La edición 71 del Festival de San Sebastián ha finalizado dejándonos buen sabor de boca. Resulta reconfortante comprobar como el engranaje cinematográfico continúa bien engrasado y en marcha tras tiempos apocalípticos de un pasado no tan lejano. El certamen como reflejo de las corrientes presentes en el cine actual y avanzadilla de lo que poblará nuestros cines y plataformas en las próximas horas, días y meses, concluye con un nivel óptimo. Y sin embargo, al mismo tiempo, la sensación es de que pocas han sido las propuestas realmente rupturistas o extraordinarias vistas este año. Las quinielas respecto a la ganadora en Sección Oficial fueron variando a medida que pasaban los días y se proyectaban nuevas películas a concurso. No hubo una favorita que se desmarcase claramente del resto. Finalmente fue O corno la galardonada con la Concha de Oro, película que por otro lado alimentó el corrillo tras el desmayo de alguna persona durante la proyección de su primera escena. Este drama rural, que explora las redes de ayuda entre mujeres de entornos marginales en la Galicia de los años setenta, supone para su directora, Jaione Camborda convertirse en la primera mujer española en ganar el emblemático premio.
Estas fueron algunas de las películas que pudimos ver en Donostia Zinemaldia 2023:
El mal que habita en nosotros
En cierto momento de The Zone of Interest (Jonathan Glazer) se elogia la profesionalidad de un miembro del partido nazi afirmando que sabe pasar de la teoría a la práctica. De manera sutil estas palabras definen la anestesia moral que acompañó a muchos de los dirigentes de las SS, capaces de disociar entre su extrema crueldad hacia otros seres humanos al tiempo que eran genuinamente sensibles y cariñosos con sus propias familias. Esta dicotomía se muestra en el film de Glazer tanto en el fondo como en la forma, situando en un mismo espacio físico dos realidades, una idílica y otra abyecta, separadas por un muro de hormigón. Ambas conectándose sobre todo a través de lo sensorial y el fuera de campo, con sonidos e imágenes que enturbian lo cotidiano, interludios y fundidos a rojo. La temática no es novedosa y se aleja de la singularidad de Under the Skin (2013) pero la apuesta estética es brillante. Durante la presentación en el festival el director introducía su película con estas palabras: las personas hablan de maldad pensando en algo ajeno o lejano, pero la mayor maldad habita en nosotros mismos.
Una idea que enlaza con Monster de Hirokazu Kore-eda, donde el mal también adopta forma humana. Una misma
historia planteada desde diferentes puntos de vista (el paralelismo con Rashomon de Kurosawa es inevitable) nos lleva por senderos equivocados a través de un guion manipulador que arroja luz al tiempo que esconde ases bajo la manga. Más allá de diseccionar la coherencia completa del ejercicio, que no es perfecta, la película destaca por la sensibilidad y un enfoque poliédrico en temas como el bullying, las consecuencias de emitir falsos testimonios, el maltrato infantil o la búsqueda de la felicidad propia (de renacer, como se apunta en el film) aunque ello suponga remar en contra las expectativas familiares y de
la sociedad. Una de las sorpresas más agradables de la edición de este año.
Deconstruyendo el amor
En rueda de prensa la directora catalana Isabel Coixet describía su nueva película como: “el periplo de alguien que llega a un lugar con ganas de integrarse y divertirse. Y todo mal”. Una manera simpática de sintetizar el argumento de Un amor, drama neorrural que adapta la novela de la escritora madrileña Sara Mesa. Como ya mostrara Rodrigo Sorogoyen con As bestas el año pasado, presentada también en San Sebastián, la vida en el campo puede mutar de lo idílico al tormento. Coixet vuelve a situar el pueblo como un lugar incómodo, de atmósfera densa e hipervigilancia. Una joven traductora llamada Nat, interpretada por Laia Costa, decide iniciar una nueva etapa en su vida lejos de la urbe. La llegada de la forastera despertará actitudes ambivalentes por parte de sus nuevos vecinos, destacando entre ellos Piter (Hugo Silva) como amigo tóxico y representante del mansplaining. A raíz de una pulsión insospechada la protagonista se enredará en una relación íntima con Andreas (Hovik Keuchkerian, Concha de Plata a la Mejor Interpretación de Reparto), que supondrá la liberación de su deseo, pero también su yugo, mostrando que la comunicación entre ellos resulta imposible. Si bien es cierto que el film de Coixet
transmite con acierto la atmósfera de acorralamiento hacia la protagonista, además de acertar con los personajes, la novela de Sara Mesa añade un plus de incomodidad (incluso terror) en especial en la relación de Nat con su casero, algo que en la película aparece de manera más precipitada. El cambio en el formato de la imagen para señalar el cambio interior así como la reinterpretación del final que aquí juega con lo onírico añaden el toque personal de la directora de La vida secreta de las palabras (2015), que en general ha optado por mantenerse fiel a la obra original.
