Infancia expandida
Somos especiales
La idea, entonces alejada del eufemismo “niños especiales” extendido a finales de los años 90, era común entre aquellos que crecimos enardecidos por las fantasías filmadas de George Lucas y Steven Spielberg. Nuestra generación no solo se identificaba con sus héroes, sino que la medida de sus aspiraciones era aquella galaxia de confines difusos en el tiempo y en el espacio. La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y sus dos secuelas rompían con un legado cultural incomprensible y turbulento, a imagen y semejanza de los adultos, y cifraban un porvenir más luminoso en unos modelos de conducta individual y colectiva perfectamente articulados por aquellas historias fundacionales. Una esperanza y unas películas que, casualmente, habían nacido con nosotros.
Hubo otras generaciones especiales con una infancia marcada por la magia de la gran pantalla. Una de ellas, criada en el imaginario de los monstruos de la Universal y otros interpretados por James Cagney o Edward G. Robinson, reventó en buena parte bajo la artillería nazi en nombre de otro imaginario, el de los ideales de la paz y la libertad. Su martirio fue glosado en numerosas películas hasta que otro niño grande como ellos, el mencionado Spielberg, grabó la definitiva y cruda estampa para la posteridad en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). La siguiente generación de soñadores, la que vibraba con las aventuras de capa y espada de Burt Lancaster, acabó batiéndose con napalm y M16 en el infierno de Robert McNamara. El ideal devino entonces horror moral, expresado en un trato cinematográfico diferente: su sacrificio no les convirtió en héroes, sino en víctimas o incluso cómplices del Mal. En ambas etapas históricas una realidad abrumadora doblegó las expectativas que el cine había forjado en jóvenes mentes; asimismo, en ambas el cine reconoció dicha realidad alterando su propio curso para siempre.
¿Por qué la ficción cinematográfica pudo entonces adaptarse con relativa facilidad a los nuevos tiempos, en lugar de encadenarse a los mismos planteamientos genéricos? La eclosión de los géneros y el auge del sonido en los años 30 fueron propulsados, recordemos, por la demanda de cine de evasión en un contexto concreto como fue la Gran Depresión. La contracción económica, sumada a una conciencia de inestabilidad internacional —alimentada por las true stories de los mismos inmigrantes que iban edificando Hollywood con su saber hacer—, puso coto a cualquier desplazamiento de la fantasía más allá de sus cimientos en la realidad; muestra de ello fue la rápida transición a temáticas patrióticas al iniciarse la intervención estadounidense en la II Guerra Mundial. Ya en los cincuenta, la victoria en dicha guerra junto con el despegue económico favorecería un clima más optimista en la sociedad —aun ensombrecido por la Guerra Fría—, pero no así en una industria que afrontaba una dura competencia con la televisión. Mientras que los films de menor presupuesto recurrían a la sofisticación de tramas y conceptos para atraer al espectador (ejemplos recurrentes son Psicosis [Psycho, Alfred Hitchcock, 1960] o las comedias de Billy Wilder), las superproducciones de la época en CinemaScope no buscaban la expansión de la fantasía, sino la inmersión en ella. Algo comparable en la actualidad al fenómeno Avatar (íd., James Cameron, 2009), de cuya dificultad para perdurar en el imaginario popular hemos sido testigos.
El escenario audiovisual de los ochenta, sin embargo, acompasó por primera vez el crecimiento económico con un sentido de urgencia en la industria por trascender la mera afirmación de mitos —vía producciones históricas en todos los sentidos— o su refutación —ultimada en el Nuevo Hollywood de Hopper, Cimino o Scorsese. La innovación en efectos especiales ofició una expansión conjunta y sin precedentes de fantasía y economía, binomio interiorizado por una generación que, a diferencia de las pasadas, no se toparía con la tragedia de la Historia. Saldada la competición entre cine y televisión, el VHS fue el mejor aliado para ir renovando con regularidad esta comunión entre el futuro y las ficciones del presente que lo anunciaban. La misma atmósfera que cristalizó en los mandatos neoliberales de Reagan propició la renovación de la ficción: no de las leyendas del capitalismo, que nunca abandonó la figura fundacional del pionero, sino de los cuentos para nosotros, sus hijos. Star Wars fue el comienzo de Las Mil y Una Noches de una generación.
