La muestra de cine fantástico madrileño se ha fortalecido en los últimos tiempos a base de varias alianzas que la han catapultado hacia el éxito de aforo, que se ha seguido manteniendo en esta XI Muestra Syfy, y que les llevó incluso a cambiar de sede hace un par de años, celebrándose en el cine Callao desde entonces. Primero y de forma fundamental con el canal temático Syfy, que le da nombre desde la séptima edición y al que desde entonces rinde servicio como perfecta plataforma publicitaria; también con Phenomena, que ya ha incorporado sus habituales programas dobles en las últimas ocasiones. Esta vez, la sesión compuesta por La mosca (The Fly; David Cronenberg, 1986) y Depredador (Predator; John McTiernan, 1987) para la tarde del domingo no podía haber estado mejor elegida para una reunión de estas características. Por último, no hay que olvidar sus acuerdos con Versus Entertainment y con Canal +, que aportó una pequeña selección de cortos de género proyectados como aperitivo antes de alguna de las sesiones.
La inauguración, sin romper la tradición, estuvo destinada a un preestreno en toda regla, puesto que al día siguiente podía verse en nuestras salas, 300: El origen de un imperio, de la que Tonio L. Alarcón ya dio buena cuenta en nuestras páginas. El resto de la programación, sin demasiado espacio para las sorpresas, se nutrió de un alto porcentaje de films vistos en el pasado festival de Sitges, eso sí, con algunos títulos notables, y el principal aporte de valor de esta edición, que no fue otro que Rompenieves (Snowpiercer, 2013), la nueva película del surcoreano Bong Joon-ho, responsable de las brillantes Memories of Murder (2003), The Host (2006) o Mother (2009), en su primera aventura americana, bajo el paraguas de los hermanos Weinstein. La historia está basada en el comic francés Le Transperceneige de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette y nos sitúa en un año 2031 donde toda la humanidad superviviente a los efectos nocivos de un gas utilizado para evitar el calentamiento global se encuentra encerrada en un tren en perpetuo movimiento alrededor de un mundo congelado. En este tren los privilegiados se sitúan en los vagones de la parte delantera mientras que el proletariado viaja en la cola, en lo que representa un microcosmos de la sociedad tal y como la conocemos, y según se recorren los vagones del tren se van mostrando todos y cada uno de sus estratos. El gran tema de la lucha de clases es el punto de partida de una historia que termina planteándose quién inventa las rebeliones y cómo acaban alimentando el propio sistema. Las violentas y variadas escenas de acción contribuyen a hacer avanzar la trama sin resultar lo gratuitas que se podría esperar de una película de este corte. En el curso de la revolución acompañaremos a Curtis, el protagonista interpretado por Chris Evans, que con una ayuda externa que permanece sin identificar hasta el desenlace (esta parte de la trama parece heredada de la franquicia de videojuegos Bioshock, así como la figura de Winslow, el líder al que todo deben, y la estética de algunas partes del tren, vídeo didáctico incluido), va eliminando a las fuerzas opresoras, y también perdiendo efectivos, en su avance hacia la cabeza del tren, el motor, donde se descubrirá su conflicto interno, y sobre todo, como se ha convertido en una pieza del sistema que creía estar destruyendo. Impagable Tilda Swinton, por cierto, como ministra del régimen.
Además de la película del surcoreano, el viernes pudimos ver también Frankenstein’s Army (2013), de Richard Raaphorst. El film nos lleva con un comando de soldados rusos durante la segunda guerra mundial en una misión trampa que desemboca con el grupo al servicio de la bonita utopía de un mad doctor que quiere reconciliar a los nazis y los comunistas mediante la utilización de engendros biomecánicos, todo muy tierno, como se puede imaginar. Narrada con una estética feísta y de forma algo incoherente, o poco rigurosa si se prefiere, sobre todo en lo tocante al punto de vista, aspecto que podría haber estado mejor explotado, no deja de ser una propuesta interesante por lo que podría llegar a ser, pero que fracasa al fin y al cabo como lo que en realidad es.
