El contador de cartas, de Paul Schrader

I trust my life to providence
I trust my soul to grace

World on Fire, de Michael Been (The Call)

El contador de cartasReflejos

Martin Scorsese debería estar eternamente agradecido a Paul Schrader por el guion de Taxi Driver, aunque ya haga casi cincuenta años de aquello, y por tanto, y también por la amistad que les une, no resulta extraño que produzca la nueva película del veterano director y guionista, que regresa con uno de sus trabajos más personales, no solo por ser él mismo el firmante del guion, sino también por la construcción y tratamiento que realiza tanto de historia como de personajes, que hacen resonar varios ecos de anteriores hitos de su filmografía, pero de uno de ellos en concreto de forma muy especial. Si The Walker era una revisión de su American Gigolo con casi tres décadas de diferencia entre ambas, solo dos (escasas) separan esta nueva obra de su imagen especular del pasado: Posibilidad de escape. Los reflejos entre ambos films se pueden contar con las cartas de una mano pero son importantes: En El contador de cartas el personaje interpretado por Oscar Isaac escribe en un diario (posiblemente influido por las Meditaciones de Marco Aurelio leídas en su tiempo en prisión) que nos lee en off del mismo modo que lo hacía el LeTour (Willem Dafoe) de Posibilidad de escape (y sí, también el Michel de Pickpocket o el joven protagonista de Diario de un cura rural, pero eso ya estaba en la película protagonizada por Dafoe, y ahora es momento de asumir que aunque Bresson haya sido siempre su Biblia, Schrader se parafrasea a sí mismo, con el mismo orgullo con el que coloca El contador de cartas como la mejor película de 2021 en su muro de facebook). Allí Ann (Susan Sarandon) era su jefa; aquí es La Linda (Tiffany Hadish) quien, a modo de intermediaria, de algún modo ejerce una función de superioridad sobre él, al poner el dinero para la admisión de los torneos de póker en los que participa (si gana, los beneficios se reparten entre ambos); ambas, en cualquier caso, sienten una suerte de admiración, curiosidad, y deseo velado por sus ‘chicos’. Un rival de tres al cuarto (como los torneos en los que participa), un redneck enfundado en una bandera con su séquito, que se va encontrando en casi cada juego, y que podría equivaler a la basura acumulada en las calles de Manhattan debido a la huelga de recogida, esas calles que LeTour recorría sin descanso (quizá parezca forzada la comparación, pero a lo que viene es a que no dejan de ser lugares comunes, una forma de contextualizar, que se arrastran durante toda la narración acompañando al protagonista, como podían serlo también las series mundiales de béisbol que narraban radios y televisiones durante el descenso a los infiernos del Teniente corrupto de Abel Ferrara). Las canciones originales que acompañan El contador de cartas son obra de Robert Levon Been, el hijo de Michael Been, que es quien puso la melancolía musical en Posibilidad de escape; y no por casualidad el tatuaje que lleva Isaac en este film reproduce la cita de la canción que abre estas líneas, que es también la canción que escuchamos al comenzar el de 1992, mientras la cámara acompaña a LaTour/Dafoe en una de sus entregas. Y por último, no debemos obviar el hecho de que el desenlace es prácticamente idéntico en ambos films tanto en ubicación (la sala de visitas de una cárcel) como en la cartografía emocional de los personajes, que se enfrentan a un futuro lejano (el inmediato es el presente, coartado por una condena probablemente eterna) tan apetecible como con escasas posibilidades (casi como ganar con una escalera de color frente a un full en el river) de materialización, y en ejecución, con esas manos acariciándose (en aquella lo hacían, en esta lo harían de no impedirlo el cristal de seguridad, como ya lo hicieron en la escena del jardín botánico), congelándose el gesto pero no el tiempo, que sigue avanzando mientras los créditos hacen acto de aparición.

