Largo viaje hacia la noche, de Bi Gan

El sueño eterno

Como en un sueño febril repleto de incoherencias, repeticiones, fugas y símbolos reinterpretables, durante el último tramo de Largo viaje hacia la noche (Di giu zui hou de ye wan, 2018) —el ya célebre plano secuencia en 3D, de casi sesenta minutos, que cierra la cinta— se asiste a la lenta evaporación de una trama noir que se había entrelazado mediante recuerdos y olvidos (in)voluntarios de la memoria. Un relato escurridizo, casi líquido, que queda suspendido y finalmente se desvanece como agua condensada bajo la luz de las estrellas mientras su protagonista, Luo Hongwu (Huang Jue), acaba atrapado en un descenso nocturno, tanto físico como existencial, por el laberinto de luces de neón de Dangmai; obsesionado por reencontrase con Wan Qiwen (Tang Wei), su amor del pasado con quien sigue soñando, y que va adquiriendo tintes de leyenda a medida que su búsqueda avanza —una suerte de hibridación entre Sherezade y una estrella del cine clásico en decadencia, condenada a cantar su único hit en karaokes ambulantes—. En el primer plano del film es ella, con el reloj de pulsera en la muñeca derecha, quien coge el micrófono cuando suenan los acordes de su tema; la pieza que acompaña a su recuerdo a lo largo de la película.

El cineasta chino Bi Gan, en su segundo largometraje, tras la sobresaliente Kaili Blues (Lu bian ye can, 2015) repite hasta tal punto las mismas constantes temáticas y formales que esta última podría interpretarse como una reformulación de su ópera prima. Además, las resonancias que se producen entre ambas películas se ramifican para  reflejarse, como en un juego especular, entre las dos partes en que se divide cada una de ellas. En lo narrativo rehúyen de una resolución canónica para diluirse en la efervescencia de la ensoñación; convirtiendo así la vigilia en un estado transitorio e inútil que requiere ser reinterpretado y reorganizado por el subconsciente como única vía para hallar un final satisfactorio. Para rehacer el pasado será necesario que las historias se ‘reinicien’ en el universo ficticio de Dangmai, mediante el recurso formal del plano secuencia, reconvertido en credo poético, y con parte de los elementos originarios de Kaili. Así, se repiten las mismas frases pero en otro contexto, reaparecen objetos, y ciertos personajes (Kaizhen/la mujer del pelo rojo) que recuerdan a otros (Wan Qiwen/la madre de Wildcat) están interpretados por las mismas actrices (Tang Wei/Sylvia Chang). Incluso hay guiños entre films, ya que se recupera a Luo Feiyang, el niño de Kaili Blues que da vida al desaparecido Weiwei, como fantasma del joven Wildcat en Largo viaje hacia la noche.

Bajo el envoltorio de la magnificencia en la puesta en escena y los fastos del 3D, subyace de nuevo, en el cine del joven director, el amargo periplo de un hombre solitario tratando de reconciliarse con su pasado; principalmente con la figura materna, ausente desde la infancia. El verdadero talento de Bi Gan brilla cuando no se recrea en la ostentación sino en el recogimiento, y destaca por el modo en que logra camuflar ese dolor primigenio dentro de una imbricada intriga con todos los elementos del cine negro — desde la voz en off en primera persona, al gánster y la femme fatale, sin dejar de lado amuletos y fetiches como el cuaderno verde o el reloj—. También sobresale la presentación de secundarios, definidos por su misma presencia física, casi antes incluso de haber tenido una línea de diálogo. Si la escena que introduce a la madre de Wildcat (Sylvia Chang) ya es notable, la primera aparición del malvado Zuo Hongyuan (interpretado por el actor de Kaili Blues, Chen Yongzhong) es antológica: un único plano de más de dos minutos en el cual se dedica a cantar, con parsimoniosa autosuficiencia, un tema de Karen Mok y Wu Bai (Jian Qiang de li you) mientras en segundo término la escena va revelando un giro inesperado de la trama que no sería el más propicio para deleitarse con una balada. La ironía que destila el contraste entre el fondo y la forma, y el poder de síntesis para definir al personaje por sus gestos o por cómo se desplaza, micrófono en mano, por el escenario no son menos extraordinarios que la precisión poética de algunos cortes de montaje —como, entre otros, el que transporta a su protagonista al acuoso pretérito tras oír la pregunta “¿Eres tú Luo Hongwu?”, o el que da significado y une la escena de Zuo en el cine con un plano en el que, a través de un enorme agujero en una puerta, se distingue un escenario musical que recuerda al del inicio del film—.

Igual que Luo Hongwu trata de reparar los vínculos paternofiliales rotos en el pasado, Bi Gan recurre al cine para crearlos y autoproclamarse descendiente de la modernidad cinematográfica, por medio de una exquisita selección de genes que van de Wong Kar-Wai a Lynch, y que tienen a Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) como auténtica piedra Rosetta. La obra de Hitchcock es una referencia constante y es literalmente invocada a 360 grados en uno de los momentos cumbre. No parece muy probable que el cineasta chino suscribiese la afirmación de su protagonista: “las películas son siempre ficticias, mientras que los recuerdos mezclan verdades y mentiras”.