Un universo rebelde
Se nos prometía un mar de oportunidades en la realidad. Es decir, en la fantasía. El paradigma Star Wars venía a sustituir a aquellos mundos autocontenidos, agotados, que vivieron su última expresión destacable con las películas de desastres de los setenta. El cine recuperó de la Beatlemanía la noción del pop como educación para un futuro mejor, solo que despojándola de su carácter contracultural: como Halloween o la Navidad, la conquista de sueños por el celuloide formaba ya parte de la cultura occidental.
Pero los sueños llegaron a su límite. Al menos los de George Lucas. Mientras Spielberg y sus retoños Amblin trazaban líneas de fuga en el vasto paisaje audiovisual de los años 80, el universo Star Wars se sumía en un letargo apenas perturbado por los ecos de El Retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1982) y aquel triple clímax en montaje paralelo que, con el tiempo, se demostraría más fácil de criticar que de superar. El llamado Universo Expandido, que abarca desde productos crematísticos de target infantil —la serie de animación Droids (1985-1986) o los telefilms La aventura de los Ewoks (The Ewok Adventure, John Korty, 1984) y su secuela La batalla del planeta de los Ewoks (Ewoks: The Battle for Endor, Jim & Ken Wheat, 1985)— a novelas y cómics que han robustecido el empaque ficcional de la saga desde sus inicios, hacía más justicia a su nombre en la explotación de nichos alternativos de mercado que en su discreta aportación a la huella de Star Wars en la cultura de masas, sin desmerecer su papel de balón de oxígeno para la saga durante su largo parón cinematográfico.
La renuncia de Lucas a una expansión más activa de su universo durante quince años —en parte originada por la desastrosa gestión de su vida conyugal— desafiaba ese modelo de explotación capitalista al que, a pesar de todo, muchos le siguen asociando, basado en el sacrificio de la integridad personal y artística en el altar del estatus económico. Su inhibición durante el periodo de eclosión pop más rápida e intensiva de la historia no solo no obedecía a lógica de mercado alguna, sino que estableció una marcada independencia respecto a un público reacio a abandonar el nido referencial de su infancia.
La desconexión se hizo definitiva en la trilogía de precuelas iniciada con La amenaza fantasma (Star Wars: Episode I – The Phantom Menace, 1999), aparentemente debido a la incapacidad de George Lucas para reafirmar con ellas la educación sentimental de los viejos fans. No ayudaron a evitar la condena algunos problemas graves de guion y dirección, los cuales llamaron a reivindicar la figura del artesano como protección frente a los desmanes creativos; un anhelo reaccionario que, como es sabido, aparece de cuando en cuando en la crítica de cualquier época. Sin embargo, para entender el descalabro conviene escarbar más allá de algo tan discutible y difícil de teorizar como una supuesta falta de talento. La trilogía centrada en Anakin Skywalker fracasó en tres frentes que no atañían a la relación con el pasado, sino con su presente: el lenguaje cinematográfico, el encaje sociocultural y el posicionamiento en el contexto audiovisual.
