Hércules

Héroes como tú

Hércules, última película hasta hoy del ninguneado artesano Brett Ratner, no es solamente un péplum de aventuras inmersivo y vibrante, desvergonzado y divertido —aunque se pase de reiterativo en ocasiones—, ajeno a esa mecanización que, tan a menudo, termina por tomar las riendas del cine popular. Es, además y sobre todo, un producto cultural de singular importancia. Porque tomando como fuente de inspiración la reescritura de las gestas del hijo de Zeus y Alcmena llevada a cabo por Steve Moore y Admira Wijaya en cómics como Hercules: The Thracian Wars —en el que se basan directamente los guionistas Ryan Condal y Evan Spiliotopoulos a la hora de trazar las líneas argumentales y conceptuales del filme—, este largometraje, sin grandes alardes retóricos ni aparentes ambiciones intelectuales, condensa en sus imágenes una apasionante exploración de la evolución del mito heroico en nuestros tiempos.

Meditaciones indudablemente oportunas en un mercado cultural en el que la presencia de los superhéroes —figuras en las que hay tanto de ruptura como de continuidad con el héroe clásico— se hace notar, muy especialmente, en la cantidad abrumadora de producciones cinematográficas dedicadas a personajes de Marvel, DC y otras editoriales de cómics. Un fenómeno que, en el cine, está comenzando a rebasar sus continentes habituales: la película de superhéroes se despliega hacia otras vertientes del cine de género ajenas a su tradición pero con una larga presencia en la historia del medio; así sucede en las recientes Capitán América: El Soldado de Invierno (Captain America: The Winter Soldier, Anthony y Joe Russo, 2014), un thriller político de formas inequívocamente setenteras, o Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, James Gunn, 2014), una space-opera. Como no podía ser de otra manera, por el estatuto actual de lo heroico se han preguntado, antes que Hércules, obras tan heterogéneas como La niebla (The Mist, Frank Darabont, 2007), Solomon Kane (ídem, Michael J. Bassett, 2009), la saga Bourne o las trilogías de El caballero oscuro y El Hobbit. Apenas un puñado de ejemplos entre otros muchos significativos de la inquietud que existe en la cultura actual por este asunto.

Al acercarnos, desde la cultura popular, a la mitología heroica nos encontramos, fundamentalmente, con dos perspectivas distintas y distantes que bien podríamos relacionar con las categorías de «apocalípticos» e «integrados» que pusiera de moda en los estudios culturales Umberto Eco. El primero de estos dos puntos de vista asevera que las narraciones heroicas tienen, por un lado, una función escapista, y, por el otro, una intención de suplir la falta de experiencias heroicas del ciudadano medio occidental. Consumimos héroes para nutrirnos de vivencias improbables en una cotidianeidad que discurre entre oficinas de sesenta metros cuadrados y el traqueteo del transporte público. El segundo modo de entender estas fabulaciones complementaría al primero. Hablamos de contemplar las imágenes propuestas en estos relatos como símbolos necesarios que resuenan en la consciencia para inspirarnos en nuestra formación como individuos. Afirma el cineasta Guillermo del Toro —responsable, recordemos, de Hellboy (2004) y Hellboy 2: El ejército dorado (Hellboy 2: The Golden Army, 2008)— en una entrevista que «este es un periodo política y humanamente muy desconcertante, en el que se ha producido un serio retroceso en la línea ética de la humanidad como especie y se requiere de un replanteamiento de la existencia en términos heroicos» [1]. Más aún: tal como escribía Wolfgang Giegerich en The Soul’s Logical Life: Towards a Rigorous Notion of Psychology, «los símbolos mitológicos no han sido fabricados, ni pueden encargarse, inventarse o suprimirse permanentemente. Son productos espontáneos de la psique y cada uno lleva dentro de sí la fuerza germinal de su fuente» [2].

