El relato de un milagro
El prodigio abre con una panorámica a través del plató de una película, hasta unos decorados que parecen representar el interior de un barco. La cámara se detiene y pone su atención en una mujer, Lib Wright (Florence Pugh), una enfermera que viaja desde Inglaterra a un pueblo en la región de las Midlands. Una voz en off nos interrumpe para recordarnos que no somos nada sin historias y nos invita a creer en esta que está a punto de empezar. Sebastián Lelio adapta la novela de Emma Donoghue con un abrupto punto inicial, que nos recuerda que hemos apretado el botón de play en Netflix para dejarnos atrapar por esta película. Al mostrarle los artificios del propio film al espectador, en este ejercicio de metaficción, nos invita a adentrarnos en esta historia de forma consciente y reflexionar sobre la construcción de su propia narrativa.
Los vecinos del pequeño pueblo irlandés aseguran que Anna O’Donnell (Kíla Lord Cassidy) lleva cuatro meses sin comer, alimentada solo por “el maná del cielo». En una Irlanda que se recupera de la Gran Hambruna a mediados de siglo XIX, una niña proclama que no precisa de alimento para el cuerpo, ya que goza del alimento para el alma. Estos dos parecen alejarse el uno del otro, como si la vida efímera en la tierra no tuviera más valor que la vida eterna, para la cual Anna parece prepararse. Una metamorfosis en la que cuerpo y alma pueden separarse, como la resurrección de Cristo el tercer día, despidiéndose de una vida anterior.
La enfermera ha sido contratada para observar a la pequeña y esclarecer si realmente vive sin probar bocado. La dicotomía entre razón y fe se pone en juego antes los ojos de esta mujer de ciencias, que se enfrenta con escepticismo al inusual encargo. A pesar de que los O’Donnell reciben la visita de peregrinos, periodistas y curiosos, los padres de la niña no aceptan dinero y la protagonista se pregunta que se esconde tras este supuesto milagro. Las creencias de Lib se ponen en juego, abriendo una puerta a una faceta espiritual que desconocía de ella misma y que es capaz de curar sus heridas del pasado.
Recuperamos la voz en off inicial, en esta ocasión con el rostro de Kitty (Niamh Algar) que será un puente con el espectador, interpelándolo directamente hasta romper la cuarta pared. Kitty forma parte de la familia O’Donnell y menudo la vemos con un libro o un periódico entre las manos, poniendo su mejor empeño en aprender a leer. Tanto la lectura como la escritura son una constante en la película, desde los artículos que el periodista Will Byrne (Tom Burke) envía a Londres, hasta el pequeño cuaderno donde Lib anota con precisión el informe médico de Anna. Cada uno de estos textos son un relato distinto sobre una misma escena. También el pueblo ha construido su propio relato en comunidad alrededor del milagro, ansioso de esperanza al ver a alguien sobrevivir sin alimento después de tanta hambre.
Si nos detenemos a cuestionarnos acerca de las historias en base a las cueles se construye el mundo, deberíamos también preguntarnos a quién pertenecen estos relatos. Lib desembarca en Irlanda contratada por un comité de respetables vecinos, desde el médico del pueblo pasando por el cura, un comité enteramente constituido por hombres. Cuando la enfermera emite finalmente su opinión profesional, estos deciden ignorarla, ya que la respuesta que les da no es la que les conviene. Nadie parece preocuparse realmente por el bienestar de la niña, que es en todos los sentidos simplemente una víctima. Anna y Lib son dos mujeres atrapadas en las historias que los demás han construido para ellas, posicionándolas como sujetos pasivos y cargando sobre sus hombros el sentimiento de vergüenza y culpa.
El cineasta ha escogido a la actriz del momento para contarnos de nuevo la historia de una mujer enfrentada a las normas sociales, como ya lo hizo en Una mujer fantástica o Gloria. Florence Pugh se enfunda una vez más en un traje de época, en esta ocasión representando más madurez que la Amy de Mujercitas y mucha más amabilidad que la Katherine de Lady Macbeth. Personajes de carácter estoico se mueven entre paisajes hermosos y desoladores, retratados por una realización sobria de encuadres limpios, sin una gran ambición estilística. Este árido ambiente podría incluso recordar a un western moderno con la impresionante fotografía de Ari Wegner (El poder del perro). La banda sonora se cuela entre los vientos que azotan las portentosas vistas, como un sinfín de respiraciones entrecortadas.
El punto y final nos invita a reflexionar de nuevo sobre el tema principal de la película, el poder del lenguaje y la construcción de historias como parte de la naturaleza humana. Nos devuelve de nuevo donde todo ha empezado, tras las cámaras y los focos de iluminación. Con suerte nuestro salto de fe nos habrá permitido sumergirnos en esta película sin desviar nuestra mirada al teléfono móvil y disfrutar del cine desde el sofá de casa.