70 Festival de San Sebastián. Relaciones

Cerramos nuestra cobertura donostiarra con el cine más intimista, el que nos habla de las relaciones, a menudo familiares, encontradas, mantenidas o perdidas, del pequeño gran mundo que nos rodea, para bien o para enmendar, o el que queremos crear alrededor nuestro. Y en esta faceta, la producción española tuvo una presencia destacada.

Dolor y trauma

Esta edición, como la del año pasado, ha sido prolífica en obras que proponían personajes en estado traumático. Desde A Human Position, glosada en el anterior volumen, pasando por la demasiado caótica coming-of-age-story que refería Le lycéen de Christophe Honoré o la mirada en modo estrés postraumático de Isaki Lacuesta sobre el atentado en la sala Bataclan en Un año, una noche. Pero quizás la más lograda de todas ellas era Un beau matin, donde Mia Hansen-Løve recupera sensaciones temáticas de sus primeros films con la historia de una pérdida que todavía no se ha producido a nivel físico. Aquí no hay muerte alguna, pero el proceso neuro-degenerativo que sufre un profesor de filosofía es en cierta medida análogo al deceso para su hija, que ya no termina de reconocer a su padre, sus lazos emocionales y tampoco su intelecto, aquello que le definía. Hay una indudable dureza y distancia en ella hacia él, en parte una forma de procesar sus propios miedos, una necesidad de aferrarse a la vida, que además de la cotidiana crianza de su propia hija, se manifiesta en la nueva relación sentimental que comienza después de cinco años de viudedad, una relación difícil porque él está casado. De esta manera, se trata de otra historia que combina el dolor por la enfermedad/pérdida y la (re)iniciación sentimental en circunstancias adversas, como también lo hacían Le lycéen y, de forma un tanto perversa, Sparta. Es un relato psicológicamente complejo y emocionalmente cargado, pero entregado con notable mesura, en el cual Hansen-Løve no renuncia a su típica vorágine de acontecimientos, pero sin la premura que llevaba al apelotonamiento y a la trivialización de su película más olvidable, Maya.

Un beau matin

Un beau matin, de Mia Hansen-Løve

Por su parte Nagisa, la ópera prima de Takeshi Kogahara, se abonaba a la peligrosa la estrategia de película rompecabezas, que hace de la multiplicidad de líneas temporales y segmentos un potencial aliciente para que el espectador haga gimnasia mental, lo que a menudo se utiliza sin mucho sentido narrativo. Sin embargo aquí encuentro bastante justificada esa tendencia a la elipsis, a la narración esquiva, oblicua, proponiéndose como un film en estado de trauma para tratar tanto la pérdida como también el tabú, que trabaja desde el retazo y la sugerencia al tiempo que tiende a suprimir aquellos elementos más dolorosos para los personajes. Hay una cualidad muy misteriosa en la manera en que se entrega la historia de un joven que ha mantenido en el pasado una relación excesivamente estrecha con su hermana pequeña. La narración alterna tiempos separados por años, ofrece fragmentos descontextualizados sobre los que vuelve más avanzado el metraje, sugiere un esbozo argumental que nunca queda del todo cerrado o definido, que nos llega a través de unas imágenes más bien minimalistas con cierto aroma a duermevela, que recurren al gesto y el detalle, a la oscuridad, el fuera de campo y la insularidad de los planos y acciones.

Nagisa

Nagisa, de Takeshi Kogahara

La gran familia española

El cine español que hemos podido ver en esta edición del festival ha mostrado una tendencia meridiana hacia la temática social, hacia el protagonismo femenino, también en ocasiones a reflejar el mundo rural o a poner a la familia en el centro del relato. Jaime Rosales ensayaba por tres veces la construcción de una familia en la irregular Girasoles silvestres, mientras Rocío Mesa proponía en su ópera prima Secaderos un conjunto de ideas quizás demasiado batiburrillo que iban desde lo mágico (con influencia de El laberinto del fauno) a la descripción de un mundo rural que se siente formulado en primera persona y en estado de descomposición, una línea argumental que la emparenta con la reciente producción de otras jóvenes realizadoras españolas.

Sin ir más lejos, con Elena López-Riera, quien también debutaba en el largometraje con El agua. Ambientada en sus espacios familiares de Orihuela, le sirven para acercarnos una historia de amor adolescente en el contexto de unos atavismos que han dejado de tener sentido y con los que es necesario romper. La leyenda que repiten varias lugareñas, que obsesiona a su protagonista, que habla de cómo el agua se metería en aquellas jóvenes a las que el río desea y atraería para sí, y que entronca con la historia de riadas sufridas en la zona, no deja de ser una romantización hecha mito del machismo que coarta el libre albedrío de la mujer. Como siempre la mujer es el elemento sacrificado, como sucede con la leyenda negra que sufre la familia (siempre madres solteras) de la joven heroína, o también en las vidas narradas de las santas religiosas que alimentan el acervo del pueblo. Y el hombre es quien generalmente crea el relato, incluso un cuento tan banal como el supuesto bagaje en el extranjero del enamorado, y también es el hombre quien lo disputa, como sucede durante la competición de palomos (la metáfora es además evidente) con el enfrentamiento entre dos jóvenes a cuenta de la protagonista. El film quiere dar así voz a la mujer, dejarle que construya su propia historia, aunque creo que sobra esa verbalización final tan obvia de sus intenciones. Pero en todo caso López Riera logra construir un espacio auténtico, personajes que consiguen escapar del arquetipo (de hecho la intención de la película es exactamente esa), en un dispositivo formal que no se deja llevar por la rutina, que trata de hacer justicia a la importancia que el relato presta al hecho geográfico.

