¿Qué fue del (nuevo) cine español?
Resulta complicado substraerse al estreno de un nuevo trabajo de Alex de la Iglesia, uno de los contados —cada vez menos, de hecho— directores españoles que consiguen atraer para sí el foco de la atención pública, por más que su sobreexposición mediática vía tweets y similares pueda acabar generando, al menos en los que no acabamos de entrar en el juego de las redes sociales, cierto hartazgo. En su defensa conviene tener presente que el que fuera presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España conoce perfectamente el estado de la cuestión, hasta qué punto nuestro cine se encuentra en el filo de la navaja: El abrazo del oso de las políticas activas de destrucción cultural del gobierno de turno sumado a los nuevos hábitos de consumo —una manera elegante, por inocua, de referirse a la piratería— han convertido en ciertamente plausible la erradicación del modelo de producción y exhibición cinematográfica vigente hasta la fecha, sin que haya, ni se la espere, alternativa digna de recibir tal denominación. Así las cosas puede uno entender, incluso aceptar, que para llegar al bolsillo de los esquivos espectadores haya que previamente saturar Twitter o acudir a determinados programas de televisión, no vaya a ser que a las generalistas les dé por cerrar el grifo y se acaben las superproducciones; que eso es Las brujas de Zugarramurdi (2013), adaptada a nuestros estándares.
Tal vez su presencia estelar en el Festival de Cine de San Sebastián, en el que ha sido recientemente presentada como telonera de excepción al merecido Donostia para Carmen Maura resulte un altavoz suficiente, sumado a lo antes señalado, para que la película triunfe en la taquilla. Yo personalmente lo dudo; y espero equivocarme, pero por una constelación de razones cuyo desarrollo excede los objetivos de este artículo: la gente, el (gran) público, no quiere ver cine español. Y los que aún lo hacemos, pagando religiosamente el precio de la entrada, no somos suficientes para sostener una industria, por muy embrionaria que esta sea. Atendiendo a la evolución de la filmografía de Alex de la Iglesia, que ha venido necesitando de presupuestos holgados para dar forma a sus ficciones, contar con el beneplácito del Box Office deviene fundamental para que el referido maná televisivo no deje de llegar, ineludible Espada de Damocles catódica que vendría e explicar, junto a otros elementos que detallaremos más adelante, el escaso interés, por no decir mediocridad, de sus más recientes trabajos.
Llegados a este punto no está de más recordar, aunque para ello tengamos que retrotraernos un par de décadas, de donde surge el director bilbaíno: a principios de los noventa el panorama cinematográfico nacional, ciertamente esclerotizado por la entronización de un modelo de producción que primaba academicismo de prestigio —vía Ley Miró— y humor facilón, dejando apenas resquicio para que algunos de los francotiradores surgidos al albur de la Transición continuaran, como buenamente podían, estrenando sus obras, se agita con la llegada de un puñado de jóvenes cineastas, en su mayoría provenientes del País Vasco, que con sus primeras películas apuntan a una reformulación temática y formal, dicho sea con todos los matices que se quiera, de estos postulados. Revisitar a día de hoy Todo por la pasta (Enrique Urbizu, 1991), Alas de mariposa (Juanma Bajo Ulloa, 1991), Vacas (Julio Medem, 1992) o Acción Mutante (Alex de la Iglesia, 1993) con la perspectiva que da el tiempo posibilita —aparte de un ejercicio de nostalgia en toda regla— constatar que la recuperación de la etiqueta de nuevo cine español para tratar de concretar en marca reconocible esta impronta renovadora no resultaba tan gratuita como se pensó, y se escribió, en su momento.
