(Re)descubriendo a Béla Tarr

Existencialismo, belleza y caos

1 Ante la decadencia implacable, ignominio­sa, irreversible quizá, del cine como medio de expresión artística coincidente, no por casualidad, con la exaltación de lo tibio, de lo insustancial, cabe formularse varias preguntas. ¿Existe todavía el verdadero genio cinematográ­fico? ¿En qué condiciones podría manifestarse? No se trata de meras cuestiones retóricas, ni de una pose apocalíptica afín a pueriles discusio­nes intelectuales. Tras ellas existe un estremeci­miento vital que rebasa cualquier dilema filosófi­co, espoleado por diversos e inquietantes fenó­menos. A la perniciosa actividad desarrollada por los mercaderes de imágenes en movimiento, que ha marchitado de forma indecorosa al cine en cuanto entretenimiento popular serio, único, irre­petible, cabe añadir la labor vacía, improductiva, de creadores engagés que sermonean acerca de las grandezas y miserias del mundo sobre la base de estímulos exteriores, realistas (¿?), in­capaces de mirar en su (hueco) interior como hombres, como artistas.

2 Por eso, resulta extraordinario el (re)des­cubrimiento de Béla Tarr (Pécs, Hungría, 1955), gracias a la edición en dvd de tres películas altamente representativas de su talento, Nido familiar (Csaladi tiizfeszek, 1979), La condena (Karhozat, 1988) y Armonías de Werek­meister (Werekmeister harmóniák, 2000). Descu­brimiento que confirma, por una parte, la existen­cia, incluso hoy, del verdadero genio cinemato­gratico, ya que los tres films, de manera muy dis­tinta cada uno de ellos, revelan a un cineasta ma­gistral cuya actividad creativa es una necesidad vital que brota de las dimensiones más profundas y ocultas de su ser. «Nunca hablamos sobre el caos o cosas existenciales. Solamente hablamos sobre alguien que entra en el cuarto y que quiere algo y el otro tipo que está sentado no quiere es­tas mismas cosas. Eso es todo», comenta Béla Tarr [1]. Sin embargo, por otro lado, semejante hallazgo debe conjugarse, lamentablemente, en pretérito (im)perfecto, ya que el realizador húnga­ro no ha sido nunca un desconocido absoluto a causa de su fugaz —y escasamente reseñado­— paso por festivales como Cannes, Bérgamo o Berlín —donde se exhibió la alucinada, alucinante y agotadora Sátántangó (1994), de 450 minutos de duración, basada en una novela de Laszlo Krasznahorkai [2]—. Ahora bien, el oblicuo y defici­tario conocimiento de la obra de Béla Tarr de­muestra hasta que punta las devastaciones de la hipermodernidad —de la modernidad superlativa según Gilles Lipovetsky [3]— han trastornado la percepción / apreciación del cine como forma ar­tística capaz de perturbar a una sociedad que busca, inútilmente, la estabilidad. Por supuesto, el dvd nos facilita la posibilidad, vedada hasta ahora, de acercarnos con cierta comodidad / nor­malidad a Béla Tarr, a sus cavilaciones fílmicas sobre los sombríos secretos de la vida, recordan­do, evocando o simplemente imaginando mun­dos ficticios que se refieren a verdades objetivas. Aunque el forzoso exilio del cineasta húngaro al formato doméstico nos prive de la sensación de hallarnos frente a una experiencia seria, única, irrepetible —idéntica a la que podemos disfrutar (¡ay!) ante una buena película de entretenimiento popular: el eclecticismo es siempre síntoma de inteligencia y gusto…—, sumidos en la oscuridad de una sala cinematográfica, como si asistiera­mos a un ritual mágico, arrebatados por la pre­sencia física de la imagen.

