The End

The End, de Joshua Oppenheimer

El artilugio frente a la ignominia

Frente a las amenazas de destrucción de la vida, hay que reformular nada menos que un nuevo imperativo categórico: no comprometer las condiciones para la supervivencia indefinida de la humanidad … y los individuos «desatados», desligados, emancipados, liberados de los lazos religiosos, familiares, ideológicos, funcionan como átomos en estado de flotación social. No sin efectos paradójicos.

Gilles Lipovetsky

El fin de los tiempos siempre ha ocupado un lugar central en nuestras historias como especie. Aunque la gran pregunta, tanto filosófica como científica, ha sido “¿De dónde venimos?”, la lejanía temporal de su respuesta ha permitido relegarla a los expertos. Mientras tanto, para el resto, toma protagonismo una inquietud más visceral, alucinatoria y fatídica: ¿cómo será el final? Las respuestas son múltiples, pero suelen coincidir en algo fundamental: el “Apocalipsis” no es un evento ajeno al ser humano, sino que nace de este, fruto de algún pecado o exceso. En esta línea se inscribe también la visión de Joshua Oppenheimer, donde, más allá de romper con los códigos narrativos tradicionales del musical y la ficción; hasta volverlos tediosamente insustanciales, The End lanza al espectador una verdad incómoda y reiterada: lo que condena a la humanidad no es otra cosa que su propia frivolidad.

Al conocer la abundante y descarnada obra documental del director, centrada en la violencia sádica e inventiva, tan ligada al espectáculo como a la sociedad y la política, resulta intrigante acercarse a su debut en la ficción en el que la desgracia humana es telón de fondo. Sin embargo, es allí, en la contraposición con su demás filmografía, donde reside lo más sustancial de la película. Debido a que resulta evidente que, después de años de retratar los rostros de genocidas, asesinos y guerras, sin encontrar quizás una respuesta satisfactoria a sus denuncias en la vida diaria, Oppenheimer encuentre en la ficción un medio, esta vez de desahogo, para elucubrar su malestar, como persona y cineasta, hacia la indiferencia y banalidad en nuestras sociedades.

Seguro por ello, tras varios largometrajes documentales, su debut en la ficción es precisamente en el artificioso género del musical, con una puesta en escena extenuantemente teatral que deja a la vista, sobre todo, la falsedad —más que del cine o del género en sí mismo— de la historia humana, los relatos, las relaciones y los vínculos más tradicionales y fundamentales, como lo es la familia. Partiendo de un microuniverso compuesto por un núcleo familiar de madre, padre, hijo, médico, amigo y cocinera, obsesionados con ignorar la desgracia mientras viven una pantomima de la vida, rodeándose de belleza, arte y lujo.

Aquello es claro cuando entendemos que esta vez su intención no es exponer la desgracia, sino retratar el desapego social. Enfatizando lo absurdo que resulta que, mientras millones de personas son masacradas, torturadas o simplemente víctimas del cambio climático o las diferencias sociales —entre innumerables causas—, obligadas a luchar por su supervivencia diariamente, exista otra realidad opuesta donde miles de millones son invertidos en arquitectura, cultura, bienestar, ocio y entretenimiento con el fin principal de evadir la realidad y convertir la vida en una experiencia permanente de satisfacción e indiferencia.

Esto se expresa desde la atmósfera del film, precisamente, en el hecho de que Oppenheimer jamás explica las condiciones de aquel mundo apocalíptico, especificando sus causas o detalles, así como tampoco cómo es que, aunque afuera parece inhabitable, la familia rica y protagónica del relato obtiene comida, agua e incluso pinturas de colección de grandes maestros del arte en condiciones perfectas para decorar su sala. Enfatizado por una subjetividad inauténtica y un pasado “prefabricado”, que de manera individual para cada personaje conduce a una falsa comprensión y a la carencia de respuestas sustanciales. Así mismo a través de los deseos de los personajes, como en la ilusión casi cómica, por inoportuna y arbitraria del padre que se empeña en que su hijo sea el editor de un libro —distorsionado y favorable— sobre su vida cuando es evidente que, por la extinción de la humanidad, carecerá de lectores. No obstante, todo aquello cobra sentido cuando percibimos que la intención de The End no es crear las reglas de un mundo fantástico, sino ser una alegoría de la realidad, enmarcando exclusivamente sus aspectos más vacuos y decorativos para recalcar que no solo son absurdos, ridículos, injustos e insignificantes, sino que son precisamente así porque aquello ocupa casi por completo nuestras vidas y termina siendo el sentido de nuestra existencia la ornamentación de la infamia.

