El Hombre de Acero

Idiota moral

I

Lo mejor de esta nueva aproximación cinematográfica a Superman es la banda sonora compuesta para la ocasión por Hans Zimmer. El dato puede dar una idea al lector sobre lo que le espera.

Por comparación, la previa Superman Returns (íd. Bryan Singer, 2006), una película sobre el personaje lacia, deudora en exceso de los films de 1978 y 1980 dirigidos por Richard Donner, era al menos coherente: Con sesenta y ocho años de historia a sus espaldas y un evento tan insoslayable como el 11-S como reto para su personalidad «inmaculada, patriótica, con evidentes resonancias religiosas» (Tonio L. Alarcón), el superhéroe tal y como lo encarnaba Brandon Routh pasaba a ser un semidiós crepuscular, y un ser humano menos preocupado por imponer la Pax Americana que por descifrar, hijo mediante, su lugar en nuestro mundo.

Semejante configuración del personaje era imposible que redundara en un valor de marca atractivo; la obsesión de nuestros tiempos, como recalca El Hombre de acero arrojándonos cada pocos minutos a los ojos antes el emblema de Superman que el propio nombre del superhéroe, que brilla por su ausencia en el título del film y solo aparece en sus imágenes de manera vergonzante, en boca de un militar bisoño.

Jeff Robinov, presidente todavía en 2008 de Warner Bros., el estudio que en colaboración con DC Comics anda disputándole a Marvel Studios la concreción de un panteón rentable de superhéroes fílmicos, era claro al respecto: «Superman Returns no funcionó como queríamos en tanto película […] No posicionó al personaje del modo que necesitábamos se posicionase […] El plan es ahora reintroducir a Superman».

II

Para ello, Warner Bros. ha confiado de nuevo en David S. Goyer y Christopher Nolan, artífices de la trilogía sobre el otro gran personaje de DC Comics, Batman, auspiciada asimismo por el estudio. Aunque tal saga concluyó hace solo unos meses, cabe arriesgar ya una teoría reveladora: Lo mejor del conjunto lo representó el Joker a quien diese vida Heath Ledger, criatura que escapaba al trabajoso control creativo de Goyer y Nolan, a sus agotadores retruécanos éticos y dramáticos, a su concepción de la narrativa en términos de difusión orquestada de la información; estrategia que convirtió la penúltima realización de Nolan, Origen (Inception. 2010), en un manual de instrucciones de sí misma.

En todo caso, el hombre murciélago es afecto al conflicto, la ambigüedad, los claroscuros, el angst; por tanto, no solo ha sobrevivido a los vidriosos manejos de Goyer y Nolan, sino que algunos de ellos han enriquecido su acervo. Pero los dilemas y la casuística de Superman ostentan rasgos primordiales, elementales, arquetípicos, ligados a la inocencia y el sense of wonder. Ello no quita para que pueda profundizarse, y mucho, en dichos rasgos, como han hecho por poner unos pocos ejemplos Smallville (íd., 2001-2011), All-Star Superman (2006-2008) o, esquinadamente, Miracleman (1982) y Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (2001). Pero hay algo en él, o al menos esta su última manifestación en pantalla lo evidencia, refractario a las aproximaciones a ras de tierra.

Un prólogo ambientado en Krypton, mundo natal y agonizante de Kal-El/Clark Kent/Superman (Henry Cavill), nos presenta a dos de los vértices del triángulo moral que fundamentará en El Hombre de Acero la filosofía de nuestro héroe: Su padre, Jor-El (Russell Crowe), que cifra en Kal-El un futuro para los kryptonianos y una posibilidad de superación espiritual para los terrícolas; y el general Zod (Michael Shannon), interesado tan solo en la supervivencia de Krypton. Una vez Kal-El es enviado a nuestro planeta, hace acto de aparición el tercer vértice moral de la historia, cuyas enseñanzas nos llegan estructuradas en flashbacks sobre la niñez y juventud de Clark intercalados con la narración en presente —como ya ocurriese en Batman Begins (íd., Christopher Nolan, 2005)—: Jonathan Kent (Kevin Costner), padre adoptivo de Clark en la Tierra.

Para apreciar que El Hombre de Acero está muy mal escrita, basta con atender al hecho de que no existe ninguna organicidad en las interacciones de Jor-El, Zod y Jonathan Kent con Clark. El protagonista se limita a soportar un chaparrón de monólogos discursivos o explicativos que hacen muy poco por orquestar un relato, su relato; chaparrón que él asimila por sistema con gruñidos, quejas o gritos de rabia inarticulada, una constante sintomática de la película. Pero no es de extrañar que el pobre Clark no atine a comprender qué se espera de él o qué puede llegar a ser, ni que el espectador tampoco tenga claro qué Superman se le está brindando, habida cuenta los disparates conductuales a que le somete, sobre todo, su padre adoptivo.