El contador de cartas

El contador de cartas

Casi dos horas antes de eso, otros créditos se extienden ante un tapete como las cartas de una baraja. En ese momento conoceremos al peculiar William Tell (Isaac). Su nombre es falso pero ya desde el principio tiene pocos visos de autenticidad (lo que de algún modo anticipa que tiene un pasado que ocultar). En primer lugar por llamarse igual que el legendario ballestero suizo que disparó a una manzana situada en tenue equilibrio sobre la cabeza de su hijo, y en segundo porque es jugador de póker, y en el póker un tell es lo que puede condenar a un jugador: ese imperceptible guiño del ojo, un rápido sorber con la nariz, o el débil rictus en el labio, esa señal inconsciente que se realiza cuando entra una buena (o mala) mano, o directamente cuando se lanza un farol, y que solo pueden descubrir los más observadores después de jugar muchas manos contra alguien. Sabemos, por la lectura de su diario que ha estado en la cárcel, y cuando se establece en el hotel, al aclimatar su habitación (escena recogida con rigor casi matemático), también conoceremos a un tipo metódico (y maniático), pero de alguna forma también sabemos que es alguien con quien conviene no meterse. Respecto a su juego, también una secuencia muestra de forma ejemplar su capacidad de jugador disciplinado y aplicado, ganando una mano que se le tuerce en la última carta simplemente mostrando aplomo y seguridad, apostando (la anciana rival tiene mejor mano, pero al verle meter fichas con convicción le entran las dudas, piensa que él tiene un as mejor acompañado que el suyo y abandona sus cartas). Tras un encuentro con un joven (Tye Sheridan) que le reconoce como un soldado que realizó torturas en Abu Grahib (el padre del chico, que terminó suicidándose, era su compañero), Cirk, el chaval, le propone secuestrar, torturar y ejecutar a John Gordo (Willem Dafoe), el que fuera su superior (e instigador de la barbarie) en aquella época, que consiguió evadir la prisión y ahora se dedica al negocio de la seguridad en la empresa privada. Inicialmente Tell niega ser quien el chico dice, aunque una pesadilla que vimos antes de la conversación a ritmo de un trash metal intercambiable con cualquiera de los que utiliza el ejército de los EE.UU. en sus rutinas de tortura mientras una cámara de ojo de pez nos muestra unos pasillos carcelarios que se bifurcan en los que varios presos son golpeados y vejados brutalmente, cobra sentido de repente indicándonos que Cirk tiene razón.

El contador de cartas

Muerto por dentro

Como vamos viendo, Tell, después de todo aquello guarda un perfil bajo contando cartas en el black jack y jugando torneos de póker de cuantía moderada (notables por su concisión y claridad las secuencias donde se explican los mecanismos que aplican a la narración en ambos juegos; también la forma de retratar la decadencia de ese tipo de torneos, contra rivales como el gordo de Minessotta, lejos del insigne rival de Eddie Felson, de igual apodo, que se movía como una bailarina, y desde luego diametralmente opuestos al glamour de las Series Mundiales de Póker que muestran las televisiones), solo por dejar pasar el tiempo. No busca la fama, ni la gloria, ni siquiera el dinero. Después de todo aquello, de las torturas, de su periodo en prisión, está muerto por dentro (en un flashback memorable en la trena se busca la ruina, intencionadamente, con un tipo con pinta de armario ropero que le deja la cara guapa y que no sigue porque un guardia de seguridad le observa con la mano cerca de la porra; después se pregunta en uno de sus escritos si lo podría encontrar fuera y si aceptaría dinero por terminar el trabajo) y decide dar al chico la oportunidad de la vida que él ya no podrá tener. Acepta la oferta de La Linda, solo para ganar dinero suficiente como para pagar las deudas del joven y su madre y sufragarle los estudios, y por supuesto, eliminar de su cabeza esa idea de venganza que solo le traería sufrimiento aunque el chico no lo crea. Cuando ha dado el dinero al joven y cree haberle encauzado por el buen camino, en el descanso antes de una mesa final recibe un mensaje, equivalente a una manzana en la cabeza de su protegido. Así, ya de vuelta al juego, no puede pensar en otra cosa y hace lo que tiene que hacer porque aunque está ahí sentado recibiendo cartas sabe que la partida se está jugando en otra parte, y aunque la flecha ya habrá sido lanzada, aunque esa partida real esté probablemente perdida, no le queda otra opción que aceptar el all-in.

El contador de cartas

La partida ya está perdida

Por eso la partida y su desenlace dan igual, Paul Schrader tiene muy claro desde el principio que su película no va ni remotamente de póker, se trata una vez más de la misma historia (que no nos cansaremos de ver) de pecado y culpa (esta vez colectivos, con el peso de la guerra de Irak y las barbaridades que el ejército estadounidense perpetró en su nombre) y una redención que no por buscada es siempre posible. Toda esa parte final, con esa noticia que hiela la sangre, ese trayecto en coche que es la tensa calma antes de la tempestad, con la partitura pulsante, zumbante, uniforme y generadora de una atmósfera más crepuscular que la de muchos westerns que se precian de serlo (de forma muy similar a lo que también ocurría antes del showdown en Posibilidad de escape), esa secuencia en la casa, con la violencia en off mientras la cámara se aleja discretamente del pasillo, la música que sigue tensando el momento, y el time lapse que apunta verdadero empeño y dedicación (y que se corroboran en el aspecto de William cuando finalmente emerge de nuevo), es una lección de cine de esas que salen de las tripas.