Los ángeles del pecado (Les Anges du péché, Robert Bresson, 1943)

Afán de pureza

Los ángeles del pecadoSin duda resulta una experiencia fascinante descubrir, en las primeras obras de un autor referenciado, el embrión de los elementos distintivos que terminarán, en el desarrollo de su filmografía, por conformar una mirada propia. Aquellos temas y estilemas que acuden a nuestra conciencia al evocar a un cineasta con nombre y apellidos. Convendremos todos que la figura de Robert Bresson despunta entre el canon de cineastas a los que se reconoce con tan sólo contemplar algunos fotogramas de su obra, ciertas imágenes sustraídas de sus películas aunque sean, como es el caso de Los ángeles del pecado (Les Anges du péché, 1943), relativamente desconocidas: un magisterio sustentado en el hecho de encarnar  en su icónica figura la evolución, desde el realismo poético de entreguerras a las nuevas formas surgidas al albur de las convulsiones de Mayo del 68, de una de las cinematografías por excelencia del viejo continente y hacerlo, además, otorgándole el máximo sentido al concepto de puesta en escena.

Sin ánimo de caer en la desmesura, hay en el cine del firmante de Pickpocket (íd., 1959) una intención en la concreción del plano, que aúna hálito estético y rigor conceptual, construyéndose ya desde el propio encuadre, prolongado en el medido fluir de las secuencias, una narrativa propia. Cuando va de la mano de lo que escuchamos de labios de los intérpretes le confiere sentido profundo, si bien también logra, en no pocos pasajes de sus filmes, generar en el silencio de la observación consciente un sentido propio. Un sentido que convendremos, en la medida en que hagamos nuestros los postulados de la política de autores, se consigue a partir de otorgar la primacía fílmica a la síntesis de imagen y sonido que se constituye en la unidad elemental del audiovisual: la quintaesencia del arte cinematográfico conjugada a partir de una depuración expresiva que, en el grueso de su obra, alcanza las elevadas cumbres de lo trascendental.

Los ángeles del pecado

Llegados a este punto resulta obligado mencionar a Paul Schrader, que aparte de presentar, en sus credenciales como director, una filmografía irrenunciable ha despuntado también como ensayista: en El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1999) alumbró un sistema teórico, devenido canónico, dirigido a la concreción fílmica de lo inefable: ¿Cómo conferir entidad a la realidad existente más allá de la realidad a partir de los instrumentos de que dispone el medio cinematográfico? Si al arte le viene interesando ya desde sus albores la plasmación de lo metafísico, el cine se valdría de sus formas propias para alcanzar dicha finalidad. Lo que hermanaría según Schrader a Bresson con sus almas gemelas de Japón y Dinamarca sería el empeño de dar cabida en sus obras a la experiencia de lo trascendente a través de una depuración expresiva rayana en el ascetismo visual, dejando al espectador sólo, conmovido, ante unas imágenes elevadoras de su espíritu. La misma intención que impele a los artistas encargados de decorar una capilla barroca a saturarla de imaginería religiosa, para entendernos, pero aplicada a un ámbito donde las imágenes pretenden un alcance universal, más allá de los contextos culturales de quien las concibe.

Pese a que Los ángeles del pecado acoge un buen número de estampas adscritas a la iconografía católica, en línea con una narración que transcurre en la mayor parte de su conciso metraje en un convento, dista mucho de ser una película de temática religiosa. O quizá deberíamos precisar que no se conforma con quedarse en el asunto religioso: si bien la vivencia de la fe, y los conflictos morales vinculados, constituye una de las temáticas que movilizan a las protagonistas, en su parsimoniosa recreación se abre a la dimensión netamente humana que adquiere el interés hacia los demás y, más concretamente —en una obra donde la expiación de la culpa sé encuentra tan presente— el compromiso honesto con su sufrimiento. Esta apertura empática que refleja el luminoso rostro de Anne-Marie (Renée Faure), que ni entiende de dogmas ni de cadenas mentales, se constituye en sí misma en principal filiación con los títulos de Carl T. Dreyer y Yasujiro Ozu que a todos se nos vienen a la cabeza, en los que la vinculación con el mundo espiritual de sus heroínas se muestra, transparente, en la pureza de su mirada. No mediatizada por los condicionantes protestantes y sintoístas del tiempo que les ha tocado vivir.

