Sinécdoque gag
Me vuelvo y me pregunto si las palabras que dije a mi modo inhábil y ciego no serán los fragmentos de una gran pieza desconocida que busca en mí, obrero de la producción teatral mundial, su sentido, que busca en mí y conmigo todos los actores y todos los decorados de su gran discurso: mundo. !Por eso hablo!
Jean-Luc Godard (La chinoise, 1967)
Cada película de Quentin Dupieux es un universo distinto, gobernado por reglas absurdas e inolvidables que doblan y entrelazan la narrativa en formas si no completamente nuevas, sí bastante remarcables por creativas e hilarantes. No obstante, a pesar de su sello tan personal y llamativo, sin duda, lo más interesante de su cine es su permanente intención de persuadir al espectador a entrar en un diálogo activo con cada film. Ya sea incitándole preguntas, generando confusión o como sucede en El segundo acto, hablando directamente con él a través de la ruptura de la cuarta pared.
Este lenguaje tan inusual como atractivo tiene además la facultad de camuflar la voz del director en perspectivas plurales y disímiles que finalmente imposibilitan definir una postura clara de Dupieux sobre algún tema tratado en su filmografía. Recalcando con ello, la necesidad de participar personal e interpretativamente como espectador ante cada película para darla por acabada. Un enfoque que recuerda al montaje intelectual de Eisenstein y al cine pensado como un medio sociopolítico más que como un sistema de entretenimiento.
Por esto, esta comedia construida a partir del meta-cine, a pesar de ser su película más sencilla y menos enrevesada, utilizando además el vehículo ficcional menos extraordinario de toda su carrera, es igualmente elocuente, controversial y excepcional. En principio, por su evidente lenguaje y flujo intelectual “incorrecto” que refresca el panorama cinematográfico contemporáneo obligado a ser “socialmente apropiado” pero que finalmente consigue aplanar las narrativas y los discursos de los autores hasta hacerlos, muchas veces, sosos e insulsos. Logrando revivir un cine como el de Woody Allen, en el que las ideas impertinentes y la autoconciencia de la película consiguen una relación placentera y argumental con el espectador que despierta la conciencia en vez de adormecerla.
Por otra parte, con El segundo acto Dupieux realiza su película más “francesa” por decirlo de algún modo, como quiera que es la que rinde un homenaje directo a la Nouvelle vague, con una similitud evidente a La noche americana de Truffaut, la selección de Louis Garrel como uno de los cuatro protagonistas, pero sobre todo, al estilo de Godard. Precisamente en diálogos como el del mismo Garrel en el que afirma que la ficción es la realidad y la realidad es la ficción, subvirtiendo por completo nuestra percepción del cine y la vida misma. Tal como Godard hizo en La Chinoise cuando planteaba, a través de Jean-Pierre Léaud, que los Lumiere no eran documentalistas sino pintores que, con la luz, pintaban lo mismo que otros artistas de su época y que, por su parte, Meliés no hacía ficción sino que era quien grababa los acontecimientos importantes de la época como la llegada a la luna.
Su homenaje no termina ahí sino que se entrelaza con la misma antitrama del film al relacionarla con la emblemática película de Bertolucci, protagonizada por Louis Garrel: Los Soñadores. Partiendo de uno de sus diálogos más contundentes en el que Theo intenta convencer a Matthew de la revolución maoísta haciendo una analogía con el cine en la que propone que Mao es como un gran director de cine en el que cambia las armas por libros pero Matthew le refuta que es un solo libro, no libros y que, por ello, en esa película todos serían extras.
Esto habla directamente de lo que sucede en El segundo acto de Dupieux. Debido a que, desde una mirada enfocada en lo sutil y silencioso, se puede ver como la película comienza y acaba con la imagen del extra. Primero, abriendo el restaurante que da título a la película y finalmente con un suicidio que pone en tela de juicio lo que es real y ficcional, obligándonos a preguntar si el protagonista no era realmente el extra y no los cuatro actores que con sus prolíficos diálogos se pelean la atención del espectador y logran confundirlo.
Aquello responde el por qué el chiste de la imposibilidad de actuar sirviendo una botella de vino se extra prolonga hasta que deja de ser cómico, o el hecho de que aquella micro historia es la única que Dupieux decide contar de una manera clásica, con inicio, nudo y desenlace. Así como convierte en magnifico y no sólo en singular el tráiler de la película en la que los cuatro actores pugnan por exhibirse como el personaje principal de la historia cuando en realidad el único que no sale es el verdadero protagonista, el extra.
Tal genialidad es, con seguridad, la parte más divertida de todo el relato ya que con ello Dupieux logra hacernos ver cómo si todos pensáramos igual y únicamente dijéramos lo que es apropiado y simplemente obedecemos a cómo se supone debe correr el curso de la humanidad, en el cine tanto como en nuestra vida privada, a pesar de que gritemos por tener un protagonismo en la ficción o en la realidad, el único rol que podemos aspirar es el de un “extra”, un personaje sin opinión, autonomía o autenticidad que es un elemento más del decorado, que ni con su patetismo o tragedia puede desencasillarse. Inspirándonos así a luchar por no callar nuestra propia voz, sin importar si está en concordancia con la agencia socipolítica mundial.



