Matadero Madrid, centro de creación contemporánea del Área de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid, presenta la exposición Periferia de la noche, que se podrá visitar del 19 de octubre de 2023 al 7 de abril de 2024, en Nave 16.
Como muchos en España, descubrí el cine de Apichatpong (le llamamos así porque Apichatpong solo hay uno y porque es fácil meter la gamba poniendo Weerasethakul, no porque hayamos estado comiendo en su casa) cuando se estrenó por estos lares Tropical Malady, premio del jurado en Cannes, allá por 2004. En estas páginas, que algunos recordarán con fondo amarillo en aquella época, dio bastante que hablar entre algunos compañeros que se habían rendido, como el jurado del festival francés, ante la, digamos diferente, narrativa que exhibía esa premiada «enfermedad tropical» y otros que decían no comulgar con ruedas de molino y hablaban del lamentable estado de una crítica que se perdía en alabanzas a esa clase de trabajos. Eran tiempos en los que una diferencia de opinión diametralmente opuesta en torno a algún título —hablo tanto de esta como Elephant o El arca rusa, por citar algunos ejemplos memorables (más por los encendidos debates que ocasionaron que por las películas en sí, de las que pocos suelen acordarse ya)— podía derivar en que gente de bien con estudios superiores llegara a retirarse la palabra, no como ahora, cuando redes sociales como la anteriormente conocida como Twitter se han convertido en un lugar donde puede y suele debatirse desde la educación y el respeto sobre cualquier tema. Yo creo que Tropical Malady no me entusiasmó ni tampoco la aborrecí, aunque en su momento (no he vuelto a ver la película aunque tampoco negaré que me he sentido tentado en alguna ocasión) la segunda y más polémica mitad de la cinta, la que por lo general dividía al público, me pareció cuanto menos soporífera. Con el paso del tiempo, y tras ver otras obras de su director, imperfectas pero con bastantes elementos de interés, como pueden ser El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas o Cemetery of Splendour, y sobre todo la sobresaliente y lovecraftiana (en mi cabeza al menos) Memoria, me he dado cuenta de que quizá me precipité en mi juicio, que tal vez me dormí más de lo que me hubiera gustado viendo la película, y que quizá (y solo quizá, me reservo el beneficio de la duda) ese revisionado pendiente me haga cambiar de opinión. Quizá, y solo quizá, el impacto que nos genera esta clase de cine que suele encajar en la ambigua etiqueta de no narrativo, dependa de nuestro estado anímico y/o físico como espectadores.
Como ya comentaba al hablar sobre su anterior film aquí, el estiramiento de la duración de los planos y los silencios hace que estos se fijen en nuestra memoria de un modo con el que no pueden competir los blockbusters de cuatro planos por segundo (en parte porque es difícil recordar algo que no te ha dado tiempo a ver). Esto no es necesariamente bueno ni malo per se —me viene a la cabeza la insufrible Rizi (o al menos insufrible el día que la vi), de un director que me encanta en otras ocasiones como es Tsai Ming-liang—, de la que aún sin gustarme lo más mínimo, recuerdo con cierto agrado uno de sus interminables planos iniciales. Este cine no narrativo, de cuya existencia tuve noticias aproximadamente en la misma época de la que hablaba al comienzo de este texto, cuando Gus Van Sant estrenó Gerry y algún compañero (no daré nombres, pero es el mismo que hasta hace nada no había visto ¡Qué bello es vivir! y que salió de ver Posibilidad de una isla en Sitges diciendo que era un engendro para tres días después seguir hablando de la película y acabar confesando que era de lo mejor que había visto esa edición del festival) me hablaba muy cabreado de que había visto en otro festival (Gijón si mal no recuerdo) Five de Abbas Kiarostami (en la que uno de sus planos era uno fijo de veinte minutos en el que unos patos atravesaban la pantalla de un extremo a otro), pero terminaba admitiendo que quizá podría funcionar en una sala de exposiciones de un museo, que quizá no todo el cine era para las salas, y reconociendo que la película (o lo que quiera que fuese lo que había rodado el iraní) tenía algo.
Y algo, algo así, llamémosle cine, llamémosle videoarte, llamémosle (sin maldad alguna) arte somnífero, tiene esta Periferia de la noche, comisariada por Joana Hurtado Matheu. La instalación se compone de varios vídeos dispersos por el interior de la Nave 16 del Matadero donde Apichatpong da rienda suelta a sus múltiples inquietudes, mezclando lo onírico y lo espiritual con lo sensorial y lo físico, en la selva o en la ciudad, escarbando en lo político y en lo íntimo, con un tono a caballo entre lo poético y lo prosaico. Videodiarios de rodaje se funden y confunden en microcosmos experimentales o breves historias con narrativas ínfimas. La única iluminación es la de las propias pantallas y la natural proveniente del exterior filtrada por unos cristales rojos en las ventanas, lo que confiere a la visita un clima de relajación y tranquilidad que no encontraremos, por ejemplo, en la nave de al lado con sus largas colas para ver la experiencia inmersiva de Pompeya. Rojo translúcido son también los plásticos colgantes que forman la cortina de entrada a la instalación y la proyección que nos recibe, Haiku, con un filtro del mismo color que muestra durante un par de minutos a unos adolescentes dormitando. Apichatpong, que ha sido censurado en varias ocasiones en su país, quizá no haya escogido el rojo gratuitamente ni tampoco por conseguir ese efecto balsámico en contraposición con el exterior, teniendo en cuenta que fue un color que estuvo prohibido en Tailandia en las décadas de los 60 y 70 por sus connotaciones políticas. En los vídeos encontraremos de todo, desde siluetas de perros (rojas por supuesto) dispersas por toda la nave (Apichatpong cree que los perros abandonados representan espíritus; quizá por eso al personaje de Tilda Swinton en Memoria le da tanto mal rollo el encontronazo nocturno con uno de ellos), hasta los genitales de un mono seguidos de un ojo psicodélico que se superpone a un desfile de imágenes superpuestas a otras imágenes (For Monkeys Only), pasando por el limpiado de cables de dialisis de su padre por parte de su madre y su cuñada (Father) o a Sakda Kaewbuadee, uno de sus actores habituales, sentado en un escenario, micro en mano, diciendo que es la reencarnación de Rousseau mientras tocan la guitarra a su lado (con una languidez que me hizo jurar que es el mismo músico que interpretaba la banda sonora de Hotel Mekong, lo que he podido confirmar posteriormente). Estatuas habitadas por hormigas retratadas con un detallismo digno de un documental de la dos y, cómo no, Tilda Swinton, su nueva musa, que en uno de los vídeos comparte espacio de diversas formas con tres talentos como son Ryuichi Sakamoto (que pone la música), David Sylvian (que pone la voz) y Andrei Tarkovski (el poema). Periferia de la noche es una visita recomendada si se quiere desconectar de todo y de todos, o simplemente reconectar con uno mismo, o (nuevamente sin maldad) conciliar el sueño (o reconciliarse con él, si uno es insomne), y mientras, quizá y, nuevamente, solo quizá, desentrañar el misterio que se esconde en unas imágenes que, sin ser especialmente bellas, tienen algo que no tiene mucho cine estrenado en salas.