Todo por la imagen
Todo puede resumirse en un detalle. El logo de Dreamworks vulnerado por la estática de un VHS digitalizado. Gore Verbinski explorando las formas del terror a través del manierismo, de la hipertrofia visual. Nada que no supiéramos antes, nada que sea ajeno a las inquietudes de un creador de imágenes impactantes, de inacabables loops visuales. Nada que no sea propio de un realizador empeñado siempre en hacer difícil lo fácil.
La señal (The Ring, Gore Verbinski, 2002) supuso en su momento la inauguración de toda una serie de remakes norteamericanos de los grandes éxitos de terror asiáticos que proliferaron desde el final de la década de los años noventa. Nakata, Shimizu, Miike, Kurosawa (Kiyoshi), Pang Bros.: todos pasaron por el filtro del reboot en una época puente entre la falta de ideas de la industria norteamericana, la dificultad para superar los tics del slasher autoconsciente y metafílmico, la necesidad de devolver una cierta respetabilidad al cine de género, y la avanzadilla de una nueva generación que jóvenes cineastas empeñados en hacerse oír en base al tratamiento de la violencia. No obstante, revisados desde la distancia, la mayor parte de dichos remakes supusieron más un respiro financiero antes que una verdadera vía para desempolvar el género fantástico. Quizás porque su propia idiosincrasia de productos prefabricados (construidos sobre modelos en ocasiones incluso antitéticos) les impedía ejercer la misma función renovadora que las obras originales. Porque el cine de terror asiático supuso, ante todo, una reevaluación de los arquetipos del género partiendo de unas imágenes más limpias, más depuradas, pero también una evolución expresada a través de la idea de un Mal inexorable e irresoluble.
La película de Verbinski es, seguramente, la única de dicho conjunto de remakes que supo ser genuina, pese a que vive en una constante tensión entre lo que marca su guion y hacia dónde quieren ir sus imágenes. Lo explicaba el propio realizador: “la querencia de Occidente por lo lineal y por las soluciones es algo muy destructivo para una película como esta”. El libreto de Ehren Kruger (revisado posteriormente por Scott Frank) pone todo el peso del relato en el eje dramático que también movía al film de Hideo Nakata: el triángulo relacional entre la protagonista, su hijo, y su ex–marido. En cierto modo, la película original no podía escapar de su sustrato de cuento moral sobre la desatención de la infancia, el peligro de los nuevos modelos de familias monoparentales, y la (de)función educativa ejercida por la televisión en hogares disfuncionales. Pero el cine de Verbinski nunca se ha caracterizado por su capacidad para reflejar de forma realista problemáticas relacionales. Incluso en una película aparentemente pequeña como El hombre del tiempo (The Weather Man, 2005) el centro de atención es el sujeto como ser individual, el Yo, la angustia de no poder satisfacer de forma equilibrada las necesidades del Self y las de los demás. Las relaciones personales en el cine de Gore Verbinski son accesorias al relato (Un ratoncito duro de roer y The Mexican), mueven la ficción (la saga Piratas del Caribe) o están descritas dentro de los esquemas del género (Rango o El llanero solitario). De ahí esa incomodidad en La señal por contentar las decisiones del libreto y la sensación de que el relato se encuentra más cómodo cuando gira alrededor de lo individual (el personaje de Naomi Watts) o del modelo genérico.
Esto es así porque Gore Verbinski es uno de esos artistas empeñados en construir unas imágenes tan elaboradas y maximalistas que sean capaces de mostrarlo todo, pese a ellas mismas. De ahí que someta a sus películas a una extenuante revisión estética, capaz de provocar el agotamiento por saturación. En Un ratoncito duro de roer la excusa animada le permite regodearse en el confinamiento de los recursos digitales, mientras que el cheque en blanco creativo de la saga de Piratas del Caribe le entrega todo un mundo al que dar vida sin restricciones. Con La señal, Verbinski encuentra su particular brecha en el propio leitmotiv de la película: la existencia de una cinta cuyas imágenes provocan la muerte de quien la observa. A diferencia del sobrio estilo visual de la película de Nakata donde todas las imágenes son iguales (el Fantástico cotidiano, que funciona como derivación de los conflictos de lo Real), Verbinski construye un universo urbanita gris, oscuro y geométrico (como reflejo de esa existencia anémica y desencajada de su protagonista) que dará paso al mundo mórbido y tenebrista, con ecos del imaginario gótico norteamericano, que rodea a la menor Samara. Que Verbinski no es un cineasta con una filosofía propia del fantástico/terror es evidente: su hermenéutica del género es simplista y funciona por acumulación de recursos expresivos, sin distinción de grado. Ahí están, por ejemplo, secuencias tan hermosas y perturbadoras pero al mismo tiempo tan descolgadas como la muerte del caballo durante el viaje en el ferry. Podría decirse que La señal es una acumulación de bellas estampas sin solución de continuidad, un aspecto que podría hacerse extensible a la filmografía del realizador, capaz de prescindir de la lógica en aras del detalle o del reto técnico.
Quizás ahí radique, por otra parte, la exclusividad de una película cuyos fotogramas se niegan a conformarse con ser una tímida traducción cultural de una obra foránea. También es una cinta que reabre el viejo debate sobre como la narración constriñe la voluntad iconoclasta, experimental, del cine de terror. Pero La señal es, ante todo, un largometraje sumamente irregular que permite aprehender el pathos de su creador desde su acepción más romántica: la dificultad de un artista embriagado por la representación para rodar una película que versa sobre unas imágenes tan terribles, tan definitorias, que nos acompañarán para siempre.