Cuando empecé a leer Miradas de Cine, más aún cuando empecé a colaborar, creía que sabía lo que era el buen cine. Que la cinefilia radicaba en descubrirlo, amarlo y estudiarlo, no necesariamente por ese orden. Jamás pensé que consistiría en
reconocer y arropar su figura maltratada, como la de un perro apaleado por los buenos chicos del vecindario.
Porque así ha quedado el blockbuster después de años de hegemonía Marvel/Disney: la imagen-impacto reciclada en soma narrativo, apto para circular en televisiones, móviles, pantallas de avión y memes de Whatsapp. O un cine de autor que se sirve on the rocks en preestrenos y galas, orgullosamente diluido en la ideología y el lenguaje visual prescritos por la élite cultural, disfrutando de una algarabía festivalera que solo calla cuando hacen acto de presencia venerables como Woody Allen, Nanni Moretti o (el que mejor peina sus canas) David Fincher, representantes de viejos fueros donde el discurso aún reina, pero no gobierna sobre la imagen.
Pero ¿quiénes son esos asaltantes complacidos en quebrar las patas del animal artístico del siglo XX por antonomasia? Por supuesto, ejecutivos bárbaros como los que han promovido la zombificación del relato superheroico a la par que truncaban su
única rama de verdadero cine: la espiral de estética pagana e introspección judeocristiana Warner/DC, saldada con el destierro napoleónico de Zack Snyder y el estreno de Flash de Andy Muschietti, un final de supernova que aún brilla en el
firmamento. También esa crítica que ha vendido promesas de streaming a cambio de promesas de futuro (personal), y que ahora empieza a percatarse de que las segundas eran tan fiables como las primeras. Rebel Moon, este sí, es el Snyder prometido: no el que contemplamos desde nuestro sofá, sino el que se ríe de la industria desde el suyo. Y no podemos olvidarnos de los grandes festivales, viciados después de años respirando el mismo aire de sus búnkeres hormigonados con dinero público. La escasa huella de las últimas y estupendas películas de Jafar Panahi, Makoto Shinkai, Manuel Martín Cuenca o Rita Azevedo Gomes, en comparación con el éxito en el circuito VO de propuestas formulaicas, habla de su influencia real en la renovación del canon cinéfilo.
Pero en el 2023 se han estrenado blockbusters adultos ―Napoléon, Oppenheimer― que sacan los problemas de sexualidad de la esfera ideológica y los traen de vuelta a la humana, oculta piedra angular de sus grandezas y miserias; artesanos como
Antoine Fuqua o Martin Bourboulon han seguido empecinados en narrativas audiovisuales sólidas entre tanta papilla; el streaming ha rehabilitado cual centro de AA a directores en punto muerto, desde el citado Fincher a, sí, Kevin Smith con su Clerks III, comedia trash con la fotografía horrorosa y el nulo tempo cómico propios de la verdad descarnada, cine a su pesar; y, por último, en los festivales pequeños y las secciones paralelas de los grandes se aprecia el anhelo de trascender el decadente ordenamiento audiovisual: el Cielo (Chiara, Susanna Nicchiarelli), el Purgatorio (Civic, Dwayne LeBlanc) y el Infierno (Las habitaciones rojas, Pascal Plante) vuelven a ser los destinos naturales de la imagen. El viejo perro se ha erguido y, tambaleándose, comienza a ladrar.