Belfast, de Kenneth Branagh

Se puede sacar a un chico de Belfast, pero no Belfast del chico. Cincuenta años después de que sus padres decidieran llevarse la familia a Inglaterra para escapar del recrudecimiento del conflicto norirlandés, Kenneth Branagh (Belfast, 1960) vuelve a la trinchera en la que se convirtió su calle —dos hileras de humildes adosados de familias siempre al límite de poder pagar el alquiler— en los disturbios de 1969. Mientras Joel Coen se dedica a Shakespeare, Branagh echa la vista atrás y recupera sus recuerdos infantiles en un drama autobiográfico más alejado de la Roma de Cuarón que de La mano de Dios de Sorrentino, a pesar de que haya a quien confunda el blanco y negro.

No es la primera vez que regresa a casa. En realidad, Branagh ya había escrito Belfast en los primeros capítulos de su precoz autobiografía Beginning, que publicó con 29 años, cuando el mundo lo creía una especie de Lawrence Olivier reencarnado y parecía que él mismo se lo creía también. En aquel libro —nunca editado aunque sí refrito de forma poco sutil en España— ya está escrito casi escena por escena el guion de la película. Para llevarlo al cine Branagh se reencarna en Buddy (Jude Hill), un niño de familia protestante que asiste estupefacto al estallido de la violencia en su barrio mientras su padre (Jamie Dornan) trabaja en la construcción en Inglaterra y vuelve esporádicamente y su madre (deslumbrante Caitriona Balfe) trata de sacarles adelante sola esquivando pedradas y cartas de Hacienda. Mientras los vecinos levantan barricadas con las losas del pavimento y patrullan su calle, Buddy sueña con ser el mejor futbolista del mundo, el primero en matemáticas y sentarse en clase al lado de la niña de las coletas de la primera fila. Porque la infancia es así, aunque se desarrolle en pleno conflicto, en peligro o en circunstancias extremas. Belfast no es una película sobre la violencia sectaria en Irlanda, sino sobre los recuerdos de un niño. Interpretada como lo primero resultará fallida o dulcificada; entendida como lo segundo, no.

Belfast

Kenneth Branagh no vuelve a Belfast para reencontrarse con ella sino con su propia memoria. La ciudad actual no le interesa y así la presenta en una serie de anodinas postales en color, vacías de gente, propias del vídeo de una concejalía de turismo. Es entonces cuando la cámara salta sobre uno de los icónicos grafitis de la ciudad y aterriza el 15 de agosto de 1969 en una calle en blanco y negro, donde las madres llaman a sus hijos a gritos desde las puertas a la hora de la merienda, los vecinos se saludan afablemente y los críos juegan despreocupados con espadas de madera, en una puesta en escena deliberadamente teatral, coreografiada hasta el punto de que no hubiera resultado extraño que los personajes comenzaran a cantar. Es entonces cuando, en un momento brillante (la puesta en escena, el montaje, la fotografía de Haris Zambarloukos y el ritmo de la cámara), una multitud armada con antorchas y cadenas enfila la calle rompiendo ventanas e incendiando las casas de los vecinos católicos mientras el niño, paralizado, aterrorizado, es arrancado en volandas por su madre que lo saca de allí usando como escudo la misma tapa de cubo de basura que hace dos minutos sirvió para luchar contra dragones imaginarios.

Y después, la vida sigue para el niño Branagh, más desvelado por las amenazas del pastor de su iglesia que vocifera sermones de infierno y azufre que por las barricadas o las bandas locales que asaltan a los chavales con la temida pregunta (“¿Católico o protestante?”) para la que ninguna respuesta es buena si se quiere evitar una paliza. Branagh presenta un mundo en el que las reuniones con familia y amigos en la calle —aun tomada por las tropas— eran una constante. Donde se hablaba con y de los vecinos, se contaban historias, se iba al cine y al teatro, se inventaban cosas y se improvisaban chistes y canciones. Allí, entre problemas económicos y fritos capaces de colapsar arterias en minutos, en una casa sin libros, se forjaba el alma del narrador que había de ser después.

Branagh no escribe en Belfast una carta de amor a su ciudad, sino a su familia. El padre, rodado siempre desde abajo, como un gigante o una montaña. Valiente y justo, enorme como Eastwood en el cartel de Sin Perdón. La madre, cimiento para quien huir de Belfast es como irse a la luna. Apasionados, guapos a rabiar, puntales más grandes que la vida. Los abuelos (perfectos Ciarán Hinds y Judi Dench), que le guían con todo el humor, el amor, el encanto y la bondad imaginables.

Belfast está muy lejos de Roma. Mucho más convencional narrativamente, no utiliza la óptica del niño para profundizar en el contexto sino que se limita a recuperar la memoria. Y el resultado es sólido, bello e imperfecto. Se le pueden reprochar, si se quiere, los cambios de tono no siempre fluidos, la muy manida imagen del niño fascinado ante la pantalla de un cine con un halo del proyector saliendo en forma de rayos de su cabeza, algún chiste extemporáneo, algo de brocha gorda en personajes secundarios y para quien firma (disculpen) demasiado Van Morrison. Poco más. No, desde luego, que haya vuelto la vista atrás para buscar al niño que leía tebeos de Thor en la acera 40 años antes de llevarlo al cine para Marvel y se haya preguntado cómo llegó hasta aquí, quién es, quién era. ¿No lo estamos acaso haciendo todos?