¿Qué queda de esta generación que insufló nuevos aires al alicaído cine de su tiempo? Urbizu ha terminado asentándose como todo un referente del thriller urbano, introspectivo, mientras Bajo Ulloa y Medem sobreviven como pueden al ostracismo al que se han visto lamentablemente abocados por sus devaneos autorales, incomprendidos —cuando no masacrados— por crítica y público. Tal vez sea De la Iglesia el que, de todos ellos, ha erigido una filmografía más homogénea, pese a la diversidad de géneros clásicos revisitados, partiendo de una visión tragicómica de la existencia convenientemente aliñada con absurdo patrio, transgresión calculada y excesos de toda índole, en no pocas ocasiones temerariamente desequilibrantes. Guste o no su particular manera de entender las películas, lo que nadie puede negar a estas alturas es que el incontestable triunfo crítico y comercial de El día de la Bestia (1995) —su obra de cabecera— contribuyó a allanar un camino, el de las producciones de género con la vista puesta en los cánones hollywoodienses pero sin renunciar a un enfoque propio, ideosincrático, que han transitado con indudable éxito los Alejandro Amenábar, Jaume Balagueró o Daniel Monzón que han ido llegando tras él.
Ellas tienen el poder
Todo apuntaba a que nuestro hombre no tardaría en dar el salto a Hollywood, como sucediera, en cierto modo, con Perdita Durango (íd., 1997); claro que el decepcionante saldo final de la aventura americana motivó un rápido retorno con el rabo entre las piernas, cargando de bilis la inmisericorde Muertos de risa (1999), primer ajuste de cuentas frontal de su filmografía con el ser y no ser del hecho diferencial español. Tras alcanzar el cénit de su carrera con la espléndida La comunidad (2000) se suceden los proyectos frustrados por las dificultades de financiación —las adaptaciones de Fu Manchú o Las aventuras de Blake y Mortimer— alternados con esporádicas visitas a la pequeña pantalla, cortometrajes a mayor gloria de Manuel Tallafé y sendos largometrajes de transición que preceden a Los crímenes de Oxford (Oxford Murders, 2008), aplicada intriga de empaque internacional que contó, de nuevo, con la indiferencia general. Sea por estar harto de darse cabezazos contra un muro, sea por el cabreo ante el estado de la cuestión, sea por todo a la vez tanto Balada triste de trompeta (2010) —en muchos aspectos un remake pasado de vueltas de Muertos de risa— como La chispa de la vida (2011) suponen sendos ajustes de cuentas con la memoria histórica reciente del país y su mortecino presente, pero lamentablemente ejemplifican también los peores vicios del cine de Alex de la Iglesia: la tendencia al marasmo narrativo, la grandilocuencia incontrolada de algunos pasajes, las abruptas transiciones de los apuntes más dramáticos a los humorísticos, que se acaban cortocircuitando entre sí… En definitiva, la imposibilidad de adaptar el estilo cinematográfico a los requerimientos de la historia, y no al revés.
No es que Las brujas de Zugarramurdi adolezca de estos defectos, que apuntan ya a acrítico sesgo autoral, pero afortunadamente en ella emergen con más fuerza que en los títulos precedentes sus virtudes, contribuyendo a un equilibrio (precario) del balance general. El primer y más importante acierto a este respecto radica en que nos encontramos con la primera producción 100% de Género desde la lejana El día de la Bestia, de nuevo una comedia de acción terrorífica que desarrolla con suma atención por el detalle el elemento sobrenatural, valiéndose para ello del estimulante substrato que aportan las leyendas tradicionales del País Vasco y Navarra. De la Iglesia ha venido demostrando ya desde los inicios de su carrera un vasto conocimiento de la cultura popular, convenientemente filtrada por la asimilación de un casticismo madrileño, de inequívoca filiación berlanguiana, presente en el grueso de sus películas. A este respecto el prólogo localizado en la Puerta del Sol de nuestros días, terminal decorado asolado por compradores de oro, milenaristas irredentos y estatuas humanas resulta especialmente relevador de las intenciones del director bilbaíno: presentar un escenario reconocible al espectador, tanto en arquitectura como en paisanaje humano, para subvertir las convenciones representativas asociadas al cine español orquestando una sucesión de tiroteos y persecuciones convenientemente adulteradas por el consabido humor irónico, desmitificador.
