John LeTour lleva dos años limpio y trabaja para Ann como camello en un negocio exclusivo, es decir los clientes son gente con mucha pasta que no van a ir a una esquina a comprar. Hace sus entregas por la ciudad en coche de empresa, chófer incluido (tampoco tiene que ver con un Uber o similar; es otro rollo), ya sea en discotecas, fiestas particulares, en los propios domicilios de los compradores o incluso a veces en la sala de espera de un hospital o en la calle. Pero esto no es Baltimore. Se trata de Manhattan. LeTour en todo caso se dedica a esto porque la vida le llevó hasta allí y probablemente no ha podido salir de ese círculo, aunque sí ha sobrevivido a él. No lo hace por el dinero fácil, de hecho no parece que este le importe demasiado ni siquiera se lo gasta para vivir por encima de sus posibilidades (como demuestra su desangelado piso). Su jefa está planificando su salida del mundillo para dedicarse a algo legal y LeTour, que lleva tiempo escribiendo sus memorias (lo cual nos cuenta en off es síntoma de querer pasar página), aviva su conflicto interno: piensa en dejarlo pero siente que lo va a abandonar a su suerte, y se verá forzado a salir de esa zona de confort que ha construido y se ha ganado. Un fortuito reencuentro con su ex, que también fuera una enganchada como él, incrementa el deseo de encontrar un buen motivo que le de el empujón definitivo para empezar otra vez… Esta trágica historia puramente negra, repleta de vericuetos dramáticos, trasciende el potencial de un texto complejo, excelentemente construido, y el magnetismo de su narrativa visual (la secuencia de LeTour y Marianne, su ex, en la cafetería del hospital, es una masterclass de cómo expresar todo con palabras e imágenes de manera indisociable), porque como las grandes películas emociona de una manera intensa, perecedera, y lo hace dibujando un dramatis personae tan cinematográfico como auténtico que derrocha una inusitada autenticidad (sin duda el reparto brilla a un gran nivel y de hecho es una pena que Willem Dafoe apenas haya podido interpretar más personajes protagonista de este jaez) y profundizando en voz baja en sus idas y venidas (un ejemplo memorable de ello es el fragmento en el que LeTour se encuentra una vez más, aunque esta vez será la última, con una Marianne colocada hasta las trancas, en el ático de uno de sus clientes asiduos: el tiempo suspendido y el dolor por la pérdida, que se vuelve doble, apenas expresado pero de tal magnitud que solo su evocación remueve en lo más profundo). Toda esa emoción sostenida que emana sobre todo de la oscuridad, se dispara hacia la luz en un precioso epílogo, que podría verse como una falsa alucinación, pero que en verdad es la constatación de que hay que abrazar una posibilidad para seguir adelante: la ilusión de John por ver de nuevo a Anna cuando salga (y por fin acostarse juntos), confesión que ella responde con ternura y uniendo sus manos, en una declaración de amor tan bonita como improbable.
El sello de Satán (Witch Hunt, 1994), de Paul Schrader
El placer de los extraños (The Comfort of Strangers, 1990), de Paul Schrader