El caso es que Hércules es una película sobre el eterno —e inevitable— retorno al mito heroico cuyo discurso atraviesa tanto el eje diacrónico como el sincrónico del tema. La pervivencia y, sobre todo, la necesidad del héroe clásico en la cultura popular laten en su discurso. Al comienzo, el sobrino de Hércules (Dwayne Johnson), el historiador Iolaus (Reece Ritchie), trata de atemorizar a su captor, que está a punto de pasarlo por el cuchillo, contándole las apabullantes correrías de su tío, desde un asombroso nacimiento hasta la consecución de los iniciáticos Doce Trabajos; Ratner sintetiza en unos instantes la milagrosa biografía del héroe apoyándose en un sentido de la épica hipertrofiado que deriva en una reinterpretación claramente paródica de los hechos. La ilusión mitológica se esfuma cuando resuena la carcajada escéptica del enemigo y, así, tomamos contacto por primera vez con un entorno regido por la brutalidad y la sordidez, el hambre y el miedo, paradójicamente —o no— habitado por gentes ávidas de guerreros legendarios y retoños de los dioses dispuestos a impartir justicia divina en la tierra. Las resonancias actuales son evidentes. Hércules hace acto de aparición, ya fuera de los cuentos que inventa su sobrino para proyectar un aura legendaria en torno a él, cubierto con la piel del supuesto León de Nemea: una performance teriomórfica, simbiosis entre hombre y animal, que da cuenta simbólica de su fuerza extraordinaria. Pero tal como ocurría instantes atrás con el relato de Ioalus, Ratner no tarda en poner en solfa la dimensión supraterrena de sus atributos: en realidad, la leyenda andante capitanea un grupúsculo de mercenarios que lo ayuda a vencer cada batalla. En unos minutos hemos asistido al surgimiento del héroe de la Antigüedad y a su caída y desacralización en la posmodernidad.

Hércules no tarda en delatar su condición de revisión sardónica del personaje que, plano a plano, cuestiona sus verdaderas filiaciones y motivaciones. Al cabo de un rato, ya sabemos que el personaje no es sino un huérfano criado en las calles atenienses que se ha servido de su fuerza, de su audacia y de un puñado de fábulas creadas para infundir respeto y temor entre sus coetáneos. Su alianza con el a la postre malvado Cotys (John Hurt) deja constancia del cinismo que subyace a la ética del protagonista; así lo constata el villano: «Cómo nos vemos a nosotros mismos tiene poca importancia. Pero cómo nos ven los demás… Tu nombre es un grito de guerra». La ficción como mezquina herramienta de dominación.

Sin embargo, el filme juega a despistarnos: quizás Hércules no es el héroe que todos creíamos, pero es un héroe. No debemos fiarnos de la engañosa, falsa ruptura con el concepto de viaje heroico sobre el que escribía Joseph Campbell en su fundamental El héroe de las mil caras: en los compases iniciales descubrimos que ni el génesis del personaje era el que pensábamos ni sus célebres Doce Trabajos están imbuidos del carácter redentor que tan gustosamente vende Iolaus. No obstante, el recorrido de este Hércules atormentado, despojado de su aura mítica, es el mismo que el del héroe campbelliano canónico: un viaje circular que empieza con una tragedia —el asesinato de su familia— que lo obligará a poner en prueba sus virtudes heroicas, tal como dicta el destino. Un sendero, eso sí, que antaño culminaría con la restitución de lo perdido, pero que en este caso apenas permitirá sellar el trauma para continuar el camino. Y es que el mundo de Hércules es ciertamente un presente histórico disfrazado de pretérito arcaico, más próximo a la lógica del mundo contemporáneo que al «tiempo mítico» que enmarcaba la mitología antigua.

En un desenlace con ecos de Grupo salvaje (Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), Hércules, incapaz de abandonar a su suerte a Ergenia (Rebecca Ferguson) y a su hijo, se rebelará contra su antiguo aliado Cotys y será apresado por ello. La película, que hasta entonces se había encargado de demoler hasta sus cimientos la efigie del héroe clásico y de barrer posteriormente las cenizas, apuesta por la fundación de un nuevo heroísmo basado, precisamente, en reformular nuestro yo desde las coordenadas de la ficción heroica, tomando al fin las riendas de la narración de la identidad propia. Y en este punto, Hércules rebate a Cotys: «Lo importante es cómo nos vemos a nosotros mismos».  En una escena catártica y hermosa, el héroe rompe mágicamente sus cadenas, el hombre se encarna en la leyenda y deja definitivamente atrás el cinismo y desengaño marca de los tiempos. Así, pulverizada la posmodernidad, Hércules nos ofrece una de las más bellas reflexiones sobre el papel esencial que cumplen las ficciones heroicas hoy: porque son ellas las que nos recuerdan nuestra capacidad agencial para modelar la realidad circundante, transformarla y, quizás, mejorarla, aun cuando nos sintamos impotentes frente a la ubicuidad de las fuerzas políticas y económicas que constriñen nuestros derechos y libertades.

[1] ROSE, Charlie, «La noche de los Gotham: Entrevista con Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu», en Letras Libres, n.º 100, 2007, pp. 20-27

[2] GIEGERICH, Wolgfang, The Soul’s Logical Life: Towards a Rigorous Notion of Psychology, Peter Lang Pub Inc., Nueva York, 2001