Siguiendo con el amor y sus vericuetos, en Fingernails del griego Christos Nikou, el ideal romántico se sintetiza hasta reducirlo a una formulación científica, un porcentaje, algo muy en la línea de los tiempos actuales, donde las aplicaciones de citas permiten establecer filtros para escoger candidatos a la carta y el algoritmo se encarga del resto. La película parte de una evidencia médica como es la relación entre determinadas patologías en las uñas y su reflejo con ciertos problemas del corazón (del órgano, literalmente) para construir un relato disparatado sobre la compatibilidad amorosa entre las parejas en
base al estudio precisamente de sus uñas, lo cual implica, por otro lado, arrancarlas de cuajo para poder realizar dicho análisis. Al igual que su compatriota Yorgos Lanthimos en Langosta (2015), con cuya premisa comparte algunas similitudes, Nikou construye una distopía, voluntariamente impostada en sus formas, para exponer temas más profundos. Si en la primera se establecían unas reglas para que las personas solteras encontraran pareja en 45 días, algo que servía para reflexionar sobre miedo a la soledad y al compromiso, en la segunda es una organización (el Instituto del Amor) quién mercantiliza con la
incertidumbre de las parejas respecto a la solidez de sus vínculos, ofreciendo un servicio que no arroja dudas sobre el futuro de la relación. Algo que encaja con una sociedad, la nuestra, que persigue la excelencia, con baja tolerancia al fracaso y cuyos miembros no quieren perder su tiempo en historias poco claras. La pareja es un universo cambiante e impredecible de manera que poner la decisión del compromiso en manos de la investigación científica resulta una opción más que atractiva (cabe señalar que el aparato que analiza las muestras de ADN parece más un microondas de los años 80 que tecnología
punta). La química arrolladora del tándem protagonista (Jessie Buckley y Riz Ahmed), unida a los toques de humor y algunas escenas que aumentaron las pulsaciones de la audiencia, como las relativas a las extracciones de uñas (haciendo que se agitara en sus butacas gran parte del auditorio del Kursaal) son los puntos fuertes de una historia que resulta entretenida, pero sin mayor trascendencia. El hecho de que puedan aparecer contradicciones entre los datos clínicos obtenidos y las emociones reales, junto a los conflictos sentimentales derivados de todo ello, son las conclusiones, previsibles por otro lado, hacia las que apunta esta comedia. Ya lo decía el escritor Blaise Pascal en su conocido aforismo: el corazón tiene
razones que la razón ignora.
Escándalos
La francesa Justine Triet fue galardonada este año con la Palma de Oro por Anatomía de una caída, película que vino a presentar a San Sebastián. Se trata esta de la segunda colaboración de la directora en un guion coescrito entre ella y su compañero Arthur Harari, tras la anterior Sybil (2019), cuyo personaje principal era una psicóloga con vocación de escritora. También en este caso la protagonista, interpretada por Sandra Hüller (haciendo doblete en esta edición con The Zone of Interest), es escritora. En las primeras escenas podemos ver como una periodista intenta entrevistarla en su chalé de los Alpes franceses donde reside con su marido y su hijo. La entrevista quedará interrumpida por una melodía intrusiva sonando en bucle a volumen ensordecedor. Se trata del cover instrumental que hizo Bacao Rhythm & Steel Band de la canción P.I.M.P, del rapero 50 Cent. Poco después una muerte inesperada hará que la atención de la película vaya reconduciéndose cíclicamente hacia esas primeras horas en las que se produce la muerte, la caída a la que alude el título. El film, sin duda uno de los mejores de esta edición del Festival, es un trabajo milimétrico de disección y juicio de unos hechos de naturaleza
desconocida, explicados a partir de hipótesis posibles, con un argumentario tan bien elaborado por parte del abogado (Swann Arlaud), defensor de la inocencia de la protagonista, y del fiscal (Samuel Theis), situado en el polo opuesto, que continuamente exhorta al espectador a reexaminar el caso y sacar sus propias conclusiones. Pese a ser una “película de juicios”, algo que de entrada puede no atraer a todo de tipo de público, grupo en el que me incluyo, la historia está narrada de manera virtuosa, desgranando a medida que avanza el metraje nueva información sobre el pasado y las relaciones entre los implicados. A destacar, el flashback en el que se muestra una discusión entre la protagonista y su marido, supone una
batalla dialéctica de tal calibre que corta la respiración. Prepárense para no poder quitarse de la cabeza por unos días la pegadiza melodía de 50 Cent.
