Despierto después de haber dormido profundo y sin soñar, sorprendido por una resonancia hueca, un impacto repentino de madera contra madera. ¿Es un sonido en mi mente —un momento del sueño sin relato ni duración— o es un sonido real que proviene del mundo físico?
La médium
Probablemente lo que más me descolocaba al comienzo del visionado de esta Memoria de Apitchatpong Weerasethakul era la investigación que Jessica (Tilda Swinton) emprende para intentar hallar el origen de un sonido semejante a un fuerte golpe seco, que, escuchado en tales circunstancias (aparentemente la saca del sueño; de hecho, si al tailandés se le llega a ir un poco más de la manos la duración de ese primer plano hasta que llega el impacto sonoro, podría despertar también al espectador), lo primero que haría cualquiera, como expresa David Toop en la cita que encabeza estas líneas (y que abre su exhaustivo ensayo sobre la naturaleza del sonido y de la escucha, del que recurriré a otros fragmentos para encabezar los apartados del texto), es cuestionarse si forma parte del sueño o se trata de un sonido real. En más de una ocasión me he despertado por un ruido brusco que, salvo que hubiese querido dar pie al misterio en mi vida y convertirme en un personaje apichatponesco, tendría que admitir que pertenecía a los dominios de Morfeo. Así, se me hacía muy extraña esa visita inicial a Hernán, el ingeniero sonoro, donde describe lo que perturbó su sueño a partir de su memoria, e incluso llega a definirlo como «más redondo» consiguiendo que nos cuestionemos la naturaleza del sonido, y después, una vez este se repite, independientemente de que su sospecha se viese refrendada por las reincidencias, no dejaba de pensar que habría tenido mucho más sentido que comenzase la búsqueda después de haberse producido esas réplicas o si al menos hubiese estado plenamente consciente y despierta durante la primera ocurrencia. Esa intranscendente incoherencia no me permitía disfrutar plenamente la aventura pensando en ese comportamiento irracional, por el simple hecho de que olvidé, y me pasa a menudo, que los personajes de ficción no siempre actúan en base a la (a mi) lógica (existen los instintos, los impulsos, las corazonadas, y al fin y al cabo una serie de circunstancias que les coaccionan e incluso les determinan y que no siempre se comparten con el espectador, como podría ser el insomnio, mencionado de pasada más adelante). Siendo sincero, aunque lo pretenda en mi fuero interno, ni siquiera yo lo hago de forma habitual, así que quién soy para exigírselo a nadie. Por fortuna, llega un momento en Memoria, más pronto que tarde, en que prácticamente cada secuencia da una pista, y todas van en la misma dirección, el cuestionamiento de la cordura de Jessica (primero solo nos lo planteamos nosotros como espectadores, lo que me aportaba la innecesaria lógica que sin embargo me hacía falta: la inestabilidad mental lo explicaría todo, pensé), que, como en ocasiones ocurre con los protagonistas lovecraftianos, no tiene porqué ser necesariamente la dirección correcta, es decir, que puede que esté cuerda a pesar de que todo apunte a que no es así, y aunque tal vez lo mejor sería no estarlo. Primero mantiene una distancia de seguridad y un estado de alerta desproporcionados frente a un inocente perro vagabundo, justo antes de escuchar el impacto por segunda vez. Más tarde, en la conversación durante la cena familiar, cree que una persona que está viva murió el año pasado, lo que parece aceptar como un curioso lapsus. Poco después comprobamos que una persona con la que ha conversado largo y tendido en diferentes lugares bien podría no existir. Ella tampoco parece dar mayor importancia a este hecho como mínimo misterioso. Estos ejemplos nos muestran la posibilidad de que todo esté en su cabeza, y el no tener constancia de que ella misma se lo plantee refuerza esta teoría. Sin embargo, más adelante veremos que cuando escucha el sonido delante de otros no lo menciona, mientras que sí habla del chirrido de los insectos y plantea a una interlocutora la duda que nos invadía a nosotros. Es decir, llega el momento en que vemos que ella también se cuestiona a sí misma, e incluso acude a una consulta neurológica. Y cuando alguien se pregunta si realmente está perdiendo la cabeza, la respuesta suele ser negativa. There are more things, que decía Borges, homenajeando a Lovecraft.
