71 Festival de San Sebastián. Planeta Cine

A pesar de simultanearse con su estreno en las salas españolas, esta edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián venía marcada, bajo mi muy subjetivo punto de vista, por la proyección de Cerrar los ojos, el ansiado cuarto largometraje de Víctor Erice, primero que rueda en tres décadas, justo cuando se cumple medio siglo de la icónica Concha de Oro otorgada a El espíritu de la colmena.

Cerrar los ojos

Erice es para mí una figura de singular estatura mítica. Habiendo llegado a la cinefilia a mediados de los años noventa, ya se consideraba entonces un cineasta elusivo rodeado de un aura de misterio y malditismo que sólo fue acrecentándose con el transcurrir de las décadas y la relativa ausencia de producción. De esta manera, quizás la única constante que ha tenido mi personal experiencia cinéfila durante todo este tiempo ha sido la permanente espera, convertida casi en quimera, de ver un nuevo largometraje suyo. Hasta ahora, claro está, hasta la sorprendente aparición de Cerrar los ojos, un título de tal autoconsciencia que se podría acusar a Erice de alimentar su ego y vanidad si no atendiéramos a la humildad y cariño que destilan sus imágenes, a lo poco preocupadas que se muestran por el lucimiento o el impacto. Es más, es una obra que grita ¡viejo! a los cuatro vientos, donde salen incluso monjitas. Pero es también un film que contiene en algún sentido todo su cine, que se sugiere en primera persona permanentemente y que alimenta su carácter fetichista para todos los que hemos transitado este camino de pasión por el séptimo arte de la mano de sus tres largos previos. Y es que Erice está en todas partes en su nuevo film: le encontramos en la figura del actor desaparecido dos décadas atrás de quien nunca se supo más y que ahora es objeto de atención de un reality de televisión; es por supuesto reconocible en el director que tuvo que interrumpir su película, la segunda que realizaba, tras la desaparición de su protagonista, y que nunca más pudo retomar su carrera; también le podemos rastrear en el personaje apodado Triste le Roi de aquella inacabada película, un hombre ya sin más esperanza vital que encontrar a su hija y con ella una mirada diferente, inocente, en el fondo como aquella que buscaba Erice al inicio de su carrera en Ana Torrent; e incluso resulta identificable en ese montador que ejerce de guardián de una manera de entender el arte y la tecnología cinematográficas casi desaparecidas. Pero es el profano medio televisivo el que desencadena la acción embarcando al director en la búsqueda del desaparecido actor (también amigo), una aventura espejo de la que sucede en la malograda ficción dentro de la ficción, de la que sólo se rodaron dos escenas, muy apropiadamente la primera y la última, que enmarcan el metraje del film y su arco dramático. Por tanto, si en esa ficción Triste le Roi busca una mirada, también una mirada acaba siendo el objeto de búsqueda en el primer nivel diegético, la mirada de reconocimiento, la memoria de ese actor devenido en amnésico. Y por supuesto, como artefacto cinematográfico que es, por su propia esencia, Cerrar los ojos también busca la mirada del espectador, convocada hoy desde unos modos estéticos nada preocupados por parecer modernos, como si buscara esa misma inocencia, pero al mismo tiempo sin dejar de apelar a toda nuestra experiencia cinéfila, lo que resulta en un oxímoron de difícil resolución; igual que la mirada de una Ana Torrent que aquí encarna a la hija del actor, pero que más bien sirve de fantasma especular, nunca podrá tener la espontaneidad que mostrara en El espíritu de la colmena. Y es que nos encontramos ante una obra fuera de su tiempo, o mejor dicho, que habita el tiempo del cine, que como todos sus films hacen en alguna medida, convoca al mito, así en genérico, pero muy especialmente a nuestro mito, a la propia figura de Erice. En la rueda de prensa posterior al pase de prensa, éste dijo no reconocerse en esa leyenda épica que quieren construir alrededor suyo, pero este film no hace más que abundar en ella, abrazar el print the legend fordiano que el propio Erice admitía como lógica estrategia publicitaria. Y todo esto alimenta mi duda sobre cómo se puede percibir Cerrar los ojos sin bagaje alguno con el cine de su autor, siendo extraños a su universo.