III

Cuando Clark salva a sus compañeros de colegio de un accidente del autobús escolar, Jonathan llega a aconsejarle con argumentos peregrinos ¡que habría sido mejor dejarlos morir a todos! «Quien salva una vida salva al mundo entero», reza con buen criterio el Talmud. «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad», ha insistido hasta la saciedad Stan Lee. Pero Goyer y Nolan no deben de haber visto La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993), y recordemos que trabajan con un personaje de la DC. Más tarde, en una escena candidata a la más grotesca de la temporada —una escena sin sentido ninguno de la medida ni el ridículo, concesión improcedente al espectáculo—, Jonathan será víctima de un tornado ¡¡por rescatar a un perro!! y su hijo se resignará ¡¡¡a no hacer nada por salvarle!!!

Se le ha echado en cara a este Superman que acabe matando. Pero ese no es el problema. Al fin y al cabo, como representante del Übermensch nietzscheano, podría muy bien haber generado su propio sistema de valores, ajeno a la moral esclava que le impone una especie, la humana, inferior a él en muchos aspectos. El problema reside en que el Hombre de Acero mata, derriba drones pero se declara nativo orgulloso de Kansas, se venga de matones de bar a sus espaldas, ignora el legado kryptoniano que anida en sus células…

Víctima de la confusión de Goyer y Nolan, que quieren hacer algo importante con el personaje pero no están seguros de qué, Superman acaba convertido en esta ocasión en un idiota moral modélico, tal y como acuñó el término Norbert Bilbeny: un individuo carente de juicio práctico, abandonado a sus impulsos, apático, negligente con los medios y disperso en torno a los fines. Eso sí, «he’s kinda hot!».

La idiotez moral del personaje se contagia a la película, que, a partir de estar protagonizada en puridad por un Superman convertido en tal por arte de magia, no es más que un bombardeo a los ojos y los oídos plasmado de la manera más escandalosa y voluble posible. El momento, muy cerca del final, en el que Zod y Superman arrasan con un satélite y la lluvia de fragmentos fruto de su lucha viene a atravesar los rascacielos de, menuda casualidad, una Metrópolis ya reducida a erial por los cuarenta y cinco minutos previos de combates ininteligibles, es una propina cansina, un bofetón postrero a los sentidos del público, que se acoge con aplausos irónicos.

IV

Pero si podemos percibir con todo detalle el estropicio argumental causado al personaje, es por la nefasta puesta en escena de Zack Snyder. Cineasta que uno ha defendido por activa y por pasiva, también en esta publicación, pero que, tras el fracaso de Sucker Punch (íd., 2011), ha aceptado atarse creativamente de pies y manos y corresponder al realismo psicológico de Christopher Nolan con una realización sucia, inconexa, ordinaria.

No por casualidad, lo mejor de El Hombre de Acero corresponde al prólogo ambientado en Krypton, que vuelve a manifestar la pericia de Snyder para otorgar una grandeza, no exenta de ironía, a imaginarios estragados por años de sobreexplotación. Minutos que fusionan admirablemente en nombre de la fantasía desbocada las estéticas de los cómics europeos de los setenta y el modernismo pulp propio de los treinta, y en los que el enfrentamiento entre Zod y Jor-El tiene la calidez épica y dramática que se echa a faltar en el resto del metraje, entre otras cosas por el carisma de sus intérpretes.

Aun así, en estos minutos primeros Snyder ya comete errores graves, delatores de las servidumbres formales de que adolecerá el conjunto. Su habitual actitud extática y morosa ante las imágenes da paso a recursos alicortos, histéricos: enfoques y desenfoques, lens flares y reiterados zooms virtuales, desubicación espacial, planificación asfixiante de las luchas cuerpo a cuerpo, transiciones bruscas entre escenas, y un largo etcétera que, pese a aciertos ocasiones —el encadenado entre la nave con Kar-El a punto de estrellarse en la Tierra y un pesquero, el que une a Superman atrapado en la sala de interrogatorios con su reflejo y al superhéroe frente a Lois Lane (Amy Adams), única terrícola digna de confianza para él—, lastra las imágenes de vulgaridad.

La búsqueda de la inmediatez, de lo testimonial, la sombra de los noticiarios y la telerrealidad, que en mayor o menor medida también ha influenciado Imparable (Unstoppable, Tony Scott, 2010), Invasión a la Tierra (Battle Los Angeles, Jonathan Liebesman, 2011), Battleship (íd., Peter Berg, 2012) y Los Vengadores (The Avengers, Joss Whedon, 2012), coadyuva a que El Hombre de Acero sea una película sobre Superman tan trepidante, irreflexiva y fugaz como un telediario. La película que se merece una época empeñada en que la ficción es mentira, más que nada para justificar su abandono al espectáculo mediático de lo real, en el que no hay nada tangible más allá del titular y el branding. «He’s kinda hot».