La intangibilidad del sonido es siniestra —una presencia fenoménica tanto en la mente, que es la fuente de la cual parte, como alrededor suyo— y es por eso que se hace imposible distinguir del todo entre lo que se escucha y lo que se alucina.
Hay quien dice que cada uno escucha lo que quiere escuchar, o que cada uno ve lo que quiere ver. Pero, en contraposición, también hay quien dice que cuando el río suena, agua lleva, y yo casi siempre suelo inclinarme por esta segunda opción. Y si le he mencionado ya un par de veces es porque yo veo ecos de Lovecraft (aunque quizá sea porque quiero) en esa investigación del misterioso sonido que persigue a Jessica, o tal vez es perseguido por ella. Lo que quiera que sea ese sonido, es algo que la arrastra, la impulsa, la obliga a buscarlo, a seguirlo, a encontrarlo. Existe una palabra para eso, y no es amor. Lo que ella siente se llama obsesión. Es lo que mueve a los protagonistas de las historias del escritor de Providence, sin que puedan evitarlo, no hay huida posible. También es, pues, el destino. Aunque a priori pensemos en Apichatpong como cine contemplativo (droga dura, no lo neguemos), no podemos dejar de lado su querencia por el fantástico. Ahí están no solo las reencarnaciones de Boonmee, también la aparición del espíritu de su mujer, el reencuentro con su hijo desaparecido convertido en mono fantasma, el apareamiento de la princesa con un pescado parlante, las entidades fantasmagórico-vampíricas (y a la vez tan humanas en apariencia) de Mekong Hotel (2012), las comunicaciones con el más allá de Cemetery of Splendour (Rak ti Khon Kaen, 2015), o el mundo espiritual cobrando vida en los bosques de Tropical Malady (Sud pralad, 2004), donde hablaban los monos y un tigre chamánico andaba suelto. El sonido, tan importante en su filmografía, con especial atención a la naturaleza, autora de su propia banda sonora (de esto también hablaba David Toop en Océano de sonido), aunque no siempre sea así (en Mekong Hotel por ejemplo incorporaba la guitarra de Chai Bathana como hilo musical permanente y se despreocupaba en este apartado), en Memoria es empleado por Apichatpong como elemento de conexión con el fantástico, como lo hicieron recientemente algunas cintas con las que, solo a priori, el cine del tailandés tendría poco o nada que ver: Tres (Juanjo Giménez, 2021), cuya protagonista escuchaba todo con un creciente desfase provocando el caos en su existencia; Un lugar tranquilo (A Quiet Place, John Krasinski, 2018), y su secuela, donde cualquier sonido podría significar la muerte a manos de unos monstruos ciegos con un potente sentido del oído; In The Earth (Ben Wheatley, 2021) con esa científica, que no deja de ser una mad doctor, que experimenta con soundscapes para comunicarse con la naturaleza, no siempre amistosa; Conductor (Sound of Violence, Alex Noyer, 2021) y esa psicópata a la que podríamos decir que el sonido de la muerte le provoca placer; o con algunas no tan frescas en la memoria colectiva como El grito (The Shout, Jerzy Skolimowsky, 1978), que en teoría mataba al que lo escuchase, e incluso la propia El sonido de la muerte (José Antonio Nieves Conde, 1966), ya que la hemos mencionado indirectamente, donde unos aullidos guturales parecen provocar ciertos decesos violentos hasta que se descubre que son causados por un monstruo invisible con muy mala leche.
El sonido evoca; es un fantasma, una presencia cuyo lugar en el espacio es ambiguo y cuya existencia en el tiempo es transitoria.
