Rubber

Estamos ante una película cuya acción arranca con una imagen difícilmente olvidable: en el árido paisaje del desierto norteamericano, un viejo neumático toma conciencia de sí mismo, como si fuera un zombi de Romero, y aprende a rodar por sus propios medios. No tardará en llegar el momento en el que averigüe, es un decir, que también tiene otras habilidades como, por ejemplo, hacer estallar en mil pedazos las cabezas de cuantos se crucen en su camino… en obvia referencia a los clásicos telepáticos de Cronenberg y De Palma. El resto del metraje narrará, con seca eficacia y sin grandes alardes, la odisea, existencial pero no menos regocijante y sangrienta, del peculiar protagonista, atrapado en una América Profunda que es tanto la de Cormac McCarthy o Carson McCullers como la de aquellas contundentes películas de horror que en los años setenta emplearon objetos inanimados como metáfora de una rabia irracional y enquistada. En la memoria del cinéfilo resonarán títulos de gratísimo recuerdo como El diablo sobre ruedas (Duel. Steven Spielberg, 1971) o la menos conocida Asesino invisible (The Car. Elliott Silverstein, 1977), que también consiguieron hacer volar la imaginación de uno de los indiscutibles reyes del terror, Stephen King, padre de otro sanguinario vehículo, esta vez  con nombre de mujer, Christine. Sin embargo, creo que el sentido eminentemente lúdico y desenfadado de esta propuesta remite principalmente a Larry Cohen, subvalorado maestro de la serie B y experto en lograr que el voluntarioso afán discursivo —más moral que conceptual, es cierto— de sus mejores obras no interfiriera en su sentido del (micro)espectáculo y el sabor del cine del género más autoconsciente y honesto. No olvidemos que, aunque nunca se fijara en los bajos de los coches, Cohen había convertido en villano, con bastante gracia y habilidad, a una masa viscosa de yogur… en una de sus incursiones en el género más inclasificables, la curiosísima The Stuff (1985).

Rubber es algo así como una película de tesis, en la misma dirección que lo era, en gran medida, la pequeña y enterrada joya de Cohen. Aunque no lo parezca, todo este sindios tiene algún sentido, o por lo menos, un propósito de reflexión. Su director, Quentin Dupieux, músico electro house también conocido como Mr. Oizo, ya había desarrollado en su ópera primera Nonfilm (2002) el tema del poder, el significado y el alcance de la ficción, elementos presentes también en esta su siguiente película. Sí, señores, con el metalenguaje hemos topado… otra vez. El prólogo que precede a la primera, y ya comentada, aparición del neumático protagonista, reincide en esta perspectiva. El sheriff Chad, interpretado por Stephen Spinella, recita un monólogo a cámara en el que comparte con nosotros algunas dudas y preguntas. Preguntas que son la materia de partida de las obsesiones de Dupieux. La base es la coherencia narrativa, la introducción de lo inexplicable y lo azaroso en toda narración ficcionada, y principalmente, las concomitancias y diferencias entre esta ficción codificada (en cierta medida, envasada, encorsetada) y una realidad quizá tanto o más limitada. Más que buscar alternativas a lo real como propone el absurdo o el surrealismo, dos términos malgastados por el uso y con los que se suele etiquetar muy a la ligera todo lo que se sale de la convención, al director, como a su alter-ego, le interesa el sinsentido, la ausencia de información y el porquesí (o lo que últimamente nos hemos acostumbrado a llamar WTF, que viene de What the fuck, equivalente al más castizo y familiar ¿Qué-coño-es-esto?), y en lugar de aceptarlos como parte indisoluble de los mimbres del género, se ha propuesto interrogarlos para desentrañar alguna de sus claves secretas… o tal vez, simplemente, con la intención de aportar más ruido al caos. Así, del mismo modo que Super de James Gunn se empeñaba en contarnos lo que ocurría entre las viñetas, Dupieux parece aquí más centrado en explicar lo que ocurre entre una acotación y la siguiente… o en las conversaciones de barra de bar entre guionistas. Quizá incluso podamos llegar a aventurar que a Dupieux no le interesa encontrar una respuesta que sólo funciona como enunciado, desde el punto de vista teórico, porque él mismo es muy consciente que este caos es incuestionable, pero le hace gracia el mero hecho de formular la pregunta, quizá porque sepa que el mismo acto de plantearse un sinsentido es en esencia una reducción al absurdo. Rubber es, tal vez, la obra-WTF definitiva e incluso podría ser la película que quedaría si los personajes principales de Ghost Rider 2 (Ghost Rider: Spirit of Vengeance. Neveldine y Taylor, 2011) comenzaran a cuestionar el desarrollo de la historia o la impostada gravedad de sus líneas de diálogo. La clave del kitsch es la seriedad. Cuando esa seriedad se pone en tela de juicio, las reglas del juego se rompen y todos los que forman parte de él quedan desnudos ante la mirada inclemente de un espectador que, al menos en este caso, puede estar más confundido que ellos mismos. Menos mal que siempre nos queda la comedia.