Una de las mejores películas programadas en esta muestra es We Are what We Are (2013), de Jim Mickle (responsable de las muy interesantes Mulberry St [2006] y Stake Land [2010]), remake de la cinta mexicana Somos lo que hay (Jorge Michel Grau, 2006), aunque en realidad solo toma el punto de partida de aquella para construir un relato crudo y malsano, sin ápice de comedia ni de concesiones al espectador, una tragedia donde el canibalismo deja el protagonismo a temas como la tradición y la religión, para hacer su acto de presencia en un shakesperiano y no muy agradable, en el buen sentido, último acto. Pero siempre hay dos formas de afrontar el canibalismo, una es con la gravedad del film previamente mencionado, y la otra es la que podría animar la madrugada, vertiente a la que se adscribía la película neozelandesa Fresh Meat (2012) de Danny Mulheron. Los protagonistas, unos delincuentes perseguidos por la policía que se refugian en la casa de una familia de caníbales cuya hija acaba de regresar de un internado para descubrir la nueva afición antropófaga de sus progenitores y su hermano. La película es una home invasion que condensa comedia y vísceras e incluso algo de erotismo un poco desaprovechado, aunque el inserto de la ducha y la elipsis subsiguiente son un ejemplo de narrativa cinematográfica muy contundente.
Tras la celebración del género que pudo degustarse el viernes, plagada de obras incontestables, el sábado nos esperaba un grupo de películas que indagaban en los márgenes del fantástico, con la intención de aportar pequeñas variaciones al vasto corpus del género. Abrió el fuego In Fear (2013), un thriller sobre una pareja atrapada durante una noche en un laberinto de carreteras rurales de camino a un hotel, dirigida por el británico Jeremy Lovering, que plantea un interesante huis clos construido sobre dos personajes inmersos en una situación de tensión que los abocará inevitablemente al conflicto. Durante su primera hora, In Fear es una película francamente interesante, sencilla, que no evita el lugar común pero que saca partido de una excelente dirección y ambientación. Sin embargo, a medida que avanza la trama (esa necesidad en ocasiones absurda del género, a menudo exigida por sus seguidores, de dar una explicación) In Fear revela su condición de artificio, de esmerada carta de presentación de su director en busca de un buen proyecto. Lovering no está interesado en el género, al que trampea en no pocas ocasiones, y el público del SyFy así se lo hizo saber en un último tramo que la audiencia no dudó en tomarse a risa.
Afortunadamente Almost Human (2013) es todo lo contrario. Levantada con poquísimo dinero, el debut de Joe Begos funciona como un estupendo homenaje a la serie B de los años 70, en particular a la obra de John Carpenter. Su película, directa, rodada con todo el estilo que los medios le permiten (el granulado que rememora las texturas de los VHS, el gore sin coartadas, la apuesta por lo prostético renunciando al artificio del digital, el bizarrismo de algunas secuencias) parte de una anécdota mínima, y como en las grandes películas del género, cuenta poco pero bajo esa simplicidad subyace una densa maraña de relaciones humanas. Almost Human narra el regreso de un hombre, desaparecido dos años antes de forma misteriosa, convertido ahora en una máquina de matar. Le esperan su mejor amigo, sospechoso de la desaparición y lidiando con el trauma, y su exnovia, que ha reconducido su vida. La película, que se sostiene sobre una elusiva trama de abducciones lofi, esconde un perverso triángulo amoroso que se resolverá, como es lógico, a través de la violencia. Las similitudes con la obra de Ti West son innegables, pero Begos parece un tipo más visceral. Un talento al que conviene no perder mucho la pista. El género siempre necesita ejemplos como éste.
Otro homenaje al cine fantástico, en este caso al subgénero de fantasmas chinos con fugas al J-Horror y al cine de artes marciales, fue Rigor Mortis (Geung si; Juno Mak, 2013). Partiendo de una sencilla premisa en la que un actor fracasado se muda a un viejo bloque de apartamentos para suicidarse y termina formando parte de un delirante proceso de redención enfrentándose a las fuerzas oscuras que habitan el edificio, Rigor Mortis es quizás un plato demasiado sofisticado (aunque no excluya la violencia, todo lo contrario) para el público de la Muestra. La película de Juno Mak es una gozosa anomalía: construida sobre una trabajadísima arquitectura visual, que da lugar a imágenes bellísimas aunque aborden lo tremendista, también maneja una elaborada trama, a ratos algo dispersa pero siempre inquietante. Un largometraje que, pese a deslizarse de manera obvia por toda la tradición, supone un soplo de aire fresco para el fantástico asiático, que necesita una urgente renovación.