Apichatpong, no obstante, no se conforma con el empleo del sonido (ese sonido en particular) como herramienta argumental accesoria sino que lo utiliza también (el sonido a nivel global) para convertir la película en una experiencia atmosférica y envolvente. Lo que efectivamente, traducido, significa más droga dura para los yonkis de lo no narrativo, muy en la línea de títulos como La ciudad oculta (Víctor Moreno, 2018), a la que podría decirse que la escena subterránea remite casi literalmente, o Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015). Así, viviremos numerosos contrastes sonoros, pasando de una sinfonía de alarmas de coche, un concierto (donde otro contraste enfrenta el plano de un público, modélico si lo comparamos con uno real que estaría enfrascado grabando con sus móviles, en lugar de posando ante la cámara como si atendiesen concentrados al espectáculo, con el contraplano de los músicos, estos sí, dedicados a los suyo con mayor naturalidad) o el rumor ambiental de la gente o de las fuertes lluvias al silencio de la biblioteca, el de una desierta sala de exposiciones o el de la nocturnidad de un parque. Incluso en escenas donde el peso del sonido no se hace tan notorio contextualmente, este acaba por imponerse de una u otra forma: el chirrido al arrastrar una silla; el tubo de escape de un autobús que un transeúnte confunde con un disparo, y es que hay gente que escucha lo que quiere escuchar; el fragmento de una clase universitaria que habla de materiales de construcción de guitarras y la importancia de su calidad para la consecución de un buen sonido (aquí, más que escucharse, se habla de él, que es otra forma de protagonismo); la citada cena, en la que vuelve a irrumpir el sonido perseguido(r), y Jessica deja de prestar atención a la conversación aunque simule estar escuchando —algo que todos hemos hecho alguna vez cuando el hilo de nuestros pensamientos nos lleva por derroteros que difieren de la charla en la que estamos inmersos o, más bien, del monólogo que (des)atendemos interesadamente—.
Los espacios están saturados de memoria y atmósferas inverificables, que se derivan en igual medida del sonido como de cualquier otra sensación.
Y por supuesto queda pendiente el tema de la memoria. La segunda mitad del film, a partir del encuentro con esa otra versión de Hernán (esto es solo sugerido, aunque se confirma a través de los títulos de crédito que son la misma persona) nos dará las claves para terminar de confundirnos del todo, y dónde nuevamente resuenan ideas del ensayo de David Toop tomando forma en un desarrollo de índole fantástica con múltiples implicaciones que sin embargo no se concretan dejando libertad al espectador para que elabore sus propias conclusiones. La vía fácil, pensarán algunos, pero es difícil no entrar en ese juego (del mismo modo que, y aquí hago una mínima digresión, espero que la última, para dejar notar que lo no narrativo del cine de Apichatpong se apoya fundamentalmente en el estiramiento de la duración de los planos y los silencios, que permiten que estos dejen poso en nuestra memoria; para mal o para bien siempre nos acordaremos de determinados planos de su cine). Objetos que guardan la memoria de su tiempo a través del sonido, recuerdos compartidos a través de la mente, y Jessica, una botánica que estudia la mejor forma de conservar la vida vegetal y las enfermedades que provocan en las plantas determinados hongos —como aquellos que en la novela Gótico (Mexican Gothic, 2020) de Silvia Moreno-García forman una conciencia colectiva, parasitando a los humanos y conservando sus recuerdos de una a otra generación, otro nexo de esos que veo porque el río suena, o porque yo quiero—, convertida en médium invocando memorias de otro tiempo. Puedo decir además que la parte final me ha dejado atónito con uno de esos planos inolvidables, como el último de Stalker (a la que también veo una referencia, quizá no tan invent, en esos últimos compases del film), pero que en realidad me trae a la memoria el cartel de After Earth (íd., M. Night Shyamalan, 2013). La (no) interpretación de Tilda Swinton —a la que sin duda le va la marcha; recordemos que era la voz en off de Last and First Men (Jóhann Jóhannsson, 2020), film islandés experimental con el que también podríamos encontrar paralelismos y con una banda sonora de música ambient, ese género musical equiparable en la música a lo contemplativo o no narrativo en el cine— resulta también memorable, como corresponde a un film titulado Memoria, con un personaje extrañado de sí mismo, que vaga por la Colombia urbana y la selvática como un ente que (tal vez) no es de este mundo. Hay momentos en los que parece que la imagen se haya congelado, probablemente de forma intencionada, y si tuviese menos registros faciales podríamos confundirla con una de las plantas que estudia. Por el momento, la película más interesante del año para el que esto escribe. Eso sí, hay que ver y escuchar con atención, por lo que no es recomendable verla después de comerse un cocido o con déficit de sueño.
Quien escucha con atención es como un médium que descorre la sustancia de lo que no está del todo allí.
Y quizá, solo quizá, no todo lo que digo esté en los fotogramas, pero puede inferirse de (imágenes,) sonidos y tramas, porque no está muerto lo que yace eternamente, y se puede despertar con un ruido al (espectador o al protagonista) durmiente.