El Viento se levanta (Kaze Tachinu, 2013), iba a ser la despedida de uno de los más grandes directores, me atrevería a decir que, no solo del Japón, sino de toda la historia del cine de animación: Hayao Miyazaki (Tokio, 1941). Sin embargo, el cofundador del famoso estudio Ghibli, director, productor e ilustrador de solo clásicos: Heidi (1974), El castillo en el cielo (Tenkû no shiro Rapyuta, 1986), Mi vecino Totoro (Tonari no totoro, 1988), La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001), El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), por nombrar algunos, hace seis años anunció que aún habría una última película, de la cual se sabía bien poco. Ante tal expectación, el precioso cartel de El Chico y la Garza (Kimitachi wa Do Ikiru ka, 2023), apareció un día cualquiera de manera mágica, como sus películas. Y es que Miyazaki, a sus 82 años de edad, no necesita presentación, ni tampoco gastarse ni un yen en una campaña de marketing para sorprender al público.
«Lo cotidiano ensalza meticulosamente al hombre común que vive la realidad del día a día y la ilusión de pensar que la montaña, materialmente, es tan solo una montaña: pero lo ensalza de un modo determinado que es el que, más adelante, les permitirá derribarlos.» Con estas palabras, Paul Schrader analizaba el cine del maestro japonés, Yasujiro Ozu, en su libro El estilo transcendental en el cine (1972). Si Ozu reduce la naturaleza a la mínima expresión, Miyazaki la eleva, pero también intenta explorar con ella el misterio de la existencia. De este modo, la obra del director nipón, se coloca sin duda en el altar del cine japonés.
El Chico y la Garza, como el mayor grueso de su obra, se desenvuelve en el contexto de la II Guerra Mundial, en la que Japón no solamente perdió la batalla, sino que también su anclada cultura. Mohito, un niño de 12 años, se levanta por la noche aterrado por los bombardeos en el hospital donde trabaja su madre, quien muere en el incidente. La pérdida de su madre hará que Mohito y su padre se vayan a vivir a las afueras de la ciudad con su tía, quien está esperando otro bebé. Es allí, en la montaña, donde Mohito tendrá que superar el duelo y aceptar esta dolorosa pérdida. Y, como no podía ser de otra manera, el poder de la naturaleza, conjugado con la inagotable imaginación de Miyazaki, llevarán al protagonista y al espectador hacia una aventura mágica, repleta de seres fantásticos, periquitos asesinos y reyes con afán de poder, sabios, compañeros de viaje y puertas secretas, que trazaran líneas invisibles entre la vida y la muerta, entre lo real y lo ficticio, y nos reconciliaran con el mundo de nuevo.
Aunque esta última no sea su obra mayor, sí es su obra más libre y, con un dominio absoluto de la técnica, Miyazaki —siempre acompañado por las maravillosas sinfonías de Joe Hisaishi que elevan aún más, si es posible, la magia de todas sus películas—, se deja llevar y propone metáforas y laberintos más complejos de lo habitual, pero donde convergen todas sus inquietudes. Sin duda, El Chico y la Garza es un regalo para todos los seguidores que desearíamos que sus trazadas fueran eternas.