatadoras de un presente imperfecto; confía en Pamela (la única capaz de perdonarlo todo) y en Clémence (quien acaba por hallar el amor allí donde todo era muerte) y condena a sus padres al off, en lo que es un claro ejemplo del relevo generacional. Así se desplaza, pues, el punto de vista de ambas películas, centradas inicialmente en Victor y Grégoire, para ser corridos por sus hijas, que toman el protagonismo y se convierten en los motores reales de sendas películas.
Hansen-Løve habla de pérdidas, pero sobre todo de encuentros; el de sus jóvenes protagonistas conociéndose evolucionar, adentrándose en el arduo camino de la vida adulta, aunque a veces quieran correr demasiado y acaben por retroceder un poquito para disfrutar del punto de verdor en el que están (deliciosa es, en este aspecto, la secuencia de Le père de mes enfants en que Clémence, tras pasar la noche de fiesta, acaba en un bar intentando pedir un café para acabar prefiriendo un más infantil chocolate). Todo lo demás, aquello que hay que perdonar y el padre de las niñas, se quedan en meros títulos, pues son puras dificultades que le sirven a la directora como paisajes para situar el crecimiento personal de sus dos jóvenes protagonistas, en quienes pone toda su fe y confianza para que, con sus capacidades, hagan de este un mundo mejor del que han recibido de sus mayores.
¿Y un cine mejor, también? Hansen-Løve parece estar pidiendo para sí lo mismo que ofrece a sus jóvenes protagonistas: la paciencia y el tiempo para verse crecer como directora, y conseguir, al fin, tratar en su arte aquello que realmente necesite ser exorcizado: sus historias, sus preocupaciones y no las de otras generaciones ya en vías de una lógica extinción. Ahí se hace evidente la larga huella de Assayas, que planea inexorablemente por ambas cintas, pero Hansen-Løve busca su visión del mundo a medida que la convierte en cine; nada que podamos reprocharle y mucho que podamos agradecerle: la honestidad de quien se sabe en vías de crecimiento, de cambio y de mejora.