Tímidos del mundo, ¡uníos!
Puede que Kati Outinen ya no tenga el chichi pa farolillos (no se entienda mal la vulgar y tal vez excesivamente gráfica, aun siendo figurada, expresión; sigue actuando pero su perfil de edad ya no encaja en las historias de Kaurismäki) y es una triste realidad que el pobre Matti Pellonpää ya hace ¡décadas! que no se encuentra entre nosotros, pero a pesar de ello el director natural de Orimattila se las ha ido apañando de forma más que decente en esta ultima etapa de su filmografía en ausencia de estos actores fetiche. No es una excepción esta Fallen Leaves, cuyo dúo protagonista brilla con especial intensidad, a pesar de la miseria existencial en la que se encuentran sumergidos los personajes a quienes infunden existencia, que no propiamente vida. Holappa (Jussi Vatanen) es alcohólico y fumador, aunque seguramente muera por una silicosis contraída en la obra en la que trabaja antes que por cáncer de hígado o de pulmón si nos atenemos a sus propias palabras. Ansa (Alma Pöysti) dilapida sus días en trabajos infraremunerados para, a duras penas, sacrificando su propia salud a base de cenas caducadas calentadas en un microondas y que la mitad de las veces acaban en el cubo de la basura, pagar el alquiler de su pequeño apartamento, suficiente, eso sí, para una sola persona, como remarca en un determinado momento, en un respiro cómico que, al menos para el espectador, corta la tensión de una cita que no transcurre como se esperaría.
En un mundo que en manos de una tecnología mal empleada parece abocado a la idiocracia, Kaurismäki se mantiene anclado en los ochenta, aunque la historia se desarrolle aparentemente en 2024 si hacemos caso a un calendario de pared, por lo que nos hallaríamos en un universo paralelo, y por supuesto analógico, donde a duras penas tienen cabida los teléfonos móviles. El único, el de Ansa, un Nokia de primera generación relegado a un rincón, destinado únicamente a recibir llamadas, algo que, por otra parte, rara vez ocurre. En su refugio no hay portátil, ni siquiera una televisión, es la radio la que se encarga de llenar los tiempos muertos, con noticias de guerra y destrucción, o con canciones tristes, cuyas letras, como ocurre a menudo en el cine del finés, son el espejo en el que se se miran sus personajes. Le pasa a Ansa, cuando la radio canta «¿No te atreves a amarme? / ¿Por qué no me contestas?» mientras espera una llamada que nunca llegará por culpa de los designios del azar, pero también a Holappa, cuyo alcoholismo le impide comenzar la relación romántica que le gustaría, cuando en el pub donde el dúo Maustetytöt (al que el autor de Sombras en el paraíso ha puesto en el mapa para que lo pudiese encontrar el Primavera Sound) canta un «me gustas pero no me soporto» bajo su mirada triste y pensativa, autorreflexiva, en uno de esos retablos musicales que tanto gustan a Kaurismäki, y que tan bien recogen la atmósfera de los conciertos en pequeñas salas.
