El crepúsculo de lo crepuscular
Max Rockatansky perdió a su familia cuando aún había carreteras y se conducía por la izquierda. Tiempo después, como toda la humanidad superviviente al Holocausto Nuclear, además de perder las vías asfaltadas y todo resto de normas de circulación perdió también el civismo y la civilización (entendida tanto de forma personal como colectiva). En Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno ya no tiene a su perro ni tampoco a su inseparable V8 Interceptor y, por si eso no fuese ya suficiente desdicha, ni siquiera tiene identidad, con lo que molaba su apellido y ahora ni su nombre ha resistido al paso del tiempo —en un momento dado le llaman «El hombre sin nombre», en una referencia a Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, Sergio Leone, 1964)—. Así que lo primero que nos viene a la cabeza es: ¿Qué podría perder un hombre que lo ha perdido todo? ¿La dignidad?, ¿El respeto?, ¿La propia vida? Cuando vemos su nuevo peinado podríamos pensar que también ha perdido la primera, y sin embargo comprobamos que sigue intacta cuando al poco de comenzar el film demuestra por partida doble que aún merece lo segundo: justo antes de entregar sus armas en Negociudad, tras un momento que remite a la famosa escena de En busca del Arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981) en que Indiana Jones se deshace de un rival a tiro limpio después de una exhibición acrobática de este con la espada (una de las diferencias más llamativas con las dos primeras entregas sería la inclusión de algún detalle cómico como este; la principal, quizá, sería un presupuesto mucho más holgado gracias a la coproducción con los EE.UU, Warner Bros. mediante); poco después, en su primer encuentro con Tía Ama (Tina Turner de malvada de opereta, en una decisión tan alocada como acertada), tras ser el primero que supera su peculiar entrevista de trabajo, conservando así también la última y más valiosa de sus posesiones inmateriales, a pesar de que pudiésemos pensar que está muerto por dentro.
Quizá alguien se pregunte por qué hablo de Negociudad y Tía Ama en lugar de Bartertown y Aunt Entity con lo que nos gustan por aquí los títulos originales y el cine en VO, aunque tal vez también alguien se acuerde de que en el pasado también odiamos el cine subtitulado en estas páginas. No sé cómo ni porqué, pero desde mi preadolescencia (y hasta que el VHS dejó de dominar el medio cinematográfico en el ámbito doméstico) grababa películas de la tele, y no pocas veces, resistiéndome a que aquello fuese considerado un coleccionismo absurdo y las autoridades del hogar cuestionasen sacrificar su considerable espacio en las estanterías, hasta volvía a verlas. Pero lo de Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno, aunque no le encuentre mucha explicación, es de las que recuerdo haber visto decenas de veces (doblada), y de verdad de la buena que no exagero. La primera vez la vi (y por si acaso me gustaba la grabé) porque tenía entendido que estaba relacionada con una canción de Siniestro Total de la que sin embargo no capté ni una referencia e incluso al principio llegué a pensar (los ochenta eran una época tan oscura como un gato negro bañándose de noche en un pozo de petróleo, e internet y google no existían) que no hablaban del mismo personaje (descubriría poco después que la canción hablaba sobre todo de la segunda parte, con mínimas referencias a la primera). En cualquier caso aluciné con su visionado, con el primero y con los sucesivos. La música de Maurice Jarre me flipaba (y aún a día de hoy, revisada la trilogía, creo que como banda sonora, y aunque me llamen sacrílego, es infinitamente superior a las que compuso Brian May para sus dos predecesoras). Bartertown Theme (ahora sé que se llama así, aunque podría haberlo sospechado de conocer los estándares con que se suelen titular los temas en la mayoría de bandas sonoras de películas) me volvía tan loco como a Zappa el Ionization de Vàrese y recuerdo tocarla (bueno, intentarlo) con baterías improvisadas a base de ollas y cazuelas y otros enseres metálicos del menaje del hogar. Y a uno, que ya era heavy desde pequeño, pues la melena de Mel Gibson le parecía un look no solo aceptable sino bastante molón (es de las pocas cosas en que mi opinión se ha podido ver modificada con el paso del tiempo). Así, aunque tiempo después también descubrí Mad Max. Salvajes de autopista (Mad Max, 1979) (que me parece una película excelente, con píldoras del mejor cine de terror y plenitud de imágenes icónicas: imposible recordar sin cierto escalofrío, de hecho imposible olvidar, esa pelota huérfana en la carretera entre otros tantos detalles) y Mad Max 2: El guerrero de la carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) —probablemente la mejor de la saga, con su violencia exaltada y sus míticas persecuciones, sus guiños a Kurosawa (y no me refiero únicamente a las cortinillas de transición también presentes en esta tercera parte), y la absoluta falta de compasión con algunos personajes que quizá no tuviesen una construcción perfecta o no fuesen del todo entrañables pero que seguro no merecían sus crueles destinos—, esta tercera parte siempre tendrá un lugar especial en el altar cinéfilo de mis recuerdos.
