El “caso Godard” es una permanente frontera entre dos sectores del cine, los que le admiran y los que le detestan». Así resumía Manuel Villegas López el debate sobre Jean-Luc Godard en 1973. Hoy, más de tres décadas después, la polémica continúa estancada en el mismo punto: charlatán exhibicionista o genio y pensador de la imagen, el cineasta franco-suizo sigue engrosando su legión de detractores y admiradores, quizá por ser el único de los supervivientes de la Nouvelle Vague que sigue sobrepasando límites en cada nueva película. El mismo Villegas López sentenciaba la discusión con unas líneas precisas, tremendamente valiosas en su sencillez: «Godard no es el realizador de películas señeras, completas y acabadas, sino de esquemas, muchas veces perfectamente logrados, para componer una obra de conjunto. Y esta obra peculiar y personalísima, con todas sus contradicciones y su esencial unidad, marca una fecha de incuestionable importancia en la historia del cinema» (En «Los grandes nombres del cine II»).
Una de las trampas escondidas bajo el alboroto del “caso Godard” (apaciguado en los últimos tiempos tras la unánime acogida de sus Historia(s) del cine en DVD) ha sido el considerable silencio crítico con el que algunas de sus obras han sido castigadas. Así, la estructura circular de su primera etapa —inaugurada con Al final de la escapada y clausurada con Pierrot, el loco— ha dejado de lado películas tan reivindicables como El soldadito o Los carabineros, títulos imprescindibles para poder trazar un retrato fiel de Godard en su posterior madurez.
Los carabineros nació en apenas cuatro semanas y ha malvivido durante décadas en un espacio muerto situado entre Vivir su vida y El desprecio; obra capital la primera, ambiciosa e irregular la segunda, ambas son hoy piezas de prestigio a las que poco o nada debe envidiar el film que nos ocupa. Quizá por su extraña base pseudo-fantástica, quizá por su precaria contención en la puesta en escena, probablemente por la conjunción de ambas cosas, Los carabineros se muestra como un objeto extraño, difícil de abordar, definitivamente mágico. “Este film es una fábula, un apólogo en donde el realismo no sirve más que para venir en apoyo, para reforzar lo imaginario”, declaró el cineasta en la presentación de la película. La primera impresión es difusa, dubitativa. Pronto empiezan a quedar claras las ideas básicas que cimientan el film.
Ante todo, Los carabineros exhibe con una sorprendente sencillez un brillante alegato anti-belicista, en un intento por representar “no sólo lo que es la guerra, sino lo que fueron todas las guerras”. La guerra no es sólo el mal, el horror y el absurdo. Como apuntaba Román Gubern, aquí la guerra es sobre todo una estafa para el ciudadano, utilizado como instrumento de las clases dominantes —que no se ensucian las manos- por medio de tácticas que apelan a la avidez de posesión de bienes, al fetichismo de consumo. La guerra es, por encima de todo, un conflicto de apetencias económicas (En «Godard polémico»). He aquí el discurso central en esta historia de dos campesinos-vagabundos engañados para dar su vida por el Rey de Francia (sic) bajo la promesa de enriquecerse con saqueos, fortunas, viajes… He aquí la excusa godardiana para verter sobre el celuloide sus eternas obsesiones: un grito de atención en forma de fábula acerca de la crisis de la sociedad moderna, un amargo retrato del hombre de hoy rebosante de complejidad, ambigüedad y pesimismo, una irreverente negación de la linealidad de la Historia (del hombre, del arte o del cine, tanto da) que entremezcla a Rembrandt, Eisenstein, Maiakovski o Lenin en un no-espacio poblado sólo por seres atemporales. Y sobre todo una profunda reflexión, casi primitiva, acerca del poder de la imagen fílmica (o fotográfica; hablamos en ambos casos modos de representación directa), expresada en dos secuencias especialmente reveladoras:
La primera supone el deslumbrante descubrimiento del cine por parte de uno de los dos personajes centrales, al asistir a una de las primeras proyecciones públicas de los films de los Lumière. Michel-Ange se siente aterrorizado ante la inminente llegada del tren a la estación; instintivamente se agacha, se protege la cabeza. Un instante después lo vemos persiguiendo a una huidiza mujer que se escapa del encuadre para entrar en la bañera. Michel-Ange busca más allá de la pantalla, a sus lados, detrás de la lona. La mujer ha desaparecido ante sus ojos. Nosotros, con él, redescubrimos la ilusión óptica, el poder manipulador de la imagen. La segunda secuencia —desenlace del film— tiene lugar cuando Michel-Ange y Ulysse (raramente en Godard son gratuitos los nombres de los personajes) vuelven a casa y sus respectivas mujeres les exigen las fortunas prometidas, los valiosos objetos procedentes de todos los rincones del mundo. Ellos, orgullosos, abren su maletas y reparten cientos de postales y fotografías cuidadosamente ordenadas en bloques temáticos: modernos medios de transporte (trenes, tranvías, coches, motos), célebres edificios (la Torre de Pisa, la Torre Eiffel, las pirámides egipcias), históricas obras de arte, exóticos animales… Innumerables tesoros atrapados en la imagen y, por lo tanto, poseídos, físicamente presentes a través de su representación real. Como destacó Susan Sontag («Sobre la fotografía»), la imagen fotográfica —objeto asequible que capta un instante inmortal e irrepetible— traspasa su esencia dando vida a la propia figura, entregando en propiedad lo representado. Cuántas veces a partir de aquel 1963 volverá a preguntarse Godard hasta dónde puede llegar el poder de la imagen.