Las tensiones económicas y políticas, sean actuales o de un pasado que dialoga con el presente, no pueden faltar en un festival que se precie, evocando la difícil convivencia entre grupos humanos, mediatizados por relaciones de poder y aparente supervivencia, donde el ser humano cae presa de estructuras que limitan su capacidad para percibir y/o poner en práctica una posibilidad real de cambio, o donde se aprovechan las opciones de explotación que ofrecen las desigualdades sociales. De cuestiones como éstas trataban varias de las mejores películas vistas en el festival.
Inmigración
Si Tori y Lokita, la última entrega en la filmografía de unos hermanos Dardenne venidos a menos, proponía desde su espíritu siempre combativo una odisea sin matices y cerrada con una radical simplificación, el contraste lo ofrecían dos films de mirada más compleja y iluminadora sobre la problemática de la inmigración, tan diferentes entre sí como su origen, venidos desde prácticamente los polos económicos opuestos del continente.
Sin embargo, durante un generoso tramo inicial de R.M.N. se diría que Cristian Mungiu repite un esquema de buenos y malos, víctimas y verdugos. Todo sucede en el microcosmos de un pueblo rumano de fuerte presencia étnica húngara, a donde acuden a trabajar unos inmigrantes de Sri Lanka que provocan un violento rebrote de xenofobia tras años de relativa tranquilidad después de que hubieran expulsado a los gitanos del lugar. En realidad la violencia ya estaba latente, como demuestra el episodio traumático del niño en el bosque que le ha dejado sin habla. Pero son otros dos personajes los que sirven de principal vehículo a la acción: su padre, que pierde su trabajo en Alemania después de agredir a un superior por tratarle despectivamente de gitano y que regresa al pueblo donde vive su mujer y el crío, y por otro lado la antigua amante de este hombre, ahora directora de la empresa panificadora que contrata a los inmigrantes ante el nulo éxito entre los lugareños de sus ofertas de trabajo por el salario mínimo. Realmente el racismo y la xenofobia de buena parte de la población es muy básica, muy burda, es fácil reaccionar contra ella, pero la historia evoluciona hasta la secuencia clave del film, la reunión vecinal en la que se debate la cuestión de la expulsión de los trabajadores extranjeros, resuelta en un solo plano fijo y llamada a engrosar la galería de escenas más memorables del Nuevo Cine Rumano, tan volcado sobre la dialéctica relativa a las leyes, la economía, la moral u otras grandes cuestiones que atañen a su sociedad. Es ahí donde se desnudan las contradicciones del sistema que alimentan las frustraciones del ciudadano, donde podemos comprender la facilidad que tienen los discursos manipuladores, extremistas y de odio para abrirse camino entre la población. Mungiu no descubre la pólvora, todo es bastante evidente, pero lo dispone con admirable precisión y naturalidad, como una soterrada coreografía del caos social. Y de vuelta al protagonista masculino, tanto su naturaleza agresiva que trata de replicar en su propio hijo, como sus limitadas luces para leer lo que sucede a su alrededor, le sirven al director para plasmar la perplejidad del ser humano ante un mundo cambiante que ya no puede controlar y al que no se puede adaptar. Es algo que yo creo evoca la fantástica secuencia final, una metáfora de los peligros que acechan a Europa, cuyo origen y mecanismo ya no podemos identificar y con los que lidiamos como si disparásemos a fantasmas, siempre al objetivo equivocado.
