El final de la inocencia
Recuerdo que cuando era un niño tuve una amiga muy rara. Pero realmente no me apetece hacer una crítica hablando de ella para hablar de mí. Así que contaré otra cosa de mi niñez. Desde los 9 años soy admirador del cine sueco. Y todo fue por culpa de un ciclo que puso la segunda cadena (la 2 es una falta de respeto, un tuteo que ni tu tía) que me enganchó por una película que creí que hablaba de mí. Era de 1975 (el año en el que vine a nacer) y se llamaba Jonás, que cumplirá los 25 años en el año 2000 (Jonas qui aura 25 ans en l’an 2000). Luego resultó que descubrí que el ciclo de cine sueco que me flipó era realmente de cine suizo, el director de esa película era Alain Tanner del que luego vi alguna película infumable y que incluso Fernando Trueba le puso a su hijo Jonás (también nació en el 75) y éste ahora se dedica a escribir en un blog que es un coñazo. El final de la inocencia, amigos. Lo que yo decía.
Por eso. No, no voy a segur esta crítica con un “Por eso” porque de esa forma me siento culpable de ser un crítico previsible. Como decía anteriormente, el cine sueco marcaría mi infancia hasta que vi una película de Bergman y me acordé de las navajas suizas. Yo era un niño poeta suicida de 15 años y como mi amiga extraña marchó a un lugar recóndito yo quería irme a otro barrio. Pero luego pusieron una de Sjostrom y me di cuenta de que el problema es el aíre que respiran. Yo ya me hice adicto y dejé de ser un niño y suicida. El principio de la culpabilidad, my friends. Ya lo decía mi abuela mientras fumaba.
Por eso (ahora sí) reencontrarme con mi amiga en una película sueca es como dejar entrar nuevamente la inocencia dentro de mi realidad con abogados. Y lo es porque la ópera prima de Thomas Alfredson es uno de esos raros motivos por el cual uno vuelve a reencontrarse con valores primigenios (cinematográficamente escribiendo) que poco a poco se han ido olvidando en algún lugar remoto. Déjame entrar es una pieza de orfebrería, destellante y sobria, helada como los humanos, caliente como la sangre de los animales. Natural. Original como el primer mordisco. Suave como los recuerdos. Frugal como los veranos del Mundial 86. Hermética como aquella habitación en la que nunca podíamos entrar. Primeriza. Dura como la piedra con la que rompimos todos los cristales.
Es el reencuentro con los valores fundamentales de cuando el cine no tenía diálogos que provocaran ruido de fondo (y forma). Aunque los diálogos que tiene son muy buenos (v.g. “Tengo 12 años pero desde hace demasiado tiempo”) y no tienen nada que ver con ese Cine de la Mentira que es el cine español más abominable. Tiene más que ver con el poder de la sugerencia, con la humildad de comprender que no todo el campo es el que ve nuestros ojos (ni es orégano) y que, a veces, es más efectivo dar una caña que un kilo de boquerones. La escena de la piscina ya me la tengo pedida para final de año como ejemplo de planificación plausible de estudiarse en cualquier escuela digna de ese nombre. Supongo que es más socorrido (y más fácil de impartir) Vagar en profundidad de campo:Liverpool sin Xabi Alonso, visión de juego en sombras o itinerario de lo imposible y sus sinergias.
Menos mal que estudié filología hispánica. Será por eso que me gusta la literatura y el lenguaje, el teatro, la poesía y beber sol y sombra mientras hablo de amigas. Hasta cuando hablo de cine me gusta hablar de literatura, teatro, poesía, luces, sombras, amigas y, sobre todo, de lenguaje. Es como comer hablando de comida. La obra de Alfredson es sintaxis y semántica, un cuento atroz sobre los signos de puntuación de nuestros miedos y recuerdos, la autopsia, hecha en vida, de un género y sus ramificaciones, de la eliminación de fronteras, sin guerras ni estatutos, entre los códigos que realmente son claves para penetrar en otra dimensión diferente (¿divergente?) a la acostumbrada.
Alfredson no se entretiene mirando los arboles. Comprende el bosque. Su realización es elegante, viva, sin estridencias fundamentales ni obviedades narrativas. Incluso la utilización de un tema tan espinoso como el del bullying es resuelto mediante el respeto hacia la lógica cinematográfica. El bullying no es un tema sino una consecuencia y así lo muestra en cada escena en la que los acosadores aparecen en pantalla de manera explícita o no. La resolución de la agresión en la nieve juega perfectamente con ese concepto, utilizando elementos de comedia (ese delito suele estar siempre basado en lo cómico, desde la realización de la broma al escarnio público en internet) para hacer efectiva la venganza temporal de nuestro protagonista. Lo que pasa es que es un humor camaleónico que se esconde y se transforma en la nieve como otros se transformaban en mina de La sal de la vida o en desierto en Lawrence de Arabia.
La inocencia se termina con el primer contrato. No te abandona del todo pero intenta hacerlo constantemente. Cuando eres culpable no está, que es lo importante. La inocencia viaja siempre en corrientes circulares por el tiempo. Y en este caso, en tren interprovincial, en compartimentos estancos donde aún se podía fumar. El principio es el final como en El crepúsculo de los dioses (Sunset Blvd. Billy Wilder, 1950). El final es el principio como esta primera liga del Barça de Pep Guardiola.
Querido Manuel Ortega: te recomiendo que hables menos de ti y más de la película que estás criticando. Una pequeña anécdota está bien si tiene relación con lo que vas a escribir y en este caso nunca pudiste cerrar el círculo. Otra recomendación: no le des tantas vueltas al asunto, sé sintético, di lo que quieres decir y deja las palabras domingueras para otro tipo de escritos. Pareces un tipo listo, pero lo que acabo de leer es puras palabras y nada de contenido.
Te recomiendo que leas las críticas de cine de Daniel Krauze.