En cuanto al primero, Lucas tuvo la osadía o la inconsciencia de ignorar tendencias de creciente arraigo en los blockbusters de fin de milenio, como queda patente en cualquier comparación entre La amenaza fantasma y el nuevo paradigma audiovisual que propuso Matrix el mismo año. Mientras que los hermanos Wachowski combinaban la subjetividad expresionista del anime en la fotografía con el montaje casi musical del actioner de Hong Kong, el creador de Star Wars apostaba por una pictórica teatralidad, trabajando la disposición geométrica de las figuras ante decorados CGI con los que apenas interactuaban. El montaje tampoco paliaba el desconcierto del espectador, al convertir el film en una sucesión de estampas ilustrativas que remitían más al folletín de aventuras decimonónico que a los códigos del space opera a los que teóricamente se debía. Otra trilogía de aquellos años, El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-2003), ahondaría en la brecha entre las ideas formales de Lucas y otras mejor cotizadas por el público coetáneo: Jackson triunfó con el movimiento perpetuo de su cámara, sus abundantes primeros planos o un montaje tan rápido como banal en términos de storytelling.
Por encima de los problemas de estilo —acaso inadvertidos por los fans menos cinéfilos— el grueso de las críticas se volcó en el extravío de las precuelas de la cartografía conceptual y emocional trazada por la primera trilogía. Es muy posible que Lucas no dedicara ni una fracción del tiempo que empleó el aficionado medio a pensar en si Jar Jar Binks era tan gracioso como C3PO; menos aún en si iba a herir sensibilidades al introducir los midiclorianos como principio pseudobiológico de la Fuerza. Un craso error de consistencia. Pero no respecto a su obra previa, sino al nuevo contexto social y cultural. Por un lado, priorizó al público infantil en el diseño de ciertos personajes (el citado Jar Jar u otras criaturas creadas con vistas al merchandising) y secuencias enteras (la carrera de vainas) justo cuando los excesos consumistas de la década anterior empezaban a purgarse en visiones cínicas como American Beauty (íd., Sam Mendes, 1999) o El Club de la Lucha (Fight Club, David Fincher, 1999), después de una serie de catarsis en falso proclamadas por los Oscar a Forrest Gump (íd., Robert Zemeckis, 1994), El paciente inglés (The English Patient, Anthony Minghella, 1996) o Shakespeare enamorado (Shakespeare in Love, John Madden, 1998). Lo peor de este tono infantiloide era que velaba al público otros valores genuinamente contemporáneos; por ejemplo, un intrincado trasfondo político que, aun expresado de manera farragosa —no había detrás un Aaron Sorkin como el que despuntaba en aquellos días con El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing, 1999-2006)—, rompía el maniqueísmo de los episodios IV al VI. Por otra parte, que el cuestionamiento del carácter trascendental de la Fuerza deviniera el 11-S particular del fandom invita a repensar, precisamente, su valor de actualidad en relación a la crisis de identidad de Occidente que más tarde quedaría expuesta por los terribles atentados.
Pero incluso aunque George Lucas hubiera hecho sus deberes en los apartados anteriores, la satisfacción de la nostalgia se enfrentaba a un tercer obstáculo, en parte exógeno a la industria: la pérdida progresiva de centralidad del cine en el imaginario audiovisual de fin de milenio. Desde Titanic (íd., James Cameron, 1997) ninguna película-acontecimiento ha podido arraigar tan extensa y profundamente en el mainstream, incluyendo aquellas que igualaron su récord de taquilla a escala global o local: en nuestros días el legado de Avatar se circunscribe principalmente al ámbito de los memes en internet y el cosplay erótico festivo, mientras que los de El Señor de los Anillos o Los Vengadores (The Avengers, Joss Whedon, 2012) no hacen más que extender los de otras creaciones extracinematográficas. La presentación de los Episodios I al III coincidió con la revolución de los videojuegos por la sexta generación de consolas, la expansión del ocio en internet, el inicio de la última edad de oro televisiva y una oferta cinéfila más abundante que nunca en diversos formatos. Factores que, sumados a un público más diversificado en intereses —en especial los otrora tildados de geeks, ahora objeto de deseo de la industria del entretenimiento por mor de su creciente poder de compra—, hacían aún más complicado el objetivo de marcar de nuevo a toda una generación. Aunque es innegable la influencia de las precuelas en la evolución reciente del blockbuster (incluida la transición del celuloide al digital), también lo es que Lucas no dio los pasos adecuados para recuperar el centro del discurso audiovisual, como evidenciaron las reacciones a su adulteración del metraje de la trilogía original. Sus héroes se hallaban en una galaxia más lejana que nunca a la nuestra.
