Todas las caras de Mia Hansen-Løve
Mia Hansen-Løve dibuja en Una bonita mañana un retrato femenino que articula todas las piezas que componen la identidad de la protagonista en cada faceta de su vida: la profesional, la madre, la hija o la amante, tratando de recomponer su individualidad. Una reflexión acerca de la perdida y el amor en dos marcadas líneas argumentales que entran en contradicción, pero que se abrazan en la búsqueda de esta mujer por reencontrarse consigo misma.
Como ya ha hecho antes a lo largo de su filmografía, confeccionada con retales de su realidad, la cineasta francesa refleja en su última película pasajes de su vida tras la enfermedad y muerte de su padre. Sandra (Léa Seydoux), el alter ego de la directora, vive con su hija de ocho años y divide su tiempo entre su profesión como traductora y los cuidados de su casa y la de su padre, que padece una enfermedad neurodegenerativa.
El padre de la protagonista, un sobrecogedor Pascal Greggory de mirada perdida y cuerpo encorvado, se vuelve cada vez más dependiente debido a la demencia y a la perdida progresiva de visión. Profesor de filosofía retirado, ha dedicado toda su vida al pensamiento y ahora la enfermedad lo despoja de aquello que lo hace ser él mismo, hasta el punto en que su hija le reconoce más a través de su extensa biblioteca, que en sus anodinas conversaciones. El personaje de Greggory reflexiona acerca de la decadencia del cuerpo, como en La Metamorfosis de Kafka, la mutación hacia algo que no deseamos de forma inexorable.
Sin necesidad de posicionarse como una película de carácter político, es incuestionable la crítica al cuidado de los mayores. Una de las situaciones que se describe con más atención es la búsqueda de una residencia y las deficiencias del sistema, tanto en el ámbito público como en el privado. Las largas colas de espera o la negligencia a los cuidados de muchos de estos centros, evidencian uno de los grandes problemas sociales contemporáneos y que tras la pandemia todavía resuena con más fuerza.
Sandra intenta demostrar entereza, pero los momentos en los que la despedida del progenitor resulta inminente la rompen en pequeñas grietas. Se muestran con honestidad y valentía aquellas situaciones que lograrían sobrepasar a cualquiera, dibujando claroscuros en su protagonista que le insuflan humanidad. Incapaz de estar siempre a la altura de las circunstancias, presión que cuando hablamos de cuidados suele recaer especialmente en las mujeres. Directora y actriz construyen a la protagonista de esta historia desde una profunda vulnerabilidad, que toma forma con la delicada interpretación de Léa Seydoux, esculpiendo cada arista del personaje a base de matices.
En este momento tan amargo de su vida, Sandra se reencuentra con Clément (Melvil Poupaud) un antiguo amigo que despierta en ella sentimientos que llevaban mucho tiempo adormecidos. Juntos inician un romance, no exento de complicaciones porque él está casado. Esta trama amorosa, que podría pasar erróneamente por secundaria, nace de la parte más íntima de la protagonista y el refugio que estos encuentros representan, el afecto como tabla de salvación. Escenas cargadas de ternura, sensibilidad y una conexión vibrante entre los dos actores, que pone un claro foco en el placer femenino. Reencontrarse con esta parte de su vida, el amor, sí, pero también el sexo, la hace brillar.
La directora construye un universo propio entre las calles de París, siempre lejos de las imágenes de posta. Un espejo de la realidad, no solo en estos episodios autobiográficos que son la base de su cine, sino también a nivel formal, con la narrativa sencilla a la que ya nos tiene acostumbrados. Un retrato costumbrista de la vida con pocos filtros. La película se enmarca en lo ordinario, dilatando el tiempo en las acciones más simples, como un viaje en autobús, y consiguiendo que fluya con naturalidad. Precisamente ahí, en ese entramado de pequeñas situaciones que es la cotidianidad, es donde transcurre el drama.
A pesar de estar cargada de una hermosa tristeza, casi melancólica, Hansen-Løve consigue crear una película optimista y luminosa, gracias en parte a la fotografía de Denis Lenoir. Un drama familiar de gran sensibilidad, pero que no cae en la trampa del sentimentalismo. El filme no se centra en la tragedia, sino que reclama la felicidad hasta en los momentos de crisis, incluso ante la pérdida de un ser querido demanda ante todo aferrarse a la vida.