Tras su presentación en la pasada edición del Festival de Venecia, la última película de Luc Besson llega a salas españolas después de casi 20 años sin producir nada destacable. En 2014 estrenaba Lucy, un thriller fantástico donde Scarlett Johansson adquiría habilidades extraordinarias tras entrar en contacto con una nueva droga. Su 5,2 en FilmAffinity habla por sí solo… Después de El profesional (León) (1994), obra sobresaliente que significó la puerta de entrada al mundo cinematográfico de Natalie Portman, El quinto elemento (1997) le valió varios Premios César y un BAFTA.
Todo el mundo conoce a Besson, pero su filmografía deja mucho que desear: entre spots publicitarios y videoclips (ha trabajado para marcas como Chanel No.5 y con artistas de la talla de Madonna), contamos con los dedos de una sola mano las películas que consiguen generar algún tipo de impacto en el espectador. Esto cambia ligeramente con Dogman, extravagante film de excesos que, aunque probablemente nadie cargue con su recuerdo hasta la tumba, se presenta como un plan más que apetecible para el público. ¿Quién no querría admirar a Caleb Landry Jones durante dos horas rodeado de perros? De acuerdo, está bien, igual no a todo el mundo se le cae la baba con el actor de Antiviral (Brandon Cronenberg, 2021) ni con un buen puñado de canes amorosos, pero nadie puede negar que el combo es, cuanto menos, llamativo.
En la rueda de prensa que Besson ofreció en Venecia el año pasado, el director confesaba que la idea de la película surgía de una noticia sobre una familia francesa que tenía cautivo a su hijo de cinco años. A partir de este artículo, el cineasta teje una trama sobre la supervivencia y el amor canino, o más bien sobre cómo el cariño de los animales, muchas veces maltratados por los humanos (de hecho en el filme se anuncia que el único defecto del perro es confiar en nosotros), puede ayudar en el proceso de sanación de aquellos que han sufrido los peores traumas.
Douglas pertenece a una familia que se relaciona desde la violencia. El padre, que se dedica a las peleas de perros, maltrata tanto a sus hijos y su mujer como a los indefensos chuchos, a los que mata de hambre para así incentivar su rabia y sacar provecho más tarde. Cuando su hermano se entera de que el joven los alimenta a escondidas, avisa al padre, que encierra al benjamín en la misma jaula que ellos. Después de un tiempo (no se especifica cuanto, pero por su estado parece un periodo bastante largo), los servicios sociales intervendrán salvándole la vida, aunque el mal ya esté más que hecho. Durante esa temporada en el infierno, el chico ha ido asimilándose a sus compañeros de celda, de los que ha aprendido que la empatía no entiende de especies, una lección que marcará el resto de sus días.
El mismo protagonista será quien nos explique su historia: cuando es arrestado como sospechoso de asesinato, una psiquiatra lo someterá a varios interrogatorios, conversaciones que acaban funcionando más como terapia que como prueba para determinar su culpabilidad. Mientras Douglas expone su implicación en el caso, la doctora indaga en su pasado para conocer su verdadera naturaleza, dándose cuenta de los vínculos que los unen. Es entonces cuando la película, a través de numerosos flashbacks, vuelve atrás en el tiempo y nos muestra las calamidades a las que ha tenido que hacer frente, siendo el episodio que lo condena a una silla de ruedas de por vida uno de los más atroces. De esta manera se construye un personaje con el que nos relacionamos de forma distinta a medida que avanza el metraje. Si bien al principio existe una distancia difícil de sortear, al final no podemos evitar estar en el equipo de esta especie de héroe del pueblo empeñado en hacer el bien eliminando directamente a quien hace el mal. Una mezcla entre El Chivo de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000), siempre deambulando junto a su familia perruna, y el Joker, un bicho raro enfadado con una sociedad que lo menosprecia. Igual que el emblemático villano de Batman, Douglas utiliza el maquillaje para interpretar un papel que lo aleje de su desgraciada realidad. Nuestro protagonista encontrará seguridad y satisfacción al ponerse bajo la piel de artistas como Édith Piaf, protagonizando uno de los pocos momentos en los que dejará de sentirse juzgado por un público que por fin es capaz de ver más allá de su discapacidad, escondido bajo quilos de polvos blancos y una encrespada peluca negra.
Landry Jones habita un abanico ilimitado de emociones desde una intensidad que abruma. En Nitram (Justin Kurzel, 2021), de la que también es protagonista, quedaron claras sus habilidades a la hora representar lo abyecto, lo perturbado. Aquí, aunque de manera bastante distinta, vuelve a ofrecer un espectáculo magistral que se convierte en el mayor aliciente de una película que se resuelve como un batiburrillo de géneros y que peca de sensacionalista. Aun así, merece la pena asistir al despliegue del actor texano, con quien el cineasta galo ya está preparando una adaptación de Drácula, donde compartirá elenco con Christoph Waltz.