Viaje al fin de la noche
¿Qué podría ser más deseable que no sufrir?
John a May
Cuando Henry James concibió La bestia en la jungla con el amanecer del siglo XX, difícilmente podía pensar que su planteamiento alcanzase aún mayor vigencia una docena de décadas más adelante. Dos títulos franceses realizados el año pasado lo han puesto de manifiesto explorando la misma fuente literaria para actualizar su sentido e intención. Y si Bertrand Bonello proyectaba el relato en La bestia hacia un espacio tecnológico presente y futuro donde la realidad y el contacto humano parecen diluirse ante la virtualidad, la adaptación de Patric Chiha rastrea el pasado reciente para encontrar una muy pertinente contextualización en el espacio hedonista y lisérgico que supone una discoteca.
Después de unos créditos superpuestos a las imágenes granuladas de alguna verbena popular al ritmo de Paquito Chocolatero, donde intuimos la presencia de los protagonistas adolescentes, la historia nos lleva a 1979, cuando John y May, se (re)encuentran en la inauguración de una boîte parisina. May siente una evidente fascinación y atracción por John, que éste no es capaz de manifestar recíprocamente aunque en el fondo pueda desearlo, de forma que su relación no parece poder trascender de la amistad. Él es un personaje solitario que se da un aire misántropo, que espera la llegada de la «bestia» a la que se refiere el título del film, evento ignoto por venir, quizás maravilloso, que supuestamente cambiará su vida y del que hace cómplice a May, una chica más social y extrovertida que sin embargo va renunciando poco a poco a su grupo de amigos, e incluso a su posterior matrimonio, en un acto de extraña fidelidad que tiene bastante, tal y como lo refleja la película, de adicción un tanto abstracta.
Hay una cualidad espectral tanto en los personajes como en su relación. El marido de May se lo espeta explícitamente a John: «No eres nada. Sin la música y la luz, desapareces». Música y luz son de hecho los elementos estéticos más expresivos de la película. La puesta en escena, así todo, transmite materialidad, en las composiciones de personajes dialogando, en el registro de los cuerpos en movimiento o en la siempre significativa utilización del plano-detalle. Pero algunas dinámicas de presencia/ausencia que aborda la planificación visual dejan una sutil impresión fantasmal. Y especialmente potente resulta en este sentido la escena en la pista vacía en la que John le pide a May, vestida casi de novia, que le acompañe en su aventura de permanente espera, como si fuera un acto de matrimonio, iluminado únicamente por la lechosa luz de la Luna, tan evocadora de espectros y visiones, tan apropiada para alumbrar una relación-simulacro.
Dentro de un espacio dramático convencional no resultaría muy creíble esa continuada fascinación por una persona tan aburrida y monotemática, que acude puntualmente al templo festivo sin ni siquiera animarse a bailar. De hecho, John se antoja más bien como una antítesis personificada de lo que prometería la llegada de la mentada «bestia», negándose a sí mismo cualquier expansión, dejando su vida en permanente suspenso hasta el advenimiento del supuesto evento. En realidad ellos mismos hacen espejo del espacio que ocupan. La periódica fidelidad de May para con el previsible y romo John viene a ser la misma que la del impenitente visitante de una discoteca que anhela con mayor o menor consciencia el supuesto evento trascendente y maravilloso que allí podría suceder sin ser consciente del bucle en el que ha caído. Lo que por supuesto puede extenderse a nuestra obsesión por las liturgias nocturnas (entono el mea culpa) que prometen emociones y aventuras por venir, ilusiones más bien efímeras de virtualidad farmacológica.
Son también una forma, ilusoria por supuesto, de ensayar una suspensión temporal, de soñar con una perpetua juventud manifestada en la película de manera subjetiva por el inmutable aspecto de los personajes, que nunca envejecen a la vista. «Ya no existe el tiempo; es magnífico», le dice May a John en un momento de particular éxtasis lisérgico. Pero su discurrir es inexorable, como simboliza el reloj que ella le regala, como queda de manifiesto por la evolución de la música y el vestuario con el pasar de los años mientras los dos protagonistas permanecen varados en su limbo, atrapados por sus rutinas de sábado en una suerte de El ángel exterminador a tiempo parcial.
Al poco de iniciar su aventura a ninguna parte, se produce un hecho externo que amenaza con sacudir su ensimismamiento, una llamada de la realidad exterior con motivo de la victoria de Mitterrand en las presidenciales de 1981 y que invita a los personajes a salir a la calle sólo para poner de manifiesto en forma visual el bucle del que no saben, quieren o pueden salir [1]. Es curioso además cómo este episodio anuda de manera muy obvia el paralelismo entre el film de Chiha y El futuro de Luis López Carrasco, que se iniciaba también con otra victoria socialista, la de las generales españolas de 1982, y que suspendía a los participantes de una fiesta en un limbo hedonista que terminaba proyectado hacia un precario presente. De manera análoga, podemos ensayar una lectura política en La bestia en la jungla, donde los personajes se revelan como seres narcotizados e individualistas («¿crees que podemos compartir cosas con la gente?» pregunta John en ese breve paseo exterior).
«Todo va a cambiar hoy», dice una exultante May a John en ese momento de triunfo electoral, recurriendo justo a la misma dialéctica que utiliza él para hablar del misterioso acontecimiento venidero. Todo un acto de fe que nos puede sugerir una sociedad que ha dejado crecer a la bestia neoliberal mientras confiaba progresivamente alienada en el supuesto maná de un socialismo finalmente de regusto virtual. John no deja de ser un paradigma de esta problemática dada su indiferencia política mientras sufre manifiestas estrecheces económicas.
De hecho, el desarrollo del film les va situando cada vez más como meros espectadores de la vida, de los eventos históricos que se suceden fuera de su “caverna”, incluso también del escenario que supone la discoteca, un microcosmos que va mutando, que languidece con el SIDA, que se renueva periódicamente. En un momento dado, la mejor amiga de May sentencia que «para resistir hay que bailar», pero May deja finalmente hasta de bailar. Es manifiesta la fascinación siente Patric Chiha por la expresión corporal que proponen los ritmos musicales, muy evidente por ejemplo en su film precedente, Si c’etait de l’amour (2020). Aquí su protagonismo es notorio, hay una mesurada delectación en el baile, que sirve de actividad relacional pero también progresivamente alienante, según las drogas sintéticas van tomando protagonismo en los años noventa, cuando la película entra también en un cierto bucle. De alguna forma, la discoteca entera se abandona cada vez más al limbo de John y May.
La bestia en la jungla emerge así como un obra inmersiva y claustrofóbica, extrañada y romántica a pesar de todo, pero cuyo artificio responde a una vocación intelectual que prevalece sobre la dramática. En ella encontramos un permanente intento de supresión de sentimientos. Como dice John, «El amor es también el final del amor, es el riesgo de destruirlo todo». Es, en definitiva, un anestesiado viaje al fin de la noche.
[1] Curiosamente, otro film de 2023, After dirigido por Anthony Lapia, encerraba también a sus personajes en otro local de música electrónica, en este caso un after, claro está, mostrando algunos paralelismos evidentes con la propuesta de Chiha, aunque aquí todo se concentra en una única jornada y su desarrollo depara el viaje final de algunos de los personajes hacia la luz, hacia la realidad política del mundo en el que viven.