Estética de la trascendencia

Al igual que a ellos a Robert Bresson le interesa filmar la trascendencia, entendida como exaltación de la vivencia ligada al espíritu, y en pos de esta epifanía va a configurar un aparato estético de sobrecogedora belleza, apoyándose como indican ya los títulos de crédito en la serena recreación del día a día de las integrantes, mujeres a las que la vida ha dado la espalda, de esta comunidad de dominicas. Las imágenes atesoran así una poderosa impronta documentalista, si bien es cierto que la escueta trama noir, temática del gusto de la década, le permite dar cabida a un registro visual diferente, abriendo la filmación a la sensación de amenaza, reflejo de la Francia ocupada. Si bien las dependencias policiales se visualizan con la proverbial concisión del polar, las oscuras calles que transitan las hermanas en sus escaramuzas nocturnas no escatiman en claro oscuros expresionistas, característicos de la edad dorada del género: unos escenarios ominosos, más bien lúgubres, que contrastan poderosamente con la protectora quietud que se respira intramuros.

Una parsimonia que, a partir del recurso a la unidad de espacio, impregna los espacios donde acontece la vida de las integrantes de la congregación. De hecho, el recorrido que inicia una de las hermanas desde el exterior del convento, en los primeros compases del metraje, se diría nos invita a acompañarla al interior, seguido de un montaje de breves secuencias en las que, a través de suaves movimientos de cámara y panorámicas pictóricas, se nos muestra a sus moradoras recorriendo las estancias del edificio religioso, o bien entregadas a sus quehaceres, sin más intención aparente que hacernos copartícipes de la serena convicción que emana de rostros y gestos. Si bien el recurso a los primeros planos y planos medios, que constituyen el soporte a los diálogos, puntean la deriva dramática de una trama que atañe fundamentalmente a tres personajes, son estas panorámicas amplias, en ocasiones en contrapicado, las que las igualan con el resto de sus compañeras, insertándolas en el flujo cadencioso de unas obligaciones que se repiten, inalterables, un día tras otro.

Los ángeles del pecado

¿Qué lleva a la novicia Anne-Marie a volcar toda su atención en la esquiva Thérèse (Jany Holt)? Quizá su mala conciencia de joven de buena familia, obligada a esforzarse en parecer una más, en consonancia con unas pobres muchachas que no han tenido tanta suerte como ella. Pese a gozar de los favores de la madre superiora su obstinado acercamiento a la falsa culpable de la historia, que trata por todos los medios de rehuirla, le llevará a convertirse en el blanco de todas las miradas, con acciones cada vez más visibles —y contestadas—, conducentes a ofrecer a la sufriente una posibilidad de redención. Pero Thérèse, que oculta en su interior un pozo profundo de rencor y desprecio, prefiere mantenerse en la sombra, no sucumbir al halo de santidad que su benefactora se empeña, denodadamente, en proyectar sobre ella. La desigual confrontación, de resonancias arquetípicas, va a tensar la plácida atmósfera recreada en los pasajes anteriores, lo que tendrá su correlato visual en el aumento de claro oscuros y contrastes lumínicos, en la medida en que Anne-Marie, desoyendo las advertencias de la dirigencia del convento, se abisma en la oscuridad. Sea por piedad, sea por orgullo, ha decidido salvar a su compañera de sí misma, aunque el precio a pagar sea su propia vida.

La voluntad, llevada a sus últimas consecuencias, conduce inexorablemente al sacrificio: en la postrera secuencia, prodigio de belleza y dramatismo, ante las miradas dolientes de sus hermanas en la fe de Dios, Anne-Marie pronuncia sus últimas palabras en el lecho de muerte. Viéndose incapaz de continuar, delega en Thérèse, quien en realidad se está hablando a sí misma, terminar con la plegaria. Algo se ha roto en el interior de la antagonista, a la que vemos, por primera vez, verdaderamente conmovida. El legado recibido es la redención, con lo que, superada la amargura, recorrerá ceremoniosamente el convento, despidiéndose en silencio de sus compañeras, para entregarse a la policia. Las esposas que se cierran sobre sus muñecas, en primer plano, no aprietan tanto como aquellas de las que al fin se ha liberado. En Los ángeles del pecado, extraordinaria obra seminal de imprescindible visionado, confluyen ascetismo visual y vocación de servicio, ética humanista y sentido de la trascendencia, puntales temáticos de las grandes obras por venir del autor de El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, 1962).

Las damas del bosque de Bolonia (Les Dames du bois de Boulogne, Robert Bresson, 1945)