En A Human Position, del noruego Anders Emblem, la cuestión de la inmigración podría parecer un apunte al vuelo sin excesiva trascendencia. A primera vista, estamos ante otra historia de duelo y trauma como las que trataremos en el siguiente volumen de estas crónicas donostiarras, en la que una pareja de mujeres trata de superar la pérdida del bebé de una de ellas durante el parto, para así intentar recomponer una relación que en el inicio del metraje se adivina dañada. Pero el oblicuo tratamiento de la figura de un trabajador inmigrante en proceso de expulsión por cuyo caso se interesa la madre frustrada, de profesión periodista, abre el film a sugerentes lecturas sobre la sociedad del mundo más desarrollado. A pesar de su minimalismo y parquedad explicativa, entiendo que Emblem pretende establecer un paralelismo entre ambos traumas, entre las pérdidas de muy diferente naturaleza que sufren la periodista y el inmigrante. Pero son pérdidas tratadas en diferentes contextos que seguramente provocarán diferentes velocidades de cicatrización, porque no disfrutan ambos de la protección y ventajas de pertenecer a un rico estado del bienestar. Hay una pulcritud y brillantez en las imágenes del film como de catálogo de Ikea, una tranquilidad en la narrativa que se diría terapéutica, aunque algunos encuadres que dejan a la protagonista bordeando sus límites pueden sugerir algún vicio oculto en la situación mostrada, las rigideces que pueden dejar fuera de campo a quien no está dentro del sistema. Mientras tanto, el inmigrante ni siquiera hace acto de presencia en el film. Él no tiene el privilegio de transitar esos espacios, esa luz y esos encuadres. Es interesante la metáfora que propone la principal afición u ocupación de la pareja de la periodista, dedicada a restaurar sillas. El film hace explícita mención al acto de sentarse como esa postura exclusivamente humana a la que se refiere el título, y que podría decirnos que ante los problemas ajenos lo más cómodo es permanecer sentados. No hay acritud en la mirada, son personajes cálidos, eminentemente positivos, generosos en su forma de relacionarse. Como pareja lésbica e interracial son inclusivas por descontado. De hecho la protagonista evidencia su preocupación con la historia del inmigrante, lo que le lleva a entrevistarse con potenciales responsables de su proceso de expulsión, pero nunca es capaz de superar la barrera legal e institucional del país. La subversión del orden establecido es la única solución, pero quién va a ponerse a ello mientras disfrutamos sentados de nuestro cómodo bienestar.
Explotación
No deja de resultar llamativo en el contexto de nuestros días que nos recuerden cómo hace casi siglo y medio era posible que un grupo de relojeros anarquistas de Suiza le enviase dinero a unos huelguistas estadounidenses del ferrocarril, como ejemplo de solidaridad internacionalista. Es una de las varias circunstancias que nos cuenta la fascinante Unrest, segundo film de un Cyril Schäublin que recurre a la memoria familiar, tan asociada a la industria relojera, para recrear la vida laboral en un valle helvético en la segunda mitad del siglo XIX. La visita al lugar del geógrafo y pensador anarquista ruso Piotr Kropotkin nos sirve de introducción a lo que parece casi una distopía capitalista donde el tiempo, una construcción tan aleatoria que en la localidad conviven cuatro horarios diferentes, supone un mecanismo que ejerce un control económico casi absoluto sobre el individuo (tal y como el mercantilismo y la virtualidad determinaban las relaciones interpersonales en la primera película de Schäublin, Those Who Are Fine). Es una propuesta conceptual, con un fuerte discurso ideológico respaldado por un llamativo formalismo que, a base de planos fijos, tiende a dejar los elementos de la escena en los márgenes del encuadre. Esto produce una tensión y una sensación de desplazamiento muy particulares y apropiadas desde la pura visualidad, ya que el tono es radicalmente desdramatizado, a veces casi tan maquinal como los propios relojes. Es muy interesante el rol de la fotografía dentro de la película, con la repetida limitación a la movilidad de los personajes a causa de un reportaje fotográfico sobre el lugar que la empresa está realizando, una manera de patrimonializar el espacio y la imagen por parte de las élites económicas, que obvian en esa representación a la población, a los trabajadores. Ellos a su vez también utilizan la fotografía para popularizar las figuras más señeras de la lucha obrera, aunque por el camino el capitalismo acabe fagocitando esta práctica.