Fallen Leaves

Aki Kaurismäki es otra leyenda que también habita fuera del tiempo, y el territorio que pisa en su Fallen Leaves es tan familiar, tan agradeciblemente reconocible, que anula casi cualquier capacidad de sorpresa. Sus protagonistas son, cómo no, dos parias sociales, trabajadores que sufren alternativamente las duras circunstancias del mercado laboral y de sus propias acciones, pero que atisban en su encuentro una esperanza vital. De hecho, este film no es otra cosa que una comedia romántica pasada por el característico filtro tonal, humorístico y estético del finés, que hace del anacronismo una bandera, del comentario musical un deleite y de las referencias cinematográficas una declaración de principios. Si su antepenúltimo film, Le Havre, trataba la candente cuestión de la inmigración integrándola en el argumento, las continúas alocuciones radiofónicas sobre la Guerra de Ucrania que podemos oír en Fallen Leaves sólo ofrecen un contraste más llamativo que esencial entre Historia en presente y la historia de sus personajes, pero alimenta ese mirada cálida y optimista del cineasta en su propio universo, donde los pequeños milagros cotidianos son posibles ante la oscura realidad contemporánea. No creo que sea recordada como una de las más grandes obras del finés, y así todo va sobrada para encontrarse entre lo más destacado visto en Donosti.

Otros directores cuyas obras también parecen habitar el Planeta Cine lo hacían antes en el universo de sus referentes que en el propio. Es el caso de Inside the Yellow Cocoon Shell, donde el vietnamita Pham Thien An se mueve en la misma frecuencia que otros cineastas del sudeste asiático, de mano inevitablemente influenciado como tantos otros por Apichatpong Weerasethakul. El film comienza con un accidente de moto en Saigón, donde una madre muere, lo que lleva a su joven cuñado a hacerse inicialmente cargo de su sobrino y buscar al padre, su hermano, en la zona donde se criaron. Es una búsqueda en principio exterior, casi de road movie, que se revelará interior, que evoca las heridas del pasado en lo personal (y nacional), que sale de lo prosaico y sintético y evoluciona hacia un espacio de espiritualidad. Si inicialmente le vemos visitar una casa de masajes, o somos testigos de la secuencia de una boda que, violentada visualmente, se revela grabada por el propio protagonista y resuelta con un truco de montaje, el trayecto que emprende culmina en una escena final en un escenario natural, con la presencia fuertemente simbólica del agua, dentro de un film lleno de signos y manifestaciones religiosas. La ganadora de la Cámara de Oro en Cannes evoca poderosamente el cine de Bi Gan, su construcción visual a base de largos planos secuencia y esa manera de juntar presente y pasado, sueño y vigilia sin cortes de montaje. La identificación es casi total en ocasiones, como el plano en el que seguimos a una moto desde atrás, que recuerda a la vertiente geográfica de Kaili Blues. En todo caso, la belleza de sus imágenes es incuestionable, el uso de los grandes planos generales, los suaves movimientos de cámara y las coreografías que emergen cada cierto tiempo y que nos trasladan un peculiar ritmo espiritual por el que transitan los personajes. Un cine estimulante aunque a veces parezca demasiado diseñado para el circuito festivalero.

Afire

Finalmente, la mención en este grupo a un cineasta como Christian Petzold responde a la necesidad de entender su último film, todo su film, como otra ficción dentro de la ficción, un salto que se produce en cierto momento del relato pero cuya extensión queda abierta a la interpretación del espectador. En su cine siempre suele aparecer un personaje misterioso del cual tenemos limitadas referencias. En Afire hace acto de presencia bajo los rasgos de Paula Beer en la casa de veraneo a la que llegan dos amigos artistas. El escritor, visiblemente impresionado, pronto comienza a comportarse como un energúmeno inseguro, mientras ella va progresivamente revelándose como una idealización, lo cual genera una dinámica entre ellos quizás problemática en estos tiempos que corren, pero el giro metanarrativo que afronta el film en su tramo final nos acerca al terreno de la fantasía, de los arquetipos literarios como podía ser la sirena de Ondine que también encarnaba Beer, y que aquí representa una musa al rescate del escritor en crisis. Por otro lado, la creciente amenaza latente (otra marca de la casa Petzold) que proporcionan los incendios en la zona, nos sugiere un problemática realidad dispuesta a saltar al primer plano y condicionar a los personajes. En todo caso, siempre da gusto ver una película suya, atender a su dominio de la puesta en escena para hacer fluir la narración, para que sus personajes interactúen construyendo tensión entre ellos sin caer en la rutina visual, para generar misterio en las imágenes, demostrando de nuevo ser uno de los más grandes narradores del cine contemporáneo.

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