Tras la indigesta cena que tenía preparada Juno Mak, el público de la muestra jaleó con insistencia Coherence (James Ward Byrkit, 2013), que junto a la película de Bong Joon-ho, fue la más celebrada del certamen. El largometraje, que se alzó justamente con el premio al mejor guión en el pasado Festival de Sitges, es una joya de la ciencia-ficción de bajo presupuesto que, en la línea de las películas protagonizadas por Brit Marling, trabaja desde los cimientos del género para reflexionar sobre aspectos relativos a nuestra intimidad, nuestros deseos, miedos y frustraciones. Comparada con Primer (Shane Carruth, 2004) por su alambicado juego matemático, Coherence es mucho menos críptica, de ahí que el público pueda comulgar abiertamente con una propuesta que no quiere jugar a la abstracción sino que expone sus cartas de manera transparente. Un grupo de amigos comparten una cena mientras un cometa atraviesa la Tierra. A partir de ese momento comienzan a sucederse múltiples sucesos extraños que pondrán a prueba su identidad, su lugar en el universo. Un decorado, un grupo de actores, una puesta en escena sencilla pero efectiva, unos planos finales que para mí son Historia del Cine: Coherence nos habla sobre la imposibilidad de habitar un mundo en el que podamos sentirnos plenamente satisfechos y realizados.
Para terminar el día, la orgía nocturna se cerró con Piranha 3DD (John Gulager, 2012), lamentablemente proyectada en dos dimensiones. Se trata de una secuela de Piraña 3D (Piranha 3D; Alexander Aja, 2010), remake en 3D del film de Joe Dante a manos del talentoso Aja, una película que se esforzaba por ser gamberra pese a que el francés es un director que no destaca precisamente por la ironía o el sentido del humor. De ahí que la elección de John Gulager, artífice de la loquísima saga de terror Feast (Atrapados / Feast, 2005; Feast 2: Sloppy Seconds, 2008; Feast 3: The Happy Finish, 2009), fuera muy bien recibida. Realizador extravagante, Gulager se mueve bien con material de derribo y en la sátira de todo modelo de representación popular. A partir de ahí barra libre de tetas y de incorrección que, sin embargo, se revela demasiado presa de una frágil estructura narrativa que aquí carece de sentido. Porque aunque curiosamente el guion contiene varios detalles que la emparentan más con el original que con la versión de Aja, Gulager sufre para congeniar la narración y sus estimables dosis de trolleo, siempre bien recibidas.
Al igual que en la inauguración, otro preestreno, aunque este con un poco más de margen fue el destinado para la clausura, la revisión de La bella y la bestia (La belle et la bête, 2014) a cargo de Christopher Gans, una de las obras en que se basaba Almudena Muñoz en su artículo ¿Quién puede matar a un ciervo?. También se había proyectado el sábado por la mañana, como reclamo para el público infantil, la versión animada de Disney de 1991. Pero el auténtico cierre de la muestra no fue, en cualquier caso, el de la película de Gans que al fin y al cabo se estrenaba a la semana siguiente. El punto de atención el domingo por la tarde, una vez saciados los apetitos nostálgicos con el doble pase de Phenomena, se centró en el estreno multiplataforma de Faraday, dirigida por Norberto Ramos del Val y coescrita por Pablo Vázquez y Jimina Sabadú. El público se lo pasó en grande con un falso documental en tono de comedia con tintes paranormales que se cachondea del protagonismo que tienen en nuestras vidas ciertas redes sociales y sobre todo a costa de aquellos que se consideran estrellas mediáticas por tener determinada participación en las mismas (el hecho de que ni uno se salve de la aniquilación dice bastante), de los hipsters o de los modernos, o de quienes sean los culpables de que a las magdalenas se les llame cupcakes, de la caspa televisiva, de las apariencias y de todo y de todos. Protagonizada por Javier Bódalo y Diana Gómez, cuenta con unos de los mejores créditos iniciales que se han visto en tiempo, sencillos y narrativamente muy eficaces, en los que se presentan y contextualizan los protagonistas de la historia a través de sus vidas en las redes. Plagada de cameos de gente de ese mundillo internáutico y moderno que tanto asco nos da y del que no sabemos desprendernos y alguna secuencia cómica impagable como la de la fiesta, Faraday es una película divertida que ha sabido salir adelante a pesar de las dificultades del rodaje y de la pesada losa de ser adalid de ese invento nada nuevo que ahora se ha dado en llamar cine low-cost con la que han cargado a su director.