Estoy en cierta fase de la vida en que me da por lamentarme de todo aquello que no hice y (¿sin duda?) debería haber hecho. Las chicas a las que no besé, la vocación que no seguí, las películas que no vi (¿las de Godard, las de De Palma, las de Bergman?) … Supongo que, llegada cierta edad, uno querría poner en su lado de la balanza mucho más de lo que tiene. Es cuándo aparece, una y otra vez, el “…y si…”.
Pero dejemos las divagaciones. Tal vez tanta melancolía no se deba sino al visionado de varias obras en las que directores de éxito plasmaban en pantalla su infancia de modo más o menos versionado, más o menos fiel a la realidad. Tal vez sea que todos ellos empiezan a peinar canas, tal vez que el obligado parón de la pandemia les dejó, encerrados y ensimismados, junto a su propia intimidad y optaron por compartir imágenes con las que soñaban hacia cierto tiempo. La consecuencia de una u otra circunstancia ha sido la aparición de varias obras autobiográficas, de mayor o menor interés cinematográfico, pero de relevancia para la cartelera de los dos últimos años. Kenneth Branagh (1960) retrató su despedida del turbulento Belfast en la obra del mismo nombre (Belfast, 2021), en una mirada tal vez demasiado complaciente para con su propia infancia, su familia y entorno. Fiel a su estilo, Paolo Sorrentino (1970) nos emocionó en Fue la mano de Dios (E stata la mano de Dio, 2021), una mirada a su primera juventud, dónde una tragedia marcaría de modo inesperado (y tal vez muy cinematográfico) su destino como director. Richard Linkater (1960), quien ya nos tuviera acostumbrados a una continua revisión de su adolescencia y juventud (y, en cierto modo, su vida entera a través de la trilogía Antes de… y también con Boyhood), recupera y fantasea con su infancia (Apolo 10 ½ : una infancia espacial, Apolo 10 ½: A Space Age Childhood, 2022). James Gray (1969) estudia de nuevo las relaciones paterno-filiales en Armaggedon Time (2022), aunque en esta ocasión la historia incluye diversos pasajes de su propia vida y anécdotas familiares. Paul Thomas Anderson (1970), por su lado, huye de sus habituales relatos dramáticos para ilustrar el paisaje y la sociedad de su infancia con una maravillosa comedia juvenil, Licorice Pizza (2021), que incluye algunos pasajes biográficos propios y otros de amigos y conocidos. También biográfica (sin dejar de ser metacinematográfica) es la obra de Joanna Hogg (1960) que se zambulle en una traumática pero apasionante juventud en el díptico The Souvenir (2021).
Seguramente podríamos encontrar rasgos autobiográficos en un sinnúmero de cintas, recientes o no, pero llama la atención esta mirada al pasado, esta suerte de ajuste de cuentas consigo mismo, de directores que han entrado o superado la cincuentena de edad. A todos ellos se añade ahora, con su habitual brillantez, el veterano Spielberg (1946) quien, a sus 76 años, revisa su infancia y adolescencia en Los Fabelman (The Fabelmans, 2022).
Una constante de todas las obras referidas es su actitud respetuosa a la familia, casi reverencial. En Belfast, dónde hasta los ancianos son guapos, el padre de Branagh aparece como un esforzado trabajador que desarraigó su familia para salvarla de una guerra civil. Sorrentino transforma a sus progenitores y al resto de su familia en lo que esperamos de un seguidor de Fellini, en personajes dignos de Amarcord (Federico Fellini, 1973) o de alguna obra de De Filippo; el resultado es que nos interesa más la historia de tíos, padres y primos que la suya propia. Linklater retrata a su padre como un abstraído técnico que le decepciona por su actividad de despacho, aunque le confiere el interés por la carrera espacial. Incluso en el caso de Gray, dónde su alter ego se enfrenta a padre y madre, deja espacios para que el espectador observe el esfuerzo del padre, enfrentado no sólo a la rebeldía del hijo sino también a una familia política que le menosprecia (algo que sucederá, en tono más jocoso, con la madre de Sam Fabelman y su suegra). Por su parte, la madre de Joanna Hogg aparece en las dos cintas autobiográficas como un permanente apoyo a su hija (y, en cierto modo, la ensalzará en The Eternal Daughter, fusionando el personaje de madre e hija en la ubicua Tilda Swinton). Es, sin duda, P.T.A. quien no sigue la corriente en su gloriosa fábula juvenil, dónde Gary se sobra y se basta para expandirse personal y profesionalmente en la tierra de las oportunidades, dejando a un lado las figuras paterna (totalmente ausente) y materna (rápidamente desplazada fuera de campo).
