Aki Kaurismäki construye siempre sus películas partiendo de una certeza que se ha mantenido invariable a lo largo de las cuatro décadas que abarca su filmografía y que, lejos de verse mermada o debilitada, de perder consistencia como resultado del paso del tiempo, se ha ido haciendo más consistente, más pesada, más dura e infranqueable y, por tanto, más punzante e indigerible: la vida es profundamente dolorosa y desasosegante, está cubierta por un manto gris de desolación y llena de grietas por las que, al mismo tiempo que se escapan la bondad y la igualdad, entran la mala fortuna, la pobreza extrema y la soledad. El autor de Un hombre sin pasado arroja sobre la pantalla una mirada muy triste y realista del mundo porque considera que el arte debe ser una herramienta con la que cambiarlo y, por tanto, rehúye el cine de entretenimiento que esconde las injusticias y los abusos, que edulcora el sufrimiento y evita señalar los muros de cristal helado que asfixian a los más débiles, que les oprimen hasta la misma desesperación, que siembran en su pecho semillas negras de agonía y les niegan sus derechos básicos. Así, pese a que el cineasta finés construye sus películas sobre unos cimientos profundamente realistas —y, por tanto, tristes—, el humor se cuela en sus imágenes enrollado en unos ropajes surrealistas que previamente han sido cosidos con los hilos del absurdo. La risa no es sino la válvula de escape que permite rebajar los niveles de nihilismo que se agolpan delante de la cámara; la cristalización de la necesidad humana de evadirse momentáneamente de la desolación que se desliza por su cuello; la materialización del espíritu de supervivencia ante el exceso de niebla que impide visualizar el más mínimo horizonte.
La vida de bohemia se incrusta en la filmografía del director de forma natural: está en perfecta sintonía tanto con sus obras anteriores como con las posteriores. La cinta cuenta la historia de un pintor (Matti Pellonpää), un escritor (André Wilms) y un músico (Kari Väänänem) que, pese a vivir entre las costillas de la pobreza, pese a no poder subsistir dedicándose exclusivamente a su oficio, pese a caminar sobre los cartones del ostracismo y hundirse en la garganta de la soledad, ondean la bandera de la solidaridad y sobreviven como pueden compartiendo lo poco que tienen.
Kaurismäki diseña siempre sus películas empleando piezas muy parecidas —personajes en paro o con trabajo precarios que los alienan profundamente, ciudades grises y frías ahogadas de soledad e incomunicación, animales de compañía que llenan los múltiples vacíos de los protagonistas—, y esta no es una excepción. Enmarcada en su etapa francesa, La vida de bohemia tiene como protagonistas a personajes que caminan por los márgenes de la sociedad por pura obligación, pero que, lejos de regir su vida según la ausencia de valores propia del sálvese quien pueda, se mueven siguiendo unos principios básicos de humanidad: se reconocen como iguales, se agrupan para combatir las injusticias y crean una familia en la que la fraternidad impera por encima de todo. Frente a un capitalismo salvaje que segrega y explota a las personas, que las educa en valores como el egoísmo y la avaricia, que las condena a vivir en condiciones inhumanas, Kaurismäki llena a sus personajes de humanismo, dibuja sus contornos con un lápiz gélido y cortante y los colorea con la chispa roja de la bondad. La vida bohemia a la que hace mención el título no se presenta como un camino escogido voluntariamente por los protagonistas, sino como la desembocadura natural por la que todo aquel que quiere mantenerse fiel a sus ideas —éticas y artísticas, que a menudo son las mismas—, que es honesto consigo mismo y con los demás, es expulsado a ese denso océano que es el fracaso. El director, al mismo tiempo, denuncia la precariedad económica que sufren los artistas; señala a los poderes fácticos que manejan los grandes medios de difusión —revistas, editoriales, coleccionistas, etc.— y deciden qué se publica y qué no según su rentabilidad económica —el capitalismo aplicado en el campo del arte, básicamente—; y advierte de los peligros que conlleva, por ejemplo, no tener un sistema de sanidad público de calidad.
Las imágenes de Kaurismäki, heladas de desesperanza, llenan de un lirismo ascético la pupila del espectador, dibujan una sonrisa en su rostro gracias a su humor absurdo y cálido y le descompone por completo gracias a un final desgarrador —que reescribiría casi veinte años después en la no menos emocionante Le havre— que, sin duda, deja huella en la piel de la memoria.