En el cine, las relaciones sentimentales entre adultos y adolescentes suelen otorgar la posición de poder a los hombres. Sin ir más lejos, durante el último mes hemos asistido al estreno de dos películas que representan este tipo de vínculos: Nina, segundo largometraje de Andrea Jaurrieta (Ana de día, 2018), utiliza la naturaleza del western para dibujar el fatal desenlace del idilio entre un escritor de mediana edad y una joven; mientras El consentimiento, adaptación de la novela homónima de Vanessa Springora dirigida por Vanessa Filho (Cara de ángel, 2018), ofrece un retrato explícito y repugnante de la seducción manipulativa que el célebre intelectual Gabriel Matzneff, apoyado por la sociedad francesa de mediados de los ochenta, ejerció sobre la autora del libro cuando esta contaba con apenas trece años. En ambos casos el juicio moral recae sobre ellos: hombres totalmente conscientes del abuso que perpetúan dando pie a relaciones con menores que podrían ser, si me apuras, sus nietas. La construcción de estos personajes favorece el señalamiento, conduciendo al público a enfrentarse con menosprecio y aversión a aquello que representan. Sin embargo, esto no ocurre de la misma manera cuando es la mujer la que supera en edad a la persona conquistada. En el drama familiar de Agnès Varda Kung-Fu Master (1988), Jane Birkin se enamoraba del compañero de clase de su hija, interpretado por Mathieu Demy. La sutileza y ternura con que se presenta el romance, con la voluntad de retratar las complejidades del amor y la imposibilidad de sucumbir a ciertos deseos, erige la obra como una representación amable de una historia romántica abocada al fracaso debido a la diferencia de edad: ella, divorciada y con dos hijas, tiene cuarenta años, mientras que él está a punto de cumplir los quince. Aun posicionando al espectador en un espacio de ambigüedad incuestionable, se rehúye de la clasificación binaria del bueno y el malo, la víctima y el abusador.
En su última película, Catherine Breillat plantea un conflicto similar, aunque mucho más directo y algo más retorcido. En El último verano, la fantástica Léa Drucker (Close, Lukas Dhont, 2022) interpreta a una abogada especialista en casos de menores. Casada con Peter, con quien tiene dos hijas adoptivas, parece aburrida de su envidiable situación de estabilidad. Lo tiene todo, sin embargo, la llegada del hijo adolescente de su marido, fruto de un matrimonio anterior, pondrá su vida patas arriba. Incapaz de contenerse, iniciará un peligroso affaire con Théo, un joven rebelde y pícaro que, como ella, encuentra en el placer de gustar un arriesgado pasatiempo. En una de sus primeras escenas compartidas, Anne se sitúa en el reposabrazos del sofá para regañarlo, mientras él está sentado en un nivel inferior. Buscando la conciliación, la mujer bajará a su misma posición mientras le ofrece un trato que consiste en compartir un secreto a espaldas del padre. Inmediatamente después, en una salida al río con las niñas, los veremos haciéndose ahogadillas mutuamente. En un acto que podría parecer banal, simple divertimento, entrevemos los derroteros de esta compleja historia entre dos personajes que no se dejarán avasallar tan fácilmente, que lucharán por su verdad hasta el final, aunque esto suponga el hundimiento del otro.
Existe una relación de poder bidireccional entre ambos: por un lado, Théo es un joven insumiso con una excelsa autoestima. El capricho de conquistar a su madrastra podría entenderse como una competición con el padre por la atención de Anne, casi a modo de venganza por haberlo abandonado durante gran parte de su infancia. Por otro lado, ella, a menudo sola ante las cargas domésticas y en una edad en la que es difícil sortear la invisibilidad, parece rejuvenecer instantáneamente ante la fogosa mirada de la juventud. Anne renace gracias a esta aventura veraniega que le permite distanciarse de ese convencionalismo social al que pertenece, pero que también detesta.
Breillat no juzga a sus personajes, y espera lo mismo de nosotros. La protagonista llega a despertar cierta empatía, y, en ocasiones, logramos entender su comportamiento e incluso aceptar unos actos que desde otra subjetividad nos hubieran parecido deleznables. El filme, lejos de conseguir la unanimidad del público, propone un sugerente debate sobre la moral: ¿Hasta qué punto es aceptable lo que estamos viendo? La autora de À ma soeur! (2001) despliega su inteligencia a la hora de generar tensión a través de las dinámicas entre los protagonistas. Anne y Théo se relacionan conformando una especie de duelo continuo, y la pregunta que va rebotando en nuestro interior durante el visionado es: ¿Quién saldrá victorioso de dicho desafío?