3 Lo primero que nos impacta del cine de Béla Tarr es su lenguaje: delicado, denso, sumido en la materialidad de todos sus elementos visuales. Por ejemplo, recorde­mos la hermética planificación de Nido de familia, con sus primeros planos, excluyendo casi por completo el espacio escénico / fílmico; planifica­ción íntimamente ligada a una portentosa cámara móvil —desprovista de espasmos epilépticos, de bruscos barridos— y a un agudo estudio (nada pa­soliniano) del rostro humano como espacio psi­cofísico, donde de las emociones explican, a un mis­mo tiempo, la intimidad de los personajes y la ma­nera con que los actores la viven como parte de su individualidad. Alejado de los postulados del llamado Realis­mo Socialista, Béla Tarr descu­bre de manera grave, sinuosa y precisa, toda la vileza, hipocre­sia y horror que se agita, como una enfermedad infecciosa, tras las relaciones familiares, pero proyectadas hacia lo universal.

Así pues, cualquier vocación testimonial, documental, es excluida con brusco ademán por Béla Tarr —irónicamente, al inicio del film, un rotulo dice: «Esto es una historia real. No ha sueedido a la gente del film pero po­dría … »—, y Nido familiar se erige, por medio de esta sencilla opción estilística, en un ácido e inti­mista analisis de la naturaleza del poder, de los verdaderos vínculos sentimentales y materiales que unen o separan a los seres huma­nos, y de su significado en el seno de una realidad mucho mas am­plia, hostil. En consecuencia, re­sultan espeluznantes, primero, las feroces diatribas del padre (Gabor Kun), en primerísimo pri­mer plano, contra su nuera Irén (Lászlóné Horváth) —a la que acu­sa de adultera y malgastadora—, decidido a influir en su hijo Laci (László Horváth), un tipo tan volu­ble, irresponsable y mezquino como su hermano Gabi (Gçábor Kun Jr.) —junto al cual Laci viola a una amiga de su esposa, tras una comida en familia: Béla Tarr concentra el dramatismo de la se­cuencia en la agónica expresivi­dad de las manos de la muchacha—, y más tarde, el trágico y largo monólogo final de Irén, en plano fijo, compartiendo su dolor y des­concierto con nosotros.

4 En términos generales, el cine y su praxis son una forma de conciencia, sus mate­rias primas constituyen diferentes formas de conciencia. No existe ningún principio estetico en virtud del cual el buen cine deba ce­ñirse a una realidad organizada alrededor de nu­merosas pequeñeces cotidianas, o a un rígido esquema ideológico, puesto que el verdadero ar­tista trabaja con el equívoco y lo pluridimensio­nal, como la propia vida. La condena, obra maes­tra absoluta —y uno de los mejores títulos de los años ochenta (¡!) junto a obras de Lynch, Fellini, Cronenberg, Tarkovski, Scorsese, Schrader, Ku­rosawa, Carpenter, De Palma, Herzog o Jan Svankmajer—, sensual, poética, moral, es un tor­bellino de sensaciones, de emociones tortuosas y sublimes que van desde la más arrebatadora fascinación hasta la mas hiriente amargura —cf. la secuencia de apertura, con la imagen del prota­gonista, de espaldas, observando por la ventana cómo se deslizan las cabinas de un grandioso te­leférico por encima de un paisaje yermo, lunar … ; el lentísimo travelling que nos desvela a los pa­rroquianos del Titanik Bar sumergidos en la pe­numbra, inmóviles como figuras de cera, mien­tras una hermosa mujer canta una triste can­ción…; la secuencia en que los amantes hacen languida y lúgubremente el amor frente a un es­pejo…; la imagen de la hermosa joven que ama­manta a un bebe que llora, al lado de una televi­sión sin imágenes, al mismo tiempo que los amantes se pelean y la violencia queda en off vi­sual debido, una vez más, a un majestuoso y casi imperceptible travelling lateral…—.

