Los créditos comienzan mostrándose sobre el agua, en un plano aéreo que desde mar abierto se va acercando hasta la costa napolitana, y tras recorrerla mientras amanece un día más, regresa al mar, que alguien dijo es el morir. Y en esta película (vitalista y alegre, vaya por delante), se habla de la muerte, sí, pero como un origen. Fue la mano de Dios es una película gigante, un coming of age impregnado de nostalgia, un relato parcialmente autobiográfico ejemplar en el que Paolo Sorrentino nos muestra cómo una gran pérdida personal supuso un punto de inflexión, la génesis de su trayectoria artística. Aquí, Toni Servillo cede el testigo protagonista al joven Filippo Scotti (gracias a Dios, aunque no sepa a cual, Timothée Chalamet no es italiano).
Lo que sigue tras ese preludio a vista de pájaro resulta desconcertante porque no sabemos dónde nos llevará ni qué pintan ahí esos personajes (a poco que sepamos que el protagonista es un chaval que vive con sus padres y su hermano), con un extraño halo místico que lo envuelve todo: un misterioso viajero que dice ser San Genaro, la belleza personificada en Patrizia (Luisa Ranieri), con un vestido blanco que indica que no hay ropa interior por debajo y que probablemente hace mucho frío, y ya en la mansión, ese pequeño monje salido directamente de una leyenda popular. Cuando Patrizia regrese a su casa y desemboquemos en la realidad, descubriendo que lo visto antes pertenece a los vericuetos de una mente dañada, conoceremos al núcleo familiar protagonista de la historia, y en ese apartamento será el primer lugar donde Sorrentino mostrará su completo dominio del espacio mediante el empleo de los grandes angulares que no dejan ningún hueco para la imaginación, como tampoco lo hará Patrizia, que fijará la atención de su cuñado y su sobrino ante la mirada cabreada de su hermana, un personaje que aunque en ese momento no lo parezca, más adelante resultará enternecedor.
Pero la familia es mucho más grande, conoceremos al resto en un almuerzo en una casa de campo, que se prolongará con un paseo en el yate del pariente corrupto; una familia en perfecta sintonía, permanentemente haciendo chistes, algunos bastante cabrones, teniendo en cuenta que unos y otros parientes suelen ser el objetivo, pero son felices, un sentimiento que se palpa y se contagia fácilmente al espectador. Y se percibe el cariño de Sorrentino por sus personajes y la magia que envuelve toda la secuencia. Pero del mismo modo los momentos tristes son igual de dolorosos (el sufrimiento de Fabietto escuchando llorar a su madre es capaz de traspasar la pantalla), y aun así el realizador consigue pasar del llanto a la risa y viceversa en milisegundos (la escena del aparcamiento del hospital, y su antes y su después son solo un ejemplo). La película está vertebrada por un sentido del humor muy particular basado en ciertos diálogos, pero también utiliza otros recursos: running gags como el de la hermana siempre en el baño, la vecina baronesa llamando con la escoba, los silbidos de los dos tortolitos, o incluso el gag físico (la brutal paliza que le dan a la señora Gentile, en ese magnífico plano en el que llegado determinado punto, cuando la desagradable, todo hay que decirlo, anciana tumbada en el suelo recibe patadas, golpes con una bicicleta y con un ventilador, la cámara se aparta de tanta violencia para centrarse en el televisor en el preciso instante en que Maradona cogió el balón para marcar el gol del siglo, con cuya consecución se funde a negro).
Y los diálogos de la película no son solo brillantes cuando son divertidos, también están los monólogos de Antonio Capuano (Ciro Capano) —director determinante en los inicios de la carrera de Sorrentino, para quien además escribió Polvere di Napoli (1998)—, en esa noche que comienza a la salida de un teatro y que marcará el destino del protagonista, o los que Fabietto mantiene con su amigo, el contrabandista Armando, desde la nocturnidad recién inaugurada con un paseo en moto a la salida del mismo teatro, previo paso por un Capri nocturno y desierto, en un absoluto fail de lo que se presumía una noche de fiesta sin fin. Diseminados por el metraje hay referencias, algunas directas, otras menos explícitas, a Dino Buzzati, Federico Fellini, Franco Zefirelli, Roberto Rossellini, Sergio Leone, el citado Capuano, y sí, a ese futbolista que le dió a Sorrentino lo que el destino le quitó a sus padres. Fue la mano de Dios la que le salvó de lo que otros no pudieron evitar.
Top 2021- 6. Petite maman, de Céline Sciamma