Quizá sea falta de ilusión o mera desconfianza por el oficio, pero tengo que reconocer que nunca sé cómo reaccionar delante de un truco de magia. ¿Dónde reside la auténtica sorpresa? ¿cuando no hay explicación para lo acontecido o cuando se descubre el cómo de su ejecución? Sin desmerecer lo que elige creer cada uno, ambas voluntades, por antonomasia, parecen repercutir en el valor de la otra. El cine, en su concepción primaria, entendido como un juego de luces y sombras, también sirve a esta misma duda y estimula una pregunta primordial que (intuyo) debe ejercer la crítica: ¿por qué creemos en las películas? (más allá de que sean creíbles o no).
Este planteamiento se remonta hasta los confines primitivos de cualquier representación ficticia y se enreda en un sinfín de matices relativos a la naturaleza y el estudio de cada una de las artes. Creer, evidentemente, también es una cuestión de fe, y esta es todavía más difícil de racionalizar. Es por eso que el ejercicio de la crítica, aparte del análisis, también requiere de cierta intuición, pero pienso que esta debe estar firmemente ligada a una humildad consciente que hace que no solo nos guiemos por nuestra propia idea de excelencia, sino que seamos capaces de asumir (y valorar) aquellas que quizá nos resulten ajenas.
Como mencionaba, no soy afín a la magia más allá de verlo como algo anecdótico, por ende, mi predisposición ya es claramente opuesta al entusiasmo. Sin embargo, esta duda inicial me lleva a intentar entender el por qué de dicha animadversión, y sin apostarlo todo a una sola carta, el hecho de volver a ver la primera entrega de Ahora me ves (2013) ha constatado mi postura al respecto. Con la identidad de una película de robos y un tono ligero y distendido, este nuevo visionado ha removido lo que en mi recuerdo ya sospechaba, haciendo que todos los giros resulten ciertamente aparatosos, especialmente al suscribir su funcionamiento a posteriori e hilando un sinfín de casualidades originalmente calculadas. Este marco del todo-vale es tan absurdo como rebuscadamente coherente, por lo menos sobre el papel, pero su constante insistencia sobre el proceso anula cualquier espacio a la interpretación y termina ahogándose en un esquema llano y paradojicámente previsible, donde la magia (perdón) brilla por su ausencia. En esta primera entrega, más allá de un reparto entregado a la causa —atención: Jesse Eisenberg, Woody Harrelson, Isla Fisher, Dave Franco, Mark Ruffalo, Morgan Freeman—, cabe destacar un cierto gusto por la composición de set-pieces, elaboradas con ritmo e ingenio; leitmotiv que verá su punto climático en una segunda parte tres años después, con una secuencia superestilizada donde los protagonistas deben ocultar una carta mientras son cacheados por un equipo de alta seguridad. La partitura, sin demasiados riesgos, sigue siendo la misma, y salvo por la incorporación de Lizzy Caplan, el gemelo del propio Harrelson y la aparición casual de Daniel Radcliffe como villano, lo cierto es que aquí vuelve a repetir un truco que solo se distingue al intentar doblar su espectacularidad.
Llegados a este punto, Ahora me ves 3 (2025), dirigida (porque toca) por Ruben Fleischer, sigue una misma línea y sirve al mismo propósito de entonces, lo cual, asumo, gustará a quienes tuvieron interés por las dos anteriores. Nuevamente, está ese factor social que confronta la injusticia con brocha gorda, apuntando a la fantasía extendida de derrocar a los ricos y exponer a aquellos que sacan crédito de la miseria de los demás. Este contexto sirve exclusivamente para ampliar su mitologia de magos ocultos por la sociedad, donde se suman al cast tres rostros más jóvenes: Justice Smith (El brillo de la televisión), Dominic Sessa (Los que se quedan) y Ariana Greenblatt (Barbie), quienes aleccionarán a sus referentes por medio de réplicas y chascarrillos ligeramente sonrojantes. La química de entonces parece relegada a los nuevos, y los anteriores solo funcionan como una excusa para heredar su legado en futuras secuelas, construyendo un grupo demasiado aparatoso para hacer justicia a su presencia en pantalla —una sensación parecida a lo que ocurría con la desmesurada Jurassic World: Dominion (2022)—.
El dilema (y mi problema) sigue siendo el mismo, pero en esta ocasión no solo es que la película quiera verbalizarlo, sino que además repite un modelo muy próximo al de la primera entrega, siguiendo el molde narrativo de aquellas secuelas y reboots que beben de su propia nostalgia —seguramente, nuestro colaborador Dani Álvarez encuentre más síntomas de ello—. Quizá, esta insistencia solo sirva para recalcar su identidad, donde vuelve a reiterar sus respectivas explicaciones una vez es comprobado el desconcierto, pero es que al hacerlo también boicotea su cometido de querer sorprender al espectador desprovisto, anulando casi cualquier atisbo de emoción por no salirse de los márgenes, en unos límites ya impuestos en su idea original.
En perspectiva, recalco que aún no sé cómo responder a la primera pregunta planteada y esta saga solo ha acentuado esas dudas. Por un lado, puedo intentar interpelarla mediante un sentido más trivial, leyéndola como un título de intriga que se excusa en la magia para coordinar un plan absurdo y apoteósico. Pero por el otro, su insistencia sobre el juego del engaño termina agotándose desde el primer momento, determinando su jugada maestra a un primer factor sorpresa que, una vez es advertido, resulta totalmente desalentador comprobarlo continuamente como el mismo as bajo la manga. Una película que se rinde a su justificación y que ahora sirve a una fórmula donde parece que ni ella misma cree en la ilusión de su relato.







