Escuela de hip hop
Tras su notable debut en el largometraje, Orígenes secretos (2020), donde David Galán Galindo homenajeaba a Seven (Se7en, David Fincher, 1995) con buenos golpes de humor saliendo airoso de un lance que inicialmente podría parecer abocado al ridículo teniendo en cuenta la extraña combinación que nutría la propuesta, en Matusalén abandona el disfraz del thriller y se suelta con una comedia con todas las letras (la mayoría, raperas) que sirve de homenaje a la cultura hip hop (incluyendo la propia música, pero también las indumentarias, los grafitis, el breakdance…) a la que el mismo director pertenece y cuya premisa me recuerda a títulos como Billy Madison (Tamra Davis, 1995) o Regreso a la escuela (Back to School, Alan Metter, 1986) —Galán cita como referentes Desmadre a la americana (National Lampoon’s Animal House, John Landis, 1978), Chicas malas (Mean Girls, Mark Waters, 2004) o Infiltrados en clase (21 Jump Street, Phil Lord, Christopher Miller, 2012) entre muchas otras—, con un reparto que combina rostros conocidos y fiables —el tándem Julián López/Raúl Cimas (rompiendo el molde una vez más, para deleite de sus acólitos, entre los que me cuento, no me escondo) y Miren Ibarguren, que aunque no siempre tiene suerte con sus papeles es ya un rostro indisolublemente asociado a la comedia patria— con sangre nueva entre la que destaca Elena de Lara, que aprovecha al máximo un rol menos destacado a priori que los del resto de universitarios del elenco, y también auténticas glorias con una estupenda María Barranco al frente, maridada con un Antonio Resines en piloto automático (que tampoco es que necesite más).
Como es habitual en los trabajos previos del realizador, encontraremos innumerables guiños y homenajes al cine de género —El cabo del miedo (Cape Fear, Martin Scorsese, 1991), ese cafelito que diría que es de Mulholland Drive (Mulholland Dr., David Lynch, 2001), Chinatown (Roman Polanski, 1974), La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977)…— y a la cultura popular (impagables las bodas oficiadas por el rito lovecraftiano), casi siempre bien integrados con una pequeña vuelta de tuerca. Todos sabemos que la comedia se considera popularmente un género menor, y no suele ser extraño verla abocada a unas direcciones funcionales cuando no mediocres, pero Galán tiene oficio dirigiendo, y no se contenta con poner la cámara en cualquier sitio y dejarlo todo en manos de un guion divertido. En todo momento sabe lo que rueda y cómo lo hace, dejando algunos detalles por el camino como el plano secuencia de la fiesta en la casa de Laia (Lucía de la Fuente), acentuando la sensación de descontrol reinante (¿qué sería de una película ambientada en la universidad sin una fiesta que se va de madre?), aquella panorámica que atraviesa la rejilla de ventilación del garito a la entrada del concierto que celebra el fin de curso o el videoclipero número musical de Hardcore a tope con accidentado desenlace a la entrada de la universidad, por citar algunos.
No todo es maravilloso, las partes de diálogo de algunos de los secundarios más jóvenes no resultan del todo naturales, con unos textos demasiado sintéticos y coyunturales que aportan un toque algo naif (en su descargo, esto es algo de lo que pocos se libran haciendo comedia), y también encuentro algunos líos de fechas (aquí ya hilo yo fino y a lo mejor adolezco de algo de TOC, pero que estén viendo la etapa reina del tour de Francia y no haya terminado el periodo lectivo, y que más adelante sea la fiesta de fin de curso, antes de mayo, son cosas que me ponen nervioso, aunque como digo, seguramente sea problema mío, supongo que una ficción no tiene por qué seguir las mismas normas que la triste realidad). En cualquier caso, todo esto se compensa con creces con algunas frases y situaciones memorables. Anselmo, el personaje de Cimas, diciendo: «¿Has desayunado? Porque te puedo dar una galleta» que me recordó, inexplicablemente, a Harry el sucio (y que si no lo dijese Raúl Cimas seguramente no tendría la misma gracia), o su número de breakdance «Las montañas de la locura».
La película cuenta además con una buena pila de canciones originales, con unas letras dignas del mejor rap patrio —algunas escritas por el propio realizador, como Matusalén, interpretada en el clímax, un momento que nos remite sin mucho esfuerzo a Escuela de rock (School of Rock, 2003), la mejor película de Richard Linklater— e inevitables y celebradas colaboraciones de un buen número de MC’s, DJ’s, y grafiteros. Mención aparte a la descacharrante letra de Nunca te amé de verdad, cantada por Adrián Lastra, que da vida a una estrella del pop latino con un único hit, a la sazón hermano de Albert/Elpho K/Matusalén (López).
Pero la música rap no es la única protagonista, la banda sonora también es aprovechada con tino, ya sea en los momentos románticos (pues Matusalén, como toda comedia que se precie es también una comedia romántica) o en los más tensos, incluido ese desenlace con voz en off (podríamos decir que marca de la casa) donde la partitura contribuye a elevar la épica de una de esas historias de perdedores a los que la vida concede segundas oportunidades, una historia universal, y que además, en este caso concreto, tiene un universo muy particular.