La aventura de nuestro neumático amigo concluye con un ingenioso guiño que remite directamente a las películas de ciencia ficción de los años cincuenta, con pequeños clásicos de autocine como La masa devoradora (The Blob. Irvin S. Yeaworth, jr, 1958) o El enigma de otro mundo (The Thing. Christian Nyby, 1951) a la cabeza, aunque podría decirse que la película de Dupieux se encuentra más emparejada con sus derivaciones bastardas, algunas de ellas tan estimables y divertidas como Conquistaron el mundo (It Conquered the World. Roger Corman, 1956) o La invasión de los hombres del espacio (Invasion of the Saucer Men. Edward L. Cahn, 1957). Un tipo de cine que también guarda una estrechísima relación con el planteamiento y desarrollo de la película (no es muy diferente hablar de ruedas asesinas que de ratas u hormigas gigantes… o alienígenas cabezones), y que triunfaba en esencia por su economía narrativa y por no preguntarse demasiado las claves de sus planteamientos: no en vano, su principal combustible era la amenaza de lo desconocido, el miedo a lo inexplicable, que sigue siendo la principal paranoia del ciudadano medio hoy día, y por qué no, acogiéndonos a la tesis de Eloy de la Iglesia en la lúcida Miedo a salir de noche (1980)  el fundamento del Estado Moderno como ángel custodio del desprotegido “hombre de bien”. Una obra como Rubber surge, con todo, en otro contexto, en el que la norma es la saturación informativa, la multiplicidad de puntos de vista, y la lucha constante de los líderes de opinión por mantener una audiencia de fieles previamente convencidos. El espectador se acerca a cada historia con la conciencia de que va a ser manipulado, pero con la prerrogativa de que puede escoger el tipo de desinformación que encaje mejor con su sesgo político o moral.  Nuestra postura ante la ficción, según el director y guionista, no deja de ser similar (¿la simulación ya estaba en nosotros antes de ser consumida y asimilada?), y no hay que subestimar la capacidad de los productos de consumo para interferir en la concepción del mundo global, en la formación de una conciencia y una mirada. Me parece importante subrayar que Rubber plantea todas estas preguntas sin abandonar nunca el ritmo de un entretenimiento ligero, ni traicionar del todo las reglas del género que homenajea/utiliza, lo que hace más eficaz y asimilable su discurso. Entiendo que a veces la gravedad y, por qué no, la habilidad, de una forma atractiva hacen por esconder las carencias un discurso pobre y de relevancia discutible, como ocurre muchas veces en Haneke.  Pero unas pretensiones excesivas y un tono más críptico habrían afectado sobremanera (para mal) a esta película, dejándola más cerca de la fatua, y a la postre confusa e inútil, ambición de Alps (Lanthimos, 2011) que del inquietante y festivo genio de Canino (Lanthimos, 2009) o alineándola antes con el último Godard que con el juguetón y divertidísimo terrorista de sus primeros títulos.  Claro que precisamente por no doblegarse ante un retorcimiento de ideas y maneras no son pocos los que van por ahí acusándola de obvia y simplona, y se quedan tan felices. Masoquistas que somos. Una constatación del mismo mensaje de la película: el nonsense es parte de una estética y de una moral. Somos nosotros quienes lo buscamos.