Hlynur Pálmason maneja un marco temporal similar en Godland, para trasladarnos a una Islandia todavía colonia de Dinamarca, donde también la fotografía tiene cierta relevancia, siendo la principal afición de su protagonista, un cura danés al cual le es encomendado construir una iglesia en una apartada zona de la isla. La fotografía como forma de esparcimiento de este personaje contrasta vivamente con la penosa tarea de los lugareños que tienen que transportarle, y en última instancia se podría leer como instrumento de registro humano, como si tuviera el poder de reconocer o negar el estatus del ser humano dentro de la sociedad. Hay un recurso narrativo que se repite en el tramo final de este film, igual que lo hacía en la totalidad del cortometraje Nest, también de Pálmarson, que oficiaba de muy apropiado preámbulo en la proyección, y me refiero a la sucesión de planos fijos tomados desde el mismo exacto punto y que en elipsis saltan temporalmente hacia adelante, mostrando el cambiante paisaje producto del paso de las estaciones, tan visible en un país como Islandia. Esta gramática narrativa nos enseña cómo la naturaleza acaba procesando todo; tal y como dice un personaje, un hermoso manto de flores lo acabará cubriendo. Porque de esto va esta película, en su superficie de la imponente belleza de sus planos en formato cuadrado que hacen justicia a un paisaje que esconde la dureza de la tierra islandesa, pero en su corazón del colonialismo político y religioso que el paso de generaciones puede haber dejado en el relativo olvido, pero que seguirá latente en alguna forma todavía en nuestros días.
Precisamente en nuestros días y en el espacio particular del Zinemaldia la cuestión de la explotación estuvo más candente que nunca. Venía de la mano del último film de Ulrich Seidl, Sparta, cuyo estreno mundial en Toronto se había cancelado por las acusaciones vertidas en el semanal Der Spiegel relativas a la explotación de menores y la falta de información a los padres del contenido de la película, que trata el tema de la pedofilia. Pero la polémica se desinfló en buena medida al mismo ritmo que transcurría su metraje. Si el tema es indudablemente escabroso, no me lo pareció para nada su tratamiento. De hecho, tiene la apariencia más ligera de todas las obras que he visto del austríaco, que tras un inicio de rigurosos planos geométricos, se deja contagiar por la vitalidad de los personajes más jóvenes. Ellos son el foco de atención de un ingeniero alemán instalado en Rumanía que deja su trabajo en una central eléctrica para ejercer gratuitamente de profesor de judo para niños en la escuela abandonada de un pueblo. Según lo que muestran las imágenes, lo más reprochable de su interacción en la ficción (dejando de lado las fotos que les toma con intención onanista) es el hecho de que les ponga a trabajar para acondicionar el lugar. Nunca llegamos a ser testigos de mayores excesos, pero tampoco podemos estar seguros de que no se hayan producido, dado cómo Seidl corta la acción de sus escenas. Lo que parece bastante claro es que los niños se encuentran más cómodos con él, que se erige en una suerte de figura paterna, que con sus propias familias, con esos padres que educan en la intransigencia y en la violencia (como si estuvieran abocados a ser habitantes del pueblo que Mungiu describe en R.M.N.). También juega un rol significativo el propio padre del protagonista, a quien éste visita periódicamente en la residencia en la que vive internado. Aquejado de alguna enfermedad neurodegenerativa, su mente le lleva de vuelta a sus tiempos en las juventudes hitlerianas, y de hecho es allí donde la mirada de Seidl se vuelve más sórdida y sus encuadres más intransigentes. Uno de los célebres himnos nazis que se oyen habla de cómo dominarán toda Europa, y algo de esto hay tanto en el poder económico que le permite al pederasta acudir a zonas más deprimidas para dar salida a su perversión (o para tener una novia mucho más joven como la que aparece en el inicio del metraje), como en la actitud de esos padres rumanos con sus hijos. Europa así como un espacio donde el fascismo campa a sus anchas, más o menos veladamente. En suma, el film nos viene a decir que no hace falta ningún pederasta, que los críos van a estar jodidos igualmente. Y de vuelta a la polémica, cualquiera de las posibles realidades que presentan acusadores y acusado refuerza el discurso de la película de manera siniestramente irónica, bien Seidl y su equipo se hayan excedido en el trato con los niños, en lo que sería otro ejemplo de explotación por dominación económica precisamente tan típico de su cine, o bien los padres de los críos se hayan ofendido reconociéndose en el retrato que les ha hecho el austriaco, y hayan decidido atacar la cinta para tratar de cancelarla. Y si nos atenemos al discurso habitual del propio Seidl, lo normal es que nadie sea del todo inocente.