Una vez presentados los protagonistas —un puñado de pobres diablos, encarnación genuína de la empobrecida realidad nacional— de la forma más estruendosa posible toca embarcarles en una huida hacia ninguna parte donde la mano de Jorge Guerricaechevarría, (co)guionista habitual insensatamente relegado en los últimos trabajos, brilla en unos diálogos francamente divertidos, cuyo ajustado timing cómico contribuye poderosamente a definir a José (Hugo Silva), Tony (Mario Casas) y Manuel (Jaime Ordoñez) en toda la amplitud de su patetismo, sin necesidad de cargar en exceso las tintas con la omnipresente crisis; la accidentada llegada a la localidad de Zugarramurdi de estos colegas a su pesar, arquetípica representación del Norte ancestral, evoca a la inversa el traslado del padre Berriatúa (Álex Angulo) a la gran ciudad dominada por el Anticristo, con lo que los códigos del terror, en los primeros compases tan sólo insinuados, no tardarán en imponerse. Las brujas de Zugarramurdi remite así a la mencionada El día de la Bestia en su esquema argumental, ubicando abruptamente a los personajes principales en una realidad que les es desconocida, regida por fuerzas sobrenaturales a las que tendrán que plantar cara para sobrevivir. Claro qué en el ring de la guerra de sexos ellas tienen ganada la batalla de antemano, parece querer decirnos Alex de la Iglesia. Sobretodo si son —y ejercen de— brujas.
Y en un enloquecido tren de la bruja nos embarca, carente del más elemental sentido de la medida —ni del ridículo— desde el momento en que el sexo débil se mete, él solito, en la boca del lobo. Sin terminar de decidirse entre El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, Roman Polanski, 1967) y Buenas noches, señor monstruo (Antonio Mercero, 1982) la sucesión de gags visuales, excesos verbales y truculencias varias funciona, en los momentos que funciona, por acumulación, pero no deja de resultar agotadora, cuando no exasperante. Menos mal que en el desatado aquelarre final De la Iglesia vuelca todo su ímpetu iconoclasta, que es mucho, mezclando sin rubor a la Madre primordial de pechos inabarcables con la imaginería del Santo Oficio, Valdés Leal y Goya, los combates a la Matrix con una pletórica Carmen Maura. Por la infinidad de pequeños detalles culteranos que añadir al despiporre general un servidor no puede evitar sentir simpatía por Las brujas de Zugarramurdi, pero negar que la autocomplaciente dejación de funciones de su máximo responsable cercena irresponsablemente la posibilidad de convertirla en un título emblemático de su filmografía, a la altura del que le sirve de inspiración, sería doblemente erróneo. Tal vez este conformismo cómplice tenga que ver, como apuntábamos al principio, con la catatónica situación de nuestro cine y, derivado de ello, la suposición de que ligereza, explosiones y mala leche riman con éxito masivo made in Spain. Me resisto a creerlo; mejor echar la vista atrás y recordar que hace tan sólo unos años era posible acompañar estos elementos de guiones bien armados, pulso narrativo y verdadera transgresión. Y sí, triunfaban en taquilla.
Tú lo has dicho: la ausencia de sentido de la medida es una marca de la casa del cine de De la Iglesia. Parece ya imposible que este director llegue a firmar una obra redonda, cuyas partes guarden un mínimo equilibrio. Por cierto, en la renovación cinematográfica procedente de Euskadi se te ha olvidado citar Salto al vacío, de Daniel Calparsoro. Cuántas expectativas me despertó dicha renovación pero que poquito a quedado de ella. No entiendo el ostracismo de de Bajo Ulloa, un director con muchísimo talento. Una pena.
¡Vaya lapsus! Tienes toda la razón: olvidé totalmente a Calparsoro, que además es otro cineasta que, con mejor o peor fortuna, va estrenando sus películas, si bien cada vez más impersornales. Lo de Bajo Ulloa es incomprensible, al igual que sucede, en mi opinión, con Medem. Una cinematografía sería no se puede permitir ningunear a directores con una mirada tan personal. Se añora mucho a ambos, la verdad.