De la misma manera que los supervivientes de Vietnam vieron morir asesinado a John Lennon, aquellos que habíamos luchado contra la obesidad infantil vimos cómo nuestro universo se declaraba en rebeldía no contra su padre, sino contra sus hijos. Daba lo mismo. En los años venideros caerían las Torres Gemelas y Bill Cosby revelaría su faceta de violador en masa, pero nada de eso nos haría perder la inocencia. Lo sabían muy bien sus mejores guardianes, Disney y J.J. Abrams.
La edad de la inocencia
Recientemente han trascendido declaraciones del mismo George Lucas criticando el aire “retro” de Star Wars: El despertar de la fuerza (Star Wars: The Force Awakens, J.J. Abrams, 2015), el Episodio VII de la saga. Que se pueda reprochar cierta hipocresía en estas palabras después de la venta millonaria del legado de Lucasfilm a Disney no las hace menos ciertas.
La mayoría de analistas han señalado una estructura del guión similar a la del fundacional Episodio IV, hasta tornarse prácticamente en remake de este, por no mencionar el peso de viejos personajes de la trilogía original. Pero lo que ha hecho Abrams es más profundo que un remake. Su interpretación nostálgica entiende Star Wars como un universo-burbuja, capaz de encerrar muchos otros relatos —los anunciados spin-offs paralelos a la saga principal— siempre que respeten las paredes de la burbuja. Como los organismos biológicos de nuestro mundo, tales ficciones se someten a leyes que conciernen a sus límites y propósitos naturales. La superestructura ficcional que conforman estas leyes se aprecia en lances narrativos que pocos blockbusters podrían permitirse: una trama descoyuntada por la azarosa inserción de personajes míticos, dejando traslucir que no son meras piezas integradas en la misma, sino sus pilares; un clímax que, con un sencillo primer plano y una toma de helicóptero ¡a lo Peter Jackson!, dota en segundos a una narración superficial de la dimensión de memoria histórica e iconográfica; o la teatralización de la muerte de un héroe, haciendo nosotros, los espectadores, de coro griego conocedor de la tragedia que evoca.
Alrededor de esta acrópolis heredada Abrams despliega el cine líquido del que ya hizo gala en la serie de films de Star Trek, capaz de asimilar tanto un villano problematizado propio de una Sundance flick (no por casualidad interpretado por Adam Driver) como el alarde de competence porn del carismático piloto que encarna Oscar Isaac, cuya ética es lo único que le separa de los sueños predatorios del prójimo que alimenta buena parte del audiovisual contemporáneo. El cuidado en representar la diversidad racial o de roles de género forma parte del mismo discurso coyuntural superpuesto, con fecha de caducidad —los personajes de Rey o Finn son más canónicos en la ficción actual que los de Leia o Lando Calrissian en la de su época—, al igual que la comodificación del sable de luz o la propia idea de la Fuerza, restados de valor simbólico o espiritual en favor de usos más pragmáticos (eso sí, sin mentar los midiclorianos).