La mayoría del tiempo esto se traduce en agotamiento del espectador ante el film, incomodándose al ver cómo los sentimientos más intensos e incontrolables de la humanidad, como la culpa o el amor, se diluyen en objetos de consumo y en redes relacionales interesadas, aún en los vínculos más próximos, como ocurre con la relación del padre y el hijo que tienen el libro de por medio, la madre y el padre que tienen la casa y el arte, o más directamente con el médico y la cocinera, dónde queda claro que más que por afectos, la casa se compone por intereses y beneficios. Los cuales no sólo tienen un impacto de alienación en lo personal sino que implican tácitamente la justificación e ignorancia social ante la violencia, desigualdad, explotación medioambiental y laboral exterior. Pero sobre todo la evasión constante del sufrimiento e injusticia incalculables que requiere sostener un sistema socio-económico como el nuestro, con el único fin de poder vivir cada día de manera más aparente, vacía y distraída.

Oppenheimer es contundente con esta mirada y lo demuestra a través de las decisiones y diálogos de sus personajes. Con la madre, revelando que aunque pudo salvar a su familia del Apocalipsis albergándolos en la casa, eligió por comodidad otros miembros distintos a su propia familia, prefiriendo la utilidad y el confort antes que el afecto. Con el padre, en su imposibilidad de recordar cómo el amor fue el motor para elegir a la madre como esposa o en su reiterada apreciación de “no se dónde estaríamos sin esos pasteles” o con el personaje que duda en darle el medicamento a la chica nueva para aliviarla cuando no ve claro si la familia terminará beneficiándose de su mejoría, o con el hijo que no solo se “enamora” de la primera persona que conoce del exterior, sino en el hecho de que para éste es tan fácil pensar en matar como en amar, y que la única diferencia son las circunstancias que lo rodeen. Añadiendo a ello, los ridículos simulacros por si acontece un peligro, con los que solo queda la sensación de que aunque el mundo se caiga a pedazos a nuestro alrededor, la humanidad seguirá sostenida a su ornamentada sensación de seguridad como último salvavidas.

Por esto, acercarse a The End con el objetivo de relacionarse como con una película corriente traerá consigo un sentimiento abrumador y desagradable, en el que, con su extensión de casi dos horas y media en las que los diálogos e ideas de la película son viciosamente repetitivos, los personajes no sufren una evolución profunda ni, cuando menos, entretenida, y al final de la trama queda una indudable pregunta de ¿todo esto para qué?, dando la impresión de haber perdido el tiempo. El agobio y extenuación comienzan a ser un presentimiento de que aquel malestar tiene origen en que la película es en “últimas” un reflejo insostenible de la realidad.

Incitando a preguntar ¿cómo es que puede parecer tan absurdo, aburrido e insufrible este musical apocalíptico, pero no nuestras vidas? cuando también somos parte de aquello que nos parece tan insustancial y colmado de despropósitos. A través de objetos y lujos, con los que nos empeñamos en ignorar lo más esencial del mundo e incluso de nuestra propia existencia, siendo también personajes sin evolución ni significado, apenas figuras que aparentan vivir una realidad frágil, rodeada por un marco de inmensa violencia, opresión, contaminación y desgracia que apenas logra silenciarse por momentos para significar de manera metafórica que al hombre en últimas sólo le resta atender lo esencial: «somos parte de un todo».

Quizás The End sea una respuesta insurrecta al cine que se ha convertido en un instrumento engañoso, que decora y engrandece nuestros vínculos, valores y, en general, ornamenta la vida para “al final” cargarla de sentido, y que, como en todo buen relato, oculta lo banal o enaltece lo infame. Tal como intentan hacer los personajes de la película cuando narran su pasado oscuro convirtiéndolo en glorioso, significativo e interesante.