Los exiliados románticos

El famoso «¿Y si…?»

Somos una generación de hombres criados por mujeres. Me pregunto si realmente otra mujer será la respuesta que necesitamos. 

El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999)  

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Plano fijo en claroscuro y luego inmersos en nuestros delirios [1], imaginémonos a nosotros mismos con la mano apoyada en la cara, la cabeza un tanto torcida, la mirada al cielo y una melancólica sonrisa en los labios, pensando algo así como… “¡Aaaaahhhh! [a modo de suspiro]. Él/ella. ¿Qué hubiese pasado?”.  

No, me equivoco. La frase es un poco distinta.  

La frase es, “¿y si…?”. Esta, esta es la frase que muchas veces nos recuerda esa amarga vocecita de nuestro interior. Y recurrentemente, además. Al escucharla, algunos se refugian en mil excusas: “No, hice bien. Total, no éramos tan parecidos. O tan diferentes, O tan jóvenes. O mayores”. Otros, seguramente algo más felices, se refugian en vivir al día. Si se reencuentran con él/ella puede que se despierte de nuevo la chispa, o puede que no. Ya verán, pero sin agobiarse. Sin sufrir sin necesidad. Otros, seguramente los más felices, se enfrentan a la vocecita y, por tanto, a sus deseos. El “¿y si…?” se convierte en sí. O en no. Pero permite, de una vez por todas, seguir adelante.  

Al “¿Y si?” de los jóvenes del s. XXI intenta dar una respuesta Jonás Trueba, mirando al pasado. A los jóvenes románticos del s. XIX, aquí actualizados. Unos jóvenes que… no han cambiado tanto.  

La bravucona fachada del inseguro. El despreocupado vive-el-momento. El valiente introvertido.   

Tres chicos, tres estereotipos. Tres capítulos separados con las certeras canciones de Miren Iza [2]. Y una verdad: somos una generación perdida. No sabemos cómo reaccionar ante los problemas del primer mundo.  

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Sí, es verdad que Los exiliados románticos es un filme generacional dedicado a los que estamos ahora mismo en el ecuador de la treintena. Lo tenemos todo: dinero, cultura, tiempo. El amor de nuestros amigos, de nuestra familia. Pero ¡Ah! ¿Cómo enfrentarse a compartir nuestra vida con otro, cuando la protección de nuestras madres, como indicaba Durden, nos ha convertido en profundos egoístas?  

Enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestros sentimientos implica demostrar que somos vulnerables.

Fuera de este contexto naïf muy posiblemente la película de Trueba sea completamente incomprendida. ¿Y qué? Si algo consigue el director es llegar al corazón, aunque sea al de una parte del público. Así que en verdad podríamos hablar de las influencias de los directores franceses de inicios de los sesenta por lo cuidado de algunos planos que encapsulan la inocencia del momento. Sencillos y efectivos: en los momentos clave de los tres personajes hablando con sus parejas, el director se limita a poner la cámara frente a ellos. Porque no se necesita más. Incluso también podríamos hablar de que ese superficial “halo pop” estético nos lleva a pensar en una versión más contenida de Los amores imaginarios de Xavier Dolan (Les amours imaginaries, 2010), que, al igual que esta, esconde varios de los problemas que creemos «sufrir» en nuestra generación a través de la minimalista puesta en escena de su filme, poniendo en boca de sus protagonistas frases tan potentes como “pues he comprado el diario vasco. Era esto o El País”. Y, cómo no, podríamos mencionar otras películas que supieron transmitir esas dudas de forma menos inocente, pero igual de impactante, y en concreto me estoy refiriendo a la 9 songs de Michael Winterbottom (íd., 2004). ¿Incomparables? En absoluto. Simplemente, van dirigidas a generaciones distintas. Y la actual, la de hipsters y poppies, corre, en su mayoría, hacia adelante. Resolviendo, o no, sus temas. De ahí el sonido extradiegético de ese reloj que va contando los segundos que pasan durante los títulos de crédito iniciales.    

Pero, tras referencias más o menos compartidas por los lectores… la verdad es que Los exiliados románticos merece ser analizada desde su peculiar mirada, porque la hace, ante todo, singular.

Capítulo 1, Francesco: el miedo al compromiso  

Alto, guapo… el moderno galán que a muchos les gustaría ser. Pero también al que esa admiración le afecta en mayor medida. Y, no obstante, un corto diálogo entre sus amigos demuestra que está equivocado comportándose así:

– Me jodería que Francesco hiciese lo de siempre. 
– Él es así, qué quieres.

Los amigos, la fuente de la verdad. Esta es la primera enseñanza del capítulo de Francesco, que puede pasar de largo si no escuchamos las sinceras palabras de los que ya no intentan convencer a nadie, de los que aceptan la forma de ser del otro. De los que le aceptan tal y como es, aunque él mismo no sea capaz de hacerlo.

La segunda enseñanza: que no somos únicos. Que todos tenemos problemas…

– La última noche me dijiste que me amabas y me asusté. Lo que puedo ofrecer es deprimente.

