Anticristo

Sí, reina el caos en esta agónica película que nos embarca, a través de muertes, efluvios de placer, tristeza depresiva, sonidos de ultratumba, naturalezas sombrías, y sacrificios genitales, en un viaje fantasmagórico hacia el corazón de las tinieblas de nuestra civilización, hacia ese Paraíso primigenio de donde surgieron algunas de las tradiciones ancestrales que hoy todavía soportamos.

Pero, claro, partir hacia el Edén, remontarnos al origen de todo y sentir resbalar nuestros pies por la tierra, antes firme, ahora tan cenagosa, no es, no puede ser nunca una experiencia placentera; sí catártica y purificadora, pero como resultado, como final, como epílogo. Antes, mucho antes, está el dolor, las palpitaciones, el sufrimiento; está el trepar por la pirámide de nuestros miedos; está, finalmente, el reconocimiento del Otro, que es lo que persigue el varón protagonista (Willem Dafoe, Él) de Anticristo (Antichrist, Lars Von Trier, 2009), superviviente final del caos y la enajenación —¿o lucidez?— de su mujer (una impresionante Charlotte Gainsbourg, Ella), a quien ha tenido que sacrificar si quería conservar la totalidad de sus miembros —y esto, créanme, es literal—. Él, que regresa medio cojo y malherido, contempla a multitud de mujeres en mitad de un alto en el camino. ¿Una visión?, ¿un sueño? No lo sabemos. Sea lo que sea, ellas, al contrario que él, ascienden a Edén, el lugar que ha dejado atrás. Su rostro, lógicamente, expresa incredulidad. Quiero creer que esa incredulidad será sólo momentánea; que, de pronto, sobrevendrá el fogonazo y comprenderá. Porque esas mujeres vuelven al principio, en busca de un renacer. A reunirse con Ella.

Anticristo me parece la obra más fascinante y, a la vez, más demoledora de toda la filmografía del cineasta danés Lars Von Trier, quien ya había alumbrado algunas de las películas más importantes —y más crueles— del cine europeo de la últimas décadas, tales como Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1997), Los idiotas (Idioterne,1998), Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), Dogville (2003) o Manderlay (2005), agudas, muy agudas reflexiones sobre la condición humana y su carcasa moral, social y religiosa. Aquí, en Anticristo, que surgió tras un periodo de intensa depresión personal, Von Trier narra el proceso identitario que recorre Ella hasta darse de bruces con las raíces míticas de la naturaleza satánica de la Mujer; con el pecado, la culpa y la tentación que le atribuyó ancestralmente el Génesis.

Un trágico accidente familiar es el desencadenante de este lento descenso a los infiernos: mientras su marido y ella hacían apasionadamente el amor en la ducha, su pequeño hijo Nic logró subirse a una ventana y, con ingenuidad infantil, se arrojó al vacío, muriendo ipso facto. A Ella le invade, entonces, una terrible tristeza y un fuerte sentimiento de culpabilidad que tratará de mitigar su marido, psicólogo él, racionalista hasta la médula, con una terapia que consistirá en esclarecer sus miedos más profundos, que ella relaciona con Edén, una cabaña familiar situada en lo más profundo de un bosque. Hacia allí se dirigirán.

Las posiciones están claras. Ella es presa de un dolor insoportable, al contrario que Él, que mira, estudia y comprende ese sentimiento con la frialdad analítica de un médico forense. Ya a través de la trama, de las imágenes, nos preguntamos por qué una parte es la que sufre y otra la que consuela, así, de una forma tan bipolar, tan rígida. El marido inicia la terapia, sí, pero sobre él nos surgen las dudas cuando, en la primera conversación que tiene con su mujer en el hospital, Von Trier recurre visualmente al plano/contraplano saltándose el eje reiteradamente, un sobre aviso de su propia confusión posterior. Y allí, en Edén, descubrimos la tesis doctoral que Ella estaba a punto de concluir sobre el tema del ginocidio. Pero, más importante, descubrimos que su caída en los abismos de la locura había tenido lugar mucho antes de la muerte de Nic, cuando se imbuyó de los textos e imágenes que estudiaba, llevando al extremo esa tradición de la que se erige en portadora. Llegados a este punto, no hay salvación, no hay reconciliación posible. Sólo cabe la autodestrucción, la suya y de quienes la condenaron. Estamos ante la historia de una Condena, de una Maldición, así, en mayúsculas. La historia, la cultura, la religión, hicieron el resto.

Además de lo dicho en párrafos anteriores, Anticristo es, en cierto modo, la obra seminal de Lars Von Trier. Con ella entendemos mucho mejor a Bess en Rompiendo las olas, a Selma en Bailar en la oscuridad, y a Grace en Dogville y Manderlay, personajes femeninos que sufren estoicamente la crueldad humana; pero ahora, después de ver esta obra, casi que comprendemos sus infortunios como una consecuencia natural —duele decirlo— de un destino irreversible. Por eso, conviene retomar aquí la visión de los cientos de mujeres dirigiéndose a Edén, entre las que quizá Von Trier imaginó a Bess, a Selma, a Grace… a todos sus personajes femeninos, en busca, como decía, de un renacer. Pieza inescrutable, estremecedora y laberíntica, Anticristo levanta una pira funeraria sobre nuestra cultura para, al final, acabar gritando aquella célebre expresión que acuñó El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad: «El horror, el horror».