Si en el caso anterior la protagonista era sometida a un juicio tanto a nivel legal como de la opinión pública, en el caso de Le Successeur, dirigida por Xavier Legrand, todo el foco mediático recae sobre el nuevo director de una firma de moda parisina, interpretado por el actor Marc-André Grondin. En el momento de mayor proyección de su carrera la noticia del fallecimiento de su padre, con el que no mantiene relación alguna desde hace años, hará que deba trasladarse a la ciudad de Montreal, donde éste residía, para ordenar toda la burocracia en relación a la herencia y el funeral. Que Legrand escogiera a un icono de la moda como su protagonista no es algo casual dado que este es un sector que tradicionalmente se asocia con lo superfluo y lo excéntrico, siendo además algunos de sus representantes motivo de escándalo público cada cierto tiempo. Ocurrió en 2011 cuando despidieron a John Galliano como director creativo de Christian Dior bajo la acusación de antisemitismo o con la gordofobia manifiesta del que fuese director creativo de Chanel y Fendi, Karl Lagerfeld. También yendo un paso más allá, con el asesinato del diseñador italiano Gianni Versace en 1997, cuya muerte sigue todavía siendo una incógnita en cuanto móvil de su asesino. Sin ese contexto, el del temor a tomar una decisión equivocada que pudiera arruinar toda su carrera, sería difícil explicar el comportamiento tan contraintuitivo y torpe del protagonista cuando tiene lugar una sorprendente concatenación de hechos donde debe actuar con premura. Tras un inicio algo insulso que quizá se alarga demasiado la película vira hacia un thriller de tintes terroríficos sobre secretos familiares. El film hace equilibrios para no caer en una comicidad excesiva en el tratamiento de un asunto que es en esencia bastante turbio. El devenir de los acontecimientos y la manera egoísta y violenta en la que el protagonista los enfrenta, provocarán que acabe reconociendo en él mismo la huella de la herencia paterna, algo de lo que había creído escapar durante gran parte de su vida.
Para concluir esta selección de títulos que tienen en común el escándalo no podía quedar fuera May December de Todd Haynes. La película se inspira libremente en una historia real acontecida en EE.UU. en los años 90, donde una profesora de 36 años, casada y con tres hijos, inició una aventura con su alumno de 13 años de edad, relación que más adelante acabaría consolidándose contra pronóstico. El film se sitúa 20 años después de aquel acontecimiento, cuando la pareja (interpretada en la ficción por Julianne Moore y Charles Melton) está a punto de celebrar la graduación de una de sus hijas. Una actriz, Elizabeth, interpretada por Natalie Portman, irrumpe en la vida de ambos mientras prepara su papel como futura Gracie Atherton-Yu (Julianne Moore) en una película basada en su historia. Haynes propone un ejercicio de dualidades, con factura de telefilm y banda sonora lacerante, donde el personaje de Portman vampiriza al personaje de Moore. Lo que en un principio se plantea como una relación cordial entre ambas acabará convirtiéndose en un tour de force a medida que la actriz empiece a identificarse con el papel que quiere representar. Su afán por experimentar lo que lo que Gracie debió sentir cuando vivió su historia personal la llevará a inmiscuirse en la relación actual de la pareja. En varios momentos el director sitúa la cámara tras un espejo para filmar a ambas actrices de frente, lo que remite a algunas escenas de Persona (1966, Ingmar Bergman), como una metáfora en sí misma del juego de espejos que existe en la propia película. Haynes vuelve a recuperar su interés por retratar grandes personajes femeninos como ya hiciera en Carol (2015) o en Safe (1995), protagonizada en este caso también por Julianne Moore. Sin ser su actual trabajo tan logrado como los otros dos sí que aporta una visión interesante sobre la identidad, las consecuencias del abuso y la idealización del amor romántico. Durante el transcurso del Festival pudimos hacer unas preguntas al director Todd Haynes al respecto de May December.