– El amor nace de las diferencias. Te escondes detrás de esa lectura, si tienes miedo de mí es ridículo. Estoy harta de relaciones que buscan a su madre, a la enfermera. Y de mí, ¿quién se ocupa? No podemos ser siempre enfermos y enfermeras.

 

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Este diálogo es lapidario. Demoledor. Y se presenta honesto. Plano medio, fijo. Dos personas, dos realidades, y miedo a que se crucen definitivamente sus caminos. Trueba expone una verdad de forma tan cruel como inocente presenta al que la vive. 

El miedo al compromiso deriva en el miedo a tomar una decisión fallida. Pero si no tomamos decisiones…  

Calculamos mal la distancia entre nosotros / eran cientos de km. de frío / supongo que por eso sólo me has rozado.

 

Capítulo 2, Luis: el miedo a perder su oportunidad  

Él mismo lo dice: “acabar la tesis implicaría empezar a tomar decisiones”.

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Quizá es el único momento de este protagonista en el que confiesa el porqué de su visión del futuro, y concepción del presente. En el resto, Trueba aprovecha el capítulo central para exponer sus personales dudas y ponerlas en boca de sus personajes (personajes que, continuando con el “desnudo emocional” del director, conservan el verdadero nombre de los intérpretes: ficción y realidad, de la mano. El cine como denuncia de un estado mental globalizado en miles de
no-tan-jóvenes). Ese volcado personal tiene su cumbre en una escena específica, una cena, que el director presenta, de nuevo, en su mayor
ía con la cámara fija en una de las esquinas de la mesa. Una escena dice mucho de Los exiliados románticos y de por qué será venerada o abucheada… porque es tan odiosa como imprescindible. 

Odiosa, porque la necesidad de compartir dudas de la forma más inocente se antoja pedante, incluso nos da pie a auto-convencernos de que es irónica, inclusive, si no conociésemos los anteriores trabajos del director. Pero no. Las kilométricas (y encajadas) citas de Natalia Ginzburg, la aparentemente estúpida forma en la que una de las chicas confiesa que quiere ser madre, el decir en voz alta que es chocante que estén buscando nombres para un niño cuando ninguno de ellos tiene, el sorprenderse porque los “viejos” no quieren hablar con otros “viejos” porque son “viejos”, y prefieren hablar con el personal de la residencia…  Filosofía desubicada, porque hasta el momento estos planteamientos son mucho más intrínsecos para el espectador. Quizá lo que nos ha pasado es que todas las sensaciones que estaba despertando la película nos las estábamos guardando en nuestro interior y, escuchar según qué reflexiones de forma directa, aunque compartidas, pone de manifiesto lo superficiales que pueden llegar a ser. La escena, en definitiva, nos avergüenza a nosotros mismos.

Antes de que entre el sol y nos convierta en vapor / y se nos seque la boca de repente al contacto con nuestra suerte / quiero declarar la guerra a la realidad y vivir en tus sueños siempre.   

Capítulo 3, Vito: el miedo a quedarse solo  

La última parte de Los exiliados románticos es también el perfecto epílogo. Sin ánimo de ser moralista (y mucho menos con un final que parece tirarlo por tierra), la historia de Vito es la que quisiéramos vivir todos: enfrentarnos a nuestro amor. Saber si es o no correspondido. Y, si no lo es, al menos, haber conseguido “sentirse vivo”. Y salir airoso, habiendo obtenido el resultado que sea. Porque, en realidad, da igual.

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Dos personas, dos idiomas, dos recuerdos, y una única respuesta. Otra vez: Un parque, mucha luz, un único plano, y confiar la fuerza del momento en las palabras, y las emociones que suscitan. 

Y así Trueba llega a su conclusión o, como mínimo, a su forma de sobrellevar una sensibilidad mucho más explotada en la literatura que en nuestra cotidiana realidad, e incluso en este preciado arte que es el cine, buscando, como decíamos antes, un inusual cruce entre las dos formas de enfrentarse a la vida. Un viaje, tres chicos, y tres chicas, si añadimos a la cantante que les ha acompañado durante todo el camino. Correr hacia adelante, despreocupados. Carretera, un baño en un lago. Y el tiempo dirá.

La carretera se retuerce y yo me dejo llevar / el viento golpea mi cabeza y me ayuda a olvidar que cometí un grave error / me he matado más de mil veces y aún no consigo morir / será por el vaso de ambrosía que bebí antes de dormir.

Atreverse a exiliar el “¿y si…?”

Y aunque el cierre de Trueba no me convence, el camino que nos ha hecho recorrer justifica plenamente su visionado. Abracemos las palabras de E. H. Carr que introducen el filme. Las de Natalia Ginzburg. Dejémonos llevar por la desatendida sabiduría de los semejantes. Démonos cuenta de que también somos unos exiliados, y aceptemos la invitación de Jonás Trueba a olvidar el “¿y si…?”. Pero, si no lo hacemos… al menos que sea desde el romántico exilio, exaltado aquí en imágenes.

1. Extracto modificado de la canción ‘Música de Ascensores, de Love of Lesbian, álbum Maniobras de escapismo, 2005

2. Este texto incluye algunos de los fragmentos de las canciones que aparecen en el filme de Jonás Trueba