El primer acto de la película es un continuo crescendo desde la presentación de un desconocido Max con un look beduino que ha conocido días mejores y que pierde su medio de locomoción, su entrada en Negociudad y su contacto con la líder local hasta llegar a ese clímax en aquel circo romano que es la cúpula del trueno con la mítica cantinela coreada por el público (el discurso de Tía Ama y la actitud de la muchedumbre pidiendo su dosis de opio popular me recuerdan a Isabel Díaz Ayuso y sus acólitos hablando de libertad; Parece que Miller quisiera decirnos que tras un apocalipsis la humanidad superviviente acabaría cometiendo uno por uno los mismos errores) y esa lucha a muerte que resulta no ser tal (Max demuestra una vez más que no es tan frío y sin sentimientos como apunta su aspecto, que todavía hay algo humano en su interior, aunque esté escondido) y que acaba en destierro. Un comienzo tan top hacía difícil predecir los derroteros que seguiría el guion, pero obviamente tras esa larga introducción, llegaba algo de calma. El exilio, con el encuentro con la tribu de los niños, que parecían directamente sacados de El señor de las moscas (Lord of the Flies, Peter Brook, 1963) y una nueva búsqueda, ese nudo que dejaba ver a un Max más parecido al de sus aventuras anteriores, más lacónico, desencantado, misterioso. Pero también, ahora convertido en un ídolo, un semidiós, poco a poco va dejando aflorar ese lado más humano, recuperando de alguna forma aquel que vislumbramos hace ya demasiado tiempo, podría decirse que en otra vida, cuando el mundo era otro y él un policía con una familia, con amigos, una mascota. Miller (que llegó a dudar sobre si abordar o no la realización del film tras la muerte en accidente de helicóptero de su coproductor Byron Kennedy mientras buscaba localizaciones) contó con un segundo director, George Ogilvie (con quien ya había trabajado en la miniserie The Dismissal), que se encargó de la dirección de actores de modo que él pudo centrarse en las escenas más dinámicas, y desde luego la tempestad que sigue a la calma, esa persecución final, es un cierre de la trilogía más que digno, una emocionante pieza de cine de aventuras con menos violencia que en los dos films anteriores pero con igual sentido vibrante de la acción, plagado de imposibles contrapicados que convierten el visionado en una experiencia absolutamente inmersiva. El epílogo, muy similar al de la segunda parte con el añadido de que se trata de una despedida ya que nunca hubo continuación directa, es un adiós muy doloroso. Siempre me pareció profundamente cruel, aunque no exento de belleza, dejar terminar así a un personaje como Max, tras todo lo que ha vivido, entre la niebla, en esos desoladores páramos, desamparado y a su suerte en una especie de limbo perpetuo, sin perspectivas de futuro, y lo que es peor, sin ninguna necesidad de uno. Creo darme cuenta ahora de que quizá fue ese el motivo de que viese la película tantas veces, simplemente no podía dejarle allí abandonado. Se intentó y no pudo ser, pero sigo creyendo que Mad Max: Furia en la carretera hubiera sido un orgasmo con Mel Gibson dando vida al mismo personaje treinta años después y que sin él… Pues sí, Tom Hardy esto, Tom Hardy aquello, pero de verdad: We Don’t Need Another Hero…