Ha repetido diversas ocasiones el director de Tiempo (Old, 2021), su interés (y su necesidad) de controlar sus obras, produciendo y elaborando su propio material sin la obligación de plegarse a la planificación financiera y los resultados económicos definidos por las grandes productoras. Hay un salto evidente entre el estilo desarrollado hasta El incidente (The Happening, 2008) su última (e injustamente infravalorada) obra personal de su “segunda etapa” [1] , marcada por producciones de gran presupuesto y con casting famoso, una posterior etapa de tránsito en la que se pone al servicio de proyectos que le son ajenos estilística y temáticamente [2], y la que se inicia con La visita (The Visit, 2015) que viene definida por una producción propia y un mayor control sobre proyecto, rodaje y resultado final. Es, precisamente, La visita la que tiene mayor relación con Llaman a la puerta, con una ausencia casi absoluta de nombres conocidos y un rodaje en escenarios limitados.
En todo caso hay que tener presente, en una u otra fase de su carrera, que Night Shyamalan es un auténtico cuentacuentos, un creador de historias que gusta de embaucarnos en una situación determinada, al límite de lo verosímil, y que nos pide, siempre, nuestra complicidad para compartir el juego. Comenté a raíz de Tiempo la innecesaria presencia de una explicación final. Lo apasionante del cine de Shyamalan es su apuesta por lo increíble y su capacidad, a poco que nos impliquemos, de atraparnos y arrastrarnos con él al interior de la fábula que cuenta. Tal cual así arranca Llaman a la puerta, con la irrupción en la cabaña vacacional de la familia protagonista de un cuarteto que les impone una disyuntiva tan brutal como irracional. Es precisamente ahí, el terreno de juego dónde el autor de El incidente juega ahora, con la confrontación entre la razón y la locura, entra la ciencia y la mística, entre la realidad y la religión. Y el enfrentamiento entre Eric, Andrew y Wen con sus cuatro asaltantes se puede reproducir en la mente del espectador, creando una sensación mixta de incertidumbre y ansiedad. Porqué, hay que dejarlo claro, Llaman a la puerta se desmarca en parte de la filmografía de su autor evitando las imágenes de impacto o los jump scares que aún puntuaban Tiempo. Shyamalan trabaja ahora la angustia en la trama y la transmite, eficazmente, al espectador.
Y la forma de elaborar esta angustia no es, sin embargo, muy distinta a cómo ha elaborado antes su filmografía: un guion sencillo, una acertada dirección de actores y una planificación muy cuidada. Llaman a la puerta se basa en una novela, The cabin at the End of the World, de Paul Tremblay que plantea una premisa: los miembros de la familia deben sacrificar a uno de ellos para evitar el inminente apocalipsis. Shyamalan no se enredará en otros hilos argumentales y, quizás ayudado por los dos coguionistas, evita diálogos que puedan ser redundantes o absurdos, como ha sucedido en alguna otra ocasión. Enfrenta, pues, la razón con la locura, sea ésta de origen religioso, fanático o psicótico, contraponiendo a tres personajes absolutamente normales (una pareja gay y su hija de 8 años) con cuatro individuos que les plantean el terrible dilema con el más insólito respeto y la más contradictoria empatía. Breves flashback enriquecen la personalidad de la pareja protagonista de modo eficiente y aun más breves líneas de diálogo apuntalan los mínimos rasgos básicos para que el cuarteto de jinetes del Apocalipsis (llevan sus colores distintivos y algunas armas que les asemejan) tengan consistencia humana. Shyamalan saca provecho de todos ellos, en especial de Dave Bautista, que va mucho más allá de su papel de Drax en la saga de Marvel o sus otros papeles en cintas de acción, sacando provecho de su aspecto, su envergadura y una voz grave y pausada que le confiere, insólitamente, un aspecto bondadoso aun hablando de la mayor de las amenazas.
Y ahí vendría la carta ganadora de Shyamalan, por que, pese a que el terror no se desarrolla sólo en el interior de la cabaña, sino en el exterior, en el mundo entero, y mientras Andrew y Eric se enfrentan a las dudas sobre la verosimilitud del Apocalipsis, la planificación y la cámara recogen su crisis y la angustia en primeros planos, en el espacio cerrado de la cabaña, en los rostros de unos y otros personajes. La imaginería del horror permanece limitada al marco de la televisión que contemplan, atónitos, los protagonistas. Shyamalan evita retratar en pantalla el sacrificio y la muerte sino que opta por mostrar el amor y el cariño que todos exhiben. No solo el de los padres por su hija y de toda la familia entre sí. También, frente a la incongruencia que la muerte implica como destino de su funesta misión, la cámara acoge el rostro resignado de Redmond en la asunción de su destino, la calidez de Adrianne tras cocinar un desayuno de huevos fritos o la ternura de Sabrina procurando la mejor cura para el golpe de Eric. Y, por encima de todos ellos, la narración de Leonard, esforzadamente mesurada ante lo que podría ser el fin de los tiempos, compartiendo su experiencia con unos alumnos a la vez que pide para ellos el mejor de los destinos y, paradójicamente, dolorosamente, el mayor de los sacrificios. Es por ello que Shyamalan llama a la puerta de la cabaña, es por ello que llega a las pantallas. No para hacer una película de terror, sino para hacer una película de amor. El amor que siente hacia unos personajes a los que trata con respeto, pese a todos los males. El amor que transmite explicando todas esas historias, esos cuentos, que nos incomodan pero que necesitamos seguir escuchando de él.
[1] Recordemos que hay dos películas iniciales, muy poco conocidas, alejadas temáticamente del fantastique, Praying with anger (1992) y Los primeros amigos (Wide awake, 1998)
[2] Pese a que hablara de Airbender: El último guerrero (The Last Airbender, 2010) como una obra dedicada a sus hijas, era un producto tan ajeno a su filmografía como lo sería su siguiente película, After Earth (id, 2013), a mayor gloria de Will Smith y su familia.