Spielberg, como no podría ser de otro modo, estructura su historia en torno a la familia (pasando de Spielberg a Fabelman) y, muy específicamente, en torno a sus padres, interpretados de modo muy adecuado por Paul Dano y Michelle Williams. A pesar de la suavización de situaciones que posiblemente tiene lugar (se dio una ruptura de relaciones entre hijo y padre que no se presenta en la película), Los Fabelman no evita en absoluto el conflicto de pareja. De hecho, la dinámica dramática se mueve tanto por el interés del joven Samuel por el cine como por la evolución sentimental de sus padres, Burt y Mitzi, absolutamente enamorados, aunque progresivamente distanciados uno del otro. La capacidad narrativa de Spielberg dinamiza sus recuerdos a la par que el guion de Tony Kushner (Munich, Lincoln y West Side Story) les insufla vida y consistencia de personajes reales por encima de las familias esquematizadas en otras obras del director, como las de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. el extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial 1982) o Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993). La adecuación, en una interpretación tan modesta como adecuada de Dano y las miradas y los pequeños gestos de Michelle Williams, atrapada entre dos amores, hacen el resto.
Y, en paralelo, Spielberg representa el nacimiento de su pasión por el cine. Según cuenta, fue el visionado del accidente ferroviario en El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, Cecil B. DeMille, 1952) el que despertó su fascinación inicial. El interés por reproducirlo podía estropear su tren de juguete, por lo que Mitzi le facilitó una cámara para captar el impacto y poder verlo tantas veces como fuera necesario. Inesperadamente, el pequeño Sammy repite y repite la colisión para captarla desde todos los ángulos posibles. A partir de ahí, Spielberg y Kushner desarrollan la trama no sólo con extrema delicadeza para con sus personajes, sino que integran la relación de Sam y la cámara con la relación de pareja. A medida que la carrera profesional de Burt mejora y la familia debe mudarse de New Jersey a Phoenix, aumenta la tensión entre los cónyuges pero los ingresos permiten a Sam comprar película con la que desarrollar, cada vez mejor, western y películas bélicas caseras. Mientras el joven director se integra en su entorno escolar gracias al lucimiento actoral de sus compañeros y al suyo propio, la relación entre Burt y Mitzi se enfría. La obra alcanza su culminación al fusionar los dos ejes. Sam montará, por encargo de su padre, una película para elevar el ánimo de Mitzi que recoja los momentos más felices de una excursión familiar a la montaña. Será frente a la moviola, fotograma arriba, fotograma abajo, dónde Sam Fabelman verá, entenderá, que la tristeza de su madre no se debe a causas puntuales sino que hay un tercer personaje en juego, el íntimo “tío” Benny. El conflicto emocional consecuente, en una guerra soterrada del hijo contra la madre, será resuelto a partir de un montaje alternativo que recoge las miradas y los gestos de complicidad entre Mitzi y Benny, visionado por ella en la intimidad de un armario. Spielberg funde en dos secuencias admirables la historia de sus padres con la suya propia mediante la herramienta que le ha valido su merecida fama. En la primera versión, Sammy edita pacientemente, en la soledad del autor, todas las secuencias en que su madre bromea, juega y ríe con la familia. En la segunda versión, una suerte de “director’s cut”, recoge todas las tomas en las que su madre habla o pasea con Benny, en una actitud de felicidad más relajada. Sammy prepara la cinta, enciende el proyector y deja a su madre contemplar las imágenes en la intimidad de un pequeño vestidor, en una de las escenas más emotivas rodadas por Spielberg.
Tras un clímax emocional tan considerable, la cinta continua con fluidez pese a que se siente cierta funcionalidad. Hay un aire de “déjà vu” en los episodios de bullying en pasillos de instituto americano, aunque el guion permite algunos puntos ingeniosos para resolver conflictos o presentar nuevos personajes. Al final, no obstante, la cinta se crece en un último plano secuencia. John Ford (encarnado por David Lynch) recuerda al joven que quiere hacer cine la importancia de la composición del plano. Un horizonte en lo alto del encuadre llama la atención al contenido del mismo. Un horizonte bajo en el encuadre, también lo destaca. Al salir a la calle, mientras Sam Fabelman se aleja de cámara, hay un forzado reencuadre que deja el nivel de la calle junto al nivel inferior del encuadre. La silueta de Steven Spielberg se aleja hacia su destino.
(…Mientras, me planteo que hubiera pasado si yo me hubiera dedicado a filmar todo lo que veía con aquella vieja cámara paterna de Super 8)