El agua

El agua, de Elena López Riera

Son curiosas las coincidencias de El agua con el segundo largometraje de Pilar Palomero, La maternal, incluyendo las relaciones maternofiliales, el escenario del bar de carretera o la estructura familiar de mujeres madres solteras que tiende a repetirse generación tras generación ante el desprecio de los vecinos. Sin duda el universo femenino sigue dominando el cine de la zaragozana, donde los hombres son clamorosas ausencias, presentes casi exclusivamente por omisión y referencia, y la apuesta por esa figura de la madre soltera se redobla en este film, protagonizado por una adolescente de 14 años que se queda embarazada y es acogida en un centro de maternidad para menores. Allí su experiencia personal encuentra un eco grupal, pero es en las interacciones entre su propia cadena de maternidades donde está el meollo de la historia. Porque con una galería de personajes que protegen y necesitan ser protegidos, la principal conclusión argumental de la película es que su protagonista continúa siendo una niña que sigue necesitando a su madre casi tanto como su bebé la necesita a ella. Palomero es generosa con su metraje, ¿demasiado quizás?, e incluso la película ofrece varias opciones para cerrarse previamente sin perder apenas información. El final elegido busca redondear el sentido del film al menos de tres maneras. En el mismo sale la protagonista pedaleando cuesta arriba, metáfora hasta demasiado evidente de lo que le toca y espera en la vida, y que hace espejo de otra escena también sobre la bicicleta cuesta abajo en los primeros compases de la película, cuando podía permitirse el lujo de ser irresponsable. Y como en esos instantes iniciales, también su amigo la acompaña en esta escena final; la cámara se centra fundamentalmente en ella, pero sabemos que él está muy cerca, sugiriendo la posibilidad de que en esta ocasión el hombre pueda dejar de estar ausente, también quizás como modelo de una masculinidad diferente (que también podría representar el cuidador del centro maternal) no sujeta a los clásicos roles de género (es ella quien le protege físicamente en uno de los momentos iniciales). Por último, cuando el pedaleo les saca del encuadre, nos quedamos con un gran plano general paisajístico y por una vez fijo, como queriendo transmitir un estado de equilibrio final, tras un metraje marcadamente intimista en el cual la cámara se acerca mucho a los personajes, tiembla con ellos y no les permite apenas coger perspectiva de su propia situación.

La maternal

La maternal, de Pilar Palomero

Todas las películas españolas que había visto en esta edición del festival se acercaban a las clases más populares, cuando no al borde de la marginalidad. Con La consagración de la primavera, Fernando Franco nos sitúa sin embargo en un ambiente muy diferente, acomodado, conservador incluso, empezando por su protagonista, una estudiante de primero de químicas en Madrid que reside en un colegio mayor de monjas. Es una chica que está dando sus primeros pasos, voluntarios pero inseguros, fuera del caparazón familiar. No es fácil discernir cuánto hay de represión, de timidez o inseguridad en su comportamiento, pero no es capaz de confiar en las potenciales relaciones que se le presentan en cuanto siente que ha dejado de controlar la situación. Así que tiene todavía pendientes los ritos de iniciación sexual y quizás por ello la situación de un joven tetrapléjico que conoce por azar le puede generar particular empatía, como también el hecho de ser ella quien tenga en teoría el control absoluto de sus interacciones le puede servir de puerta de entrada a la experiencia sexual. Pero son actos que realiza por dinero, de forma que el film lidia de la manera menos sensacionalista que quepa imaginar con la cuestión de la asistencia sexual apersonas impedidas y también, claro está, con la prostitución. ¿Quién está explotando a quién en esta situación? Hay ternura en la relación entre ambos, pero algo está latente en ella cuando se da cuenta de que sus encuentros podrían hacerse públicos, quizás de que no tiene el control del relato, o quizás los empieza a ver de otra manera, a través de los ojos de unas hipotéticas terceras personas. La escena final sigue abundando en la cuestión iniciática: ella expresa contenta que es la primera vez que monta en moto, cuando en realidad lo que nos viene a decir es que por fin se siente capaz de dejar el control en alguna medida, de abandonarse a otra persona. El film de Franco, abundando en esa tendencia de mucho cine español, y no sólo español, hacia el intimismo, las distancias cortas o la cámara en mano, nunca deja que la narración visual caiga en el azar o la confusión y construye una puesta en escena muy medida que da réplica con delicadeza a las inquietudes de sus personajes. Es sin duda, uno de los mejores títulos españoles del año.

La consagración de la primavera

La consagración de la primavera, de Fernando Franco

Pero si una obra está ejerciendo de faro mediático/académico del cine español este año, no es otra que Alcàrras. Y sin embargo, la mejor película de Carla Simón que he visto en este curso es un fabulador cortometraje llamado Carta a mi madre para mi hijo, que tiene de misterio y arrojo lo que le falta a la ganadora del Oso de Oro en Berlín. La obsesión familiar de la directora encuentra en la experiencia de su propia maternidad un motivo de juego y evocación, una manera de revivir esos fantasmas que nos gustaría tener a nuestro alrededor (y el cine es quizás el medio más apropiado para ello). Después de un prólogo en forma de registro personal alumbrado por los magnéticos fotogramas del granulado Super8, Simón imagina la vida de su madre mostrando momentos bisagra de diferentes estadios vitales: de niña, de joven y de persona madura, la que sería hoy en día de no haber muerto. Es hermoso y evocador el devenir que propone, especialmente la elipsis mirando al agua entre la infancia y la juventud del personaje, también la onírica escena de baile nocturno en un puerto. Sólo algunos detalles empañan el resultado final, como ese plano que junta las tres edades de la madre sobreimpresionadas por sendas llamas, lo que parece un remedo poco afortunado del ya de por sí poco afortunado plano de cierre del Star Wars original. 

70 Festival de San Sebastián. Inmigración y explotación