La pandemia por COVID-19 ha consolidado las plataformas de streaming como alternativa a las salas para ver cine. Si se da por bueno que la competencia hace mercado, no es menos cierto que un aumento considerable de la producción, en cualquier ámbito, suele tener consecuencias negativas sobre la calidad del producto en cuestión; en este caso, un catálogo torrencial de películas y series que suma nuevos títulos cada mes. Ya sea Disney +, Amazon Prime, Netflix, Movistar, Apple TV o HBO Max, en este escenario se detecta una homogeneidad narrativa y estética que parece obedecer a una comprensión desvirtuada del principio básico del placer audiovisual: el acto de ver, la mirada. Pueden ser varias las causas, como la necesidad autoimpuesta de ofrecer de manera regular contenido novedoso para aumentar el número de abonados, o las estrictas normas técnicas de rodaje y postproducción que limitan los equipos con los que trabajan los cineastas. Resulta feo señalar la mediocridad plausible de muchos proyectos, pero ahí está también.
Las plataformas, es un hecho, exhiben mucho y a menudo malo. Por mal escrito, mal fotografiado, mal rodado, mal montado, mal interpretado o todo a la vez, el caso es que en muchas obras se evidencia una erosión progresiva de aspectos narrativos, técnicos y artísticos que hasta hace no demasiado tiempo se consideraban los mínimos exigibles a cualquier producción comercial. Incluso directores de primera línea como Martin Scorsese, Zack Snyder, Michael Bay, los hermanos Coen, Jean-Marc Vallée o Adam McKay han traicionado su personalidad a cambio de una falsa libertad creativa. Hay excepciones, por supuesto, pero la norma uniformadora es aplastante, hasta el punto de que se puede hablar de una imagen típica, singular para cada plataforma. Esto pasaba también en el viejo Hollywood de los estudios, en los años treinta y cuarenta, puesto que en cada casa trabajaban unos directores de fotografía concretos que acababan creando unas texturas similares en cada película. No obstante, el margen de maniobra era más amplio en tanto en cuanto así lo era la tipología de los medios; fundamentalmente, modelos de cámaras y clases de celuloide.
La digitalización del cine en todas sus fases de producción ofrece en teoría más posibilidades que las de los procedimientos analógicos, y sin embargo buena parte de lo que sale de Netflix, por ejemplo, sigue el mismo patrón en términos de temperatura de color, contraste, montaje, transiciones entre escenas y tipos de plano. Cabe también buscar un hilo común en los géneros y en la ideología de cada discurso, pero esta es otra historia. Frente a esta situación, el cine ‘tradicional’, es decir, el concebido para su exhibición en salas, parece obligado a elegir entre dos caminos. Uno es la imitación de la imagen característica de las plataformas, que, cada una con sus singularidades, confunden, quizá deliberadamente porque es más rápido y barato, rodar con grabar. Y otro es la búsqueda de una imagen expresiva que aporte valor y dé sentido al acto de ver; en otras palabras, una imagen fruto de rodar como sinónimo de construir.
En mi top 2021 he procurado elegir aquellas películas que mejor representan, desde una inusitada posición de resistencia dentro del sistema convencional de estudios, un desafío al nuevo canon de las plataformas. Que combaten, en definitiva, la involución del medio cinematográfico hacia una economía de pauperismo visual que trata el espectador como mero consumidor de imágenes ‘bonitas’. Porque si rodar es construir (para el autor), también lo es ver e interpretar (para el público). No se trata de negar lo digital ni de censurar posibles nuevos estatutos de la imagen, inherentes, por otra parte, a toda nueva tecnología de representación, sino de señalar y criticar la incuestionable depreciación de la narrativa fílmica y sus recursos elementales. En El último duelo, Ridley Scott ofrece docenas de ejemplos de lo que es y para lo que deberían servir las imágenes. Cada vez que Margueritte (Jodie Comer) relata su violación, en uno de los planos fijos más hermosos y simbólicos de la película, la llama de la vela que está situada frente a ella oscila en una dirección diferente. ¿Azar? No, construcción. La tragedia se invoca a través de la palabra y la imagen; juntas, dan luz a la representación de una idea en la que confluyen lo literal y lo icónico. Y, de repente, todo tiene sentido. Eso se le escapó a Magritte.