El estreno en España de La ceniza es el blanco más puro (Jiang hu er nü, 2018), la nueva película de Jia Zhangke, coincide prácticamente con el trigésimo aniversario de las protestas de la plaza de Tiananmén, hechos que a menudo se señalan como detonantes en China de un cine marginal, hecho casi sin presupuesto y de espaldas al estado, cercano al mundo documental del cinéma vérité: lo que llegaría a conocerse como la Sexta Generación.
Mucho ha llovido desde entonces. Los cineastas de la Sexta Generación, entre los cuales se cuenta Jia Zhang-ke, trabajan ahora con la aprobación del estado y presupuestos mucho más amplios, pero las asperezas de la vida urbana y las transformaciones del país —sociales, económicas, estéticas— siguen situándose en el centro del relato. No se trata de un cine necesariamente político, y reducir el comentario a ello supone obviar la riqueza de un lenguaje cinematográfico repleto de tensiones; pero sí resulta interesante plantearse hasta qué punto esta estética de escombros, marca de un paisaje en plena mutación, lleva ya implícito el comentario político.
Jia Zhangke es citado a menudo por la crítica como el gran cronista del rostro cambiante de la China contemporánea. Sus estructuras narrativas nos tienen acostumbrados al salto temporal, desembocando en tramas dilatadas que permiten monitorizar la transformación de los espacios y de la gente que los habita. El ejemplo más claro lo encontramos quizás en Más allá de las montañas (Shan he gu re, 2015), dividida en tres bloques que abarcan más de un cuarto de siglo, y que termina proyectándose a los tiempos futuros de 2025 con un mensaje muy claro: alertar sobre el peligro que supone un mundo globalizado donde las identidades (individuales, culturales) se diluyen en el océano de lo igual.
En La ceniza es el blanco más puro, Jia Zhangke retoma gran parte de los elementos de su universo para acabar hilando su película más autoreferencial. Lo que podría haber resultado un simple ejercicio de onanismo termina siendo un recorrido virtuoso, fascinante, por los engranajes de un cine concebido desde una gran coherencia. Aunque lejos del cine de variaciones de directores como Tsai Ming-liang, la obra de Jia Zhangke se alza sobre unos pilares claros e identificables, volviendo siempre a los mismos temas, a los mismos lugares, a las mismas encrucijadas. Su nueva película nos lleva de vuelta a la provincia de Shanxi, omnipresente en la filmografía del cineasta, y revisitamos enclaves como la Presa de las Tres Gargantas, que vimos en pleno proceso de construcción en Naturaleza muerta (San xia hao ren, 2006). A partir de estos juegos intratextuales, observamos la transformación del espacio no solamente dentro de la cronología de la película sino de su filmografía entera; algo parecido a lo que proponía Tsai Ming-liang en el cortometraje The Skywalk is Gone (Tian qiao bu jian le, 2002) o en el largo Goodbye, Dragon Inn (Bu san, 2003), ambos exploraciones de un espacio previamente filmado y ahora ausente o en vías de desaparición.
Precisamente, el cineasta taiwanés comentaba en una entrevista: “Esto es algo que pasa en Asia, las cosas simplemente desaparecen. Los adultos ya no encuentran las trazas de su infancia . . . Viviendo en Taipei, por ejemplo, nos enfrentamos constantemente a enormes cambios visuales.” Lou Ye, Wang Xiaoshuai o Hou Hsiao-Hsien son otros nombres que podríamos agrupar bajo esta preocupación y que sugieren, quizás, una de las claves de la vitalidad del cine asiático: la reivindicación del espacio como material discursivo frente al predominio del tiempo en la tradición occidental.
Si en Naturaleza muerta el espacio alcanzaba un grado de inestabilidad absoluta y se hallaba irremediablemente atado a la cuestión económica (la demolición de edificios como principal fuente de trabajo, la estampa del desfiladero en los billetes), en La ceniza es el blanco más puro encuentra un punto de articulación más discreto, aunque su rápida transformación sigue condicionando las formas que lo habitan. En la línea de su cine anterior, Jia Zhangke sigue experimentando con la disrupción del espacio-tiempo a partir de una serie de transgresiones que anteriormente ya nos regalaron algunos de los momentos más brillantes de su filmografía (los OVNIS, un puente iluminado de noche, un tigre, un avión que se estrella), aunque quizás aquí con algo menos de inspiración. Sin embargo, se muestra tan hábil como siempre en la puesta en escena, con un tratamiento del espacio que a menudo se acerca al del teatro por la distribución de los gestos y los desplazamientos, hilvanando una serie de coreografías complejas, perfectas, que casi parecen fáciles junto a una magnífica Zhao Tao, y que le encumbran una vez más como uno de los cineastas más importantes del momento.