La condena ostenta una narrativa radical­mente diferente a Nido familiar. EI tempo lento de cada plano-secuencia eleva a un nivel casi espiritual el efecto de lo real; la reptante, casi fantasmagórica, movilidad de la cámara, llena de misterio y pasmosa naturalidad, organiza la relación de reencuadres y de las escenas, de los planos y de los elementos iconográficos conteni­dos en dichos planos… Béla Tarr, de este modo intenta presentar su visión pesimista y angustia­da del mundo con sus propios ojos, convirtiendo en cine sus sentimientos, sus dudas, sus ideas. No importa la descripción del descontextualiza­do y corrompido espacio urbano en el que malvi­ven, como gusanos, los miembros del triángulo amoroso protagonista; solamente la poderosa estructura visual de la que se vale para plasmar la penuria existencial y el caos en el que se hallan inmersos. La imágenes no se doblegan al simbo­lismo ni a la afectación debilitadora; son sustan­cia terrenal, violenta y melancólica a la par, que existe lejos de tendencias fútiles, de reflexiones superfluas.

Agotado el exiguo espacio del que dispone­mos, constatar que Las armonías de Werckmeister ahonda, tal vez sin tanta venenosa pasión, en su enfática construcción formal mediante el usa de tomas largas y planos secuencia, parsimoniosos, ingrávidos movimientos de cámara y la experi­mentación con el fluir del tiempo dentro del plano, de la secuencia misma, y del sonido como música atonal. Basta recordar la secuencia de quince mi­nutos en la que Eszter (Peter Fitz) reproduce el mo­vimiento de los astros que conforman el sistema solar o explica que es un eclipse, en las profundi­dades de una sucia taberna, utilizando para ello a los borrachos que frecuentan el local… Las armo­nías de Werckmeister, como explica el critico Peter Hames, promueve la reflexi6n acerca de las raíces de la violencia, siempre lista para destruir la ilusión de una vida social estable. «Pero la película —prosi­gue— nos ofrece además la ilusoria búsqueda de la perfección de tono y escala perseguida por Eszter, la maravilla de la ballena (una cosa bella converti­da en una monstruosidad circense) y la hermosura de la película misma». Y es que, como decía Geor­ge Santayana, la belleza es la purga de la superficialidad, y en el cine de Béla Tarr hay mucho de lo primero y poco, nada, de lo segundo.

[1] Entrevista Waiting For The Prince an inter­view with Béla Tarr, por Fergus Daly y Maximilian Le Cain, Senses of Cinema, enero de 2001.
[2] Nacido en Gyula (Hungría), en 1954, la obra li­teraria de Laszló Krasznahorkai ha servido de base argumental para tres pelfculas de Béla Tarr, La condena, Sátántangó y Armonias de Werckmeister, y para el guión de una cuarta, The Man from London, actualmente en produc­ci6n, segun una novela de Georges Simenon. Segun explica Krasznahorkai, su relación con el cineasta ha sido, y es, muy peculiar. «Es una re­lacion de esclavitud —explica—, una persona lo elige conscientemente, o estúpidamente. Mi caso fue sencillo, porque apoyar a un director independiente no fue un sufrimiento, todo lo que pude dar lo di: la novela. Pero eso solo era material. A partir de ahi el director Béla Tarr tuvo que hacer imágenes. También hablamos de es­tas, pero al final fue el director el que las hacia. Las peliculas las hizo Béla Tarr, con la ayuda mía, pero fue él el que las elaboró». Declaracio­nes extraidas de la revista Escribir y Publicar n° 44 (enero, 2006), por Ivan Humanes Bespín. Recordar, ade­mas, que la novela en la que se inspira Armonías de Werck­meister, se ha publicado en castellano por la editorial EI Acantilado (Barcelona, 2001) bajo su titulo original, Melan­colía de la resistencia.
[3] Cada vez más abstraido en su propia grandeur materialis­ta en la sociedad hipermoderna, el arte se ha convertido en un producto más de consumo, en una figura de moda. EI cul­to al éxito, la competitividad desmesurada, ha acarreado una gran ola de trastornos psicosomáticos, depresiones y demás disfunciones sociales / personales con las que las distintas industrias que producen psicofármacos se enriquecen. 

© Publicado originalmente en Dirigido por… nº 365, marzo 2007. Reproducido con permiso del autor.