Y de la misma forma en que la protagonista economiza lo máximo posible, el cineasta finés se refugia en el minimalismo otorgando el peso de la historia a sus entrañables personajes abocados a encontrarse a pesar de toda adversidad. La duración de Fallen Leaves es el mejor ejemplo, poco más de hora y cuarto, algo por otra parte habitual en su cine, pero no por ello menos digno de elogio, si hacemos caso a la cita más famosa de Gracián. Kaurismäki solo rueda primeras tomas, salvo errores garrafales, y sin duda poco habituales, quizá una manía heredada de los tiempos en que se usaba celuloide, pero en cualquier caso una declaración de principios. Un ejemplo más particular de economía, en este caso del lenguaje cinematográfico, es cuando Ansa desenchufa la radio mientras lee la correspondencia. En primer lugar el espectador piensa que lo hace porque está harta de escuchar día tras día al aparato escupiendo noticias de muertes inocentes sin poder hacer nada al respecto. Mientras sigue leyendo, con un rostro descompuesto de preocupación y desenchufa también el microondas y a continuación apaga el interruptor general de la luz nos damos una buena hostia de realidad que nos muestra la miseria emparejada al hecho de no poder pagar las facturas esenciales. Hay que inferirlo, pero todo está ahí, en ese único plano sin palabras. Otro buen ejemplo de frugalidad narrativa es cuando Holappa desaparece del plano tras salir de su pensión, camino de su cita, a la que nunca llegará, y escuchamos un ruido metálico indeterminado seguido de un horrorizado alarido, que no es otra cosa que la respuesta de una testigo que ve lo que nosotros tenemos en off: un tranvía atropellando a un transeúnte. Pero hay más muestras de esta forma de contar historias tan concisa, propia de otros tiempos en que el cine era un lenguaje, una forma de expresarse, y no un vómito de imágenes inconexas. Justo antes de eso, se sugiere que el otro inquilino, el que le presta el atuendo, se va a suicidar, con una simple frase y unos gestos, aunque de esto no tengamos la confirmación; o un breve inserto de un puñado de colillas aplastadas en el suelo como indicativo del paso del tiempo; o un único breve plano para mostrar la decepción de Ansa, un plano en el que se deshace del plato y los cubiertos que había comprado para la ocasión, pero en el que no vemos su rostro, no es necesario regodearse, como si de algún modo la cámara quisiese respetar su tristeza.
Esa sutilidad de algunos momentos la echa por tierra Kaurismäki en otros donde no está tan fino, como a esa salida del cine, donde los carteles (Breve encuentro, Código del hampa, El dinero, El desprecio, Rocco y sus hermanos, ¡Lost Continent!… ) no parecen ser suficiente homenaje a sus referentes y pone a dos espectadores que abandonan la sala a citar explícitamente a Bresson y Godard, ahí es nada, a la salida de la que probablemente sea la peor película de su colega Jim Jarmusch, para separarse de inmediato en direcciones opuestas sin mediar siquiera un mínimo amago de despedida, un chiste un tanto chabacano que no termina de encajar con el sentido del humor, mucho mas fino y sintético (por ejemplo cuando Holappa le entrega a su compañero Histeria ártica de Marko Tapio y le dice que son cuentos infantiles, con una retranca, que de existir, es imperceptible), que suele manejar el realizador. Se lo perdono porque sus narraciones, aunque sean fábulas, reflejan demasiado bien la vida, con sus miserias y sus regocijos, y como la vida, no siempre pueden, ni tienen por qué, ser perfectas. Y volviendo a Godard, que dicen que decía que lo único que se necesitaba para hacer una película eran una chica y una pistola, a Kaurismäki le sobra la segunda, hasta para eso es ahorrador.
Por supuesto, es encomiable la labor de Timo Salminen, esa fotografía que resalta los colores vivos, incluso en los oscuros tugurios donde se refugian los protagonistas, que contrastan y mucho con la decadencia de absolutamente todo lo que se narra, y esa suerte de postales con las que el realizador remata o abre ciertos planos buscando la sonrisa en el espectador, de un modo similar al de alguien cuyos personajes son también parcos en palabras y al que también le gustan las «postales» como puede ser Takeshi Kitano. Son buenos ejemplos el momento en que Huotari (un Janne Hyytiäinen, habitual en las cintas del finés, sobrado de magnetismo) se pone las gafas de sol anunciando el comienzo de la diversión, o aquel en que Holappa y Ansa aparecen sentados en el sofá con dos metros de separación, tras finalizar la frugal cena preparada por ella.
En el desenlace descubriremos que la perra que adopta Ansa (cuyo dueño fuera de la ficción es el propio Kaurismäki) se llama Chaplin, reforzando nuevamente de forma innecesaria aunque tampoco dañina un homenaje ya implícito en ese mismo último plano, calcado del de Tiempos Modernos si obviamos la presencia de la entrañable mascota, ese último plano que es el final, o quizá solo el principio, de esta agridulce historia de amor entre dos tímidos con problemas bastante más importantes que su apocamiento, ese último plano en el que, mientras suena el tema de Olavi Virta que da título al film, se encaminan al horizonte, metáfora de un futuro indefinido y probablemente sombrío, pero en el que se tendrán el uno al otro. Un futuro, como el que se planteaba en el film de Chaplin, en el que las penas compartidas serán menos.