Modernidad fluctuante en torno a ruinas inmortales. Con este concepto El despertar de la fuerza establece un canon al que referir los próximos proyectos Disney-Lucasfilm, o, mejor dicho, un canon para utilizar un canon. Abrams se confirma así como lo opuesto a un revolucionario: un cineasta con fe en un audiovisual cohesionado, en lugar de cuestionado. Su capacidad para vadear sus aguas llevando de la brida al público no tiene parangón en la actualidad. Excepto en los instantes climáticos, sus planos carecen de la suficiente rotundidad como para ser considerado un clasicista, pero contribuyen al drama como no lo harían los de un posmoderno. Su montaje atiende a la psicología del espectador con déficit de atención sin descuidar, no obstante, la dosis mínima de semántica para el que siente ofendida su inteligencia por las películas de Michael Bay. Y sus encuadres abominan de dos aspectos tan poco agradecidos hoy en día como el descontrol (los mareos con la shaky camera de la década pasada dan paso a la ligereza de una cámara flotante) o el rigor pictórico en las composiciones, reemplazado por el equilibrio entre eficiencia y ornamentación con el que sueña todo decorador de interiores. La clave de todo: la ilusión de autenticidad.
Trasfondos de personajes sin grandilocuencia, asimilables por cualquier espectador con cuenta en Twitter; sobriedad en el diseño de producción, más moderado que las entregas anteriores en la exhibición de criaturas o efectos especiales; suciedad y violencia controladas, de manera que el espectador no se sienta sucio ni violento al contemplarlas. Son algunos de los detalles con que Abrams, tras experimentar con éxito en su carrera televisiva, busca recuperar la ilusión de vida en tropos gastados como una cinta magnética, recreación tras recreación. No lo consiguió en su aproximación al cuento Amblin en Super 8 (íd., 2011) porque la magia spielbergiana no consistía en la superación de la realidad, sino al contrario, en el acto de asumirla en su totalidad y, en consecuencia, explorar sus ramificaciones más profundas, allá donde se funde con lo fantástico y lo maravilloso. Inocular una dosis calculada de realismo en una fantasía manierista, por tanto, no era estrategia válida para un acercamiento a la figura de Spielberg, que representa un compromiso absoluto con lo real. Pero Star Wars es diferente. Star Wars es magia pura. O lo fue.
Lo fue para toda una generación de niños especiales, quienes llegamos a creer en ideales heroicos por un mundo más justo, en la amistad entre aquellos que son diferentes o en una espiritualidad que nos conminaba a ser algo más que materia y apetitos. Todos estos temas, universales en cualquier época de la humanidad, fueron conjugados con un calado generacional sin precedentes por un arte nacido, paradójicamente, de un contexto de feroz competencia económica, arribismo social y materialismo rampante: el caldo de cultivo ideal para una religión. Y, a la luz de la historia, no una que pretenda mejorar la sociedad. El culto nostálgico consiste en utilizar los valores éticos y afectivos del arte en afirmar la propia identidad, en vez de esforzarse en trasladarlos al mundo real respetando su vocación transformadora. Etiquetar como “magia” el contenido de las vitrinas de la nostalgia equivale a proclamar que, detrás de cada despido que ejecutamos, de cada humillación a la que sometemos a nuestra pareja o de cada injusticia que toleramos en beneficio propio, hay un núcleo de inocencia sancionada por las ficciones que amamos.
Lo que ha hecho Abrams, ni más ni menos, es comunicar esa magia redentora, canonizada en estructuras-reliquia de ficción inmutable, con los más grises y cambiantes relatos actuales, obviando los procesos de deconstrucción, ridiculización posmoderna y reformulación cínica que han mediado entre ambos durante tres décadas. Un continuum emocional de la edad de la inocencia como solo los parques temáticos pueden procurarlo, con la salvedad de que en estos la nostalgia no aspira a suplantar la realidad vigente una vez cruzados los tornos de salida. Abrams, en cambio, sostiene en alto la cabeza de Sherezade y nos promete más noches de cuentos para nuestra generación. Una generación que aprendió a soñar la realidad antes que realizar sus sueños. El emocionante encuentro final de El despertar de la fuerza nos devuelve a ese limbo existencial: a uno se le escapa una lágrima, pero no sabe si es por aquello que regresa o, más bien, por constatar todo lo que se nos ha ido sin llegar siquiera a existir.
Fantástico texto. Gracias.
Amen