El problema en el indie americano es, incluso más allá de su calidad intrínseca, la sensación de déjà vu que ocasionan algunas películas. En el caso de Shortcomings (Randall Park, 2023), basada en el cómic homónimo de Adrian Tomine, que también firma el guion, hay alusiones repetidas a la nouvelle vague y muy concretamente a Rohmer. Sin embargo, esta historia de una pareja asiática destinada a la separación por una evidente falta de interés del hombre, su errática respuesta tras la ruptura, con torpes intentos para arrancar nuevas relaciones o para recuperar la perdida, semeja más un desdibujado guion de Woody Allen (la carrera final por las calles de Nueva York remite antes a Manhattan que a Leos Cárax, por ejemplo) que ninguna de las propuestas del director de las Comedias y Proverbios. Los comentarios sobre las relaciones interaciales sobre los que parece girar la trama son flojos, las anécdotas tienen escasa comicidad (no se desarrollan las posibilidades cómicas de las perfomances de Autumn ni de los secundarios del cine) , y los personajes principales no están dibujados con suficiente definición, al menos en pantalla y sólo las apariciones de Alice se contextualizan en situaciones, cómicas o dramáticas, mínimamente convincentes.
Biosphere (Mel Eslyn, 2022) es tal vez una de las mayores decepciones. Más próxima a la comedia que al drama o a la ciencia ficción, sitúa a dos amigos en un espacio de supervivencia, del cual se dará referencia del origen una vez avanzada la película. La situación extrema, que incluye la incógnita de si estamos ante unos last of us, tiene un inesperado giro a mitad de metraje que, junto a las explicaciones que aparecen entonces en cuentagotas, dan pie a un renovado interés en la evolución argumental. Desafortunadamente, el buen uso del limitado espacio y el preciso timing que hasta ese momento se ha desarrollado, no tienen continuidad y, progresivamente, el interés se desplaza hacia la posibilidad de una salvación de la especie en base exclusiva al género masculino. De nuevo la corrección política embrolla la narración y el humor blanco (blando) confunde la historia mezclándola con un mensaje en defensa de la homosexualidad.
El indie americano trabaja la comedia, pues, en clave low fi (o shoegazing o mumblecore, pues todos estos conceptos establecen correlación entre sí, aun hablando de actividades diferentes) con un distanciamiento que, la mayor parte de las veces, impide la carcajada abierta a pesar de la serie de infortunios que los protagonistas sufren (en silencio, como los hemorroides). Es una estrategia que puede desarrollar el llamado post humor (mezclando lo desagradable, lo patético, con lo risible) o bien manteniéndose, forzadamente, en los límites de la corrección política. Lousy Carter (Bob Byington, 2023) oscila entre ambas prácticas, presentando al personaje del título, el cutre Carter y sus tribulaciones, entre una madre que le riñe aun desde la residencia geriátrica, una amante que no parece muy entusiasmada con su relación, un amigo (esposo de la amante) que no duda en humillarle y una dedicación docente en torno a El gran Gatsby que ejerce con desgana. Uno tras otro, se suceden los incidentes desafortunados aunque a Carter no parecen afectarle con exceso, empezando por un diagnóstico de enfermedad terminal y continuando con las puyas verbales que él y sus alumnos se lanzan continuamente. Hay apuntes certeros de crítica en torno al vacío de la práctica universitaria yanqui (comunes con los desarrollados en dos obras recientes, Los que se quedan y American Fiction), respecto del abuso de las empresas de pompas fúnebres (la oferta de unas cenizas enviadas en primera clase a París para ser dispersadas desde la torre Eiffel) y, cómo no, acerca del efecto de las redes sociales, todos ellos divertidos pero contados como con sordina. El resultado es una película lo suficientemente interesante para disfrutarla aunque, simultáneamente, asume un tono contenido como si se esforzara en pasar inadvertida.
Más estimulante es The Adults (Dustin Guy Defa, 2023), una curiosa propuesta por la que transita Michael Cera (coproductor del film) como un hermano que regresa a su ciudad natal dónde visitará a sus hermanas, con las que no se relaciona desde hace tres años. Mentiroso compulsivo, Eric, niega la verdad a unos y a otros y a sí mismo, refugiándose en partidas de póker nocturnas con el ansia de victoria. Enfrentado a sus propios sentimientos, demora su marcha, más por las partidas que por los encuentros familiares. El director no consigue aclarar el origen del distanciamiento y la actitud de Eric parece sólo un dispositivo artificioso creado por guionista y director para llamar la atención y estructurar la cinta sin dar ninguna información (muy lejos de la situación de El contador de cartas de Schrader). Sin embargo, desarrolla, paulatinamente y con éxito, la estrategia que los tres hermanos utilizan, tímidamente primero, abiertamente más tarde, para recuperar emociones, enfrentarse a sus problemas y desarrollar una nueva relación familiar. La exhibición de sus juegos y canciones de la infancia, utilizada por él para la incomodidad de sus hermanas, asimilada posteriormente por la menor, Maggie (Sophia Lillis, un prodigio de expresividad mediante la mirada y la gestualidad) y celebrada finalmente por el trío, es la piedra angular de la obra y le otorga una atractiva singularidad.
Tal vez no sea la más divertida, pero la más insólita de las comedias vistas en el Americana, fue Funny Pages (Owen Kline, 2022) una peculiar coming-of-age en torno a un joven que pretende triunfar en el mundo del comic underground. Alejado de unos padres adustos, habiendo perdido a su mentor (que se desnuda y encarama en una mesa posando para él) en un accidente bizarro y siendo detenido al tratar de recuperar sus dibujos de la oficina de aquel, Robert trata de independizarse ganando dinero como asistente de una abogada de oficio mientras desarrolla su estilo. Allí coincidirá con un desequilibrado y antiguo colorista de comics a quien trata de convencer para que le instruya en su arte, una propuesta que tendrá un desenlace tan inesperado como brusco… No es, sin embargo, el anécdotico argumento el punto fuerte de la película, sino el insólito catálogo de personajes grotescos que aparecen en ella y el hábil uso que de ellos hace Kline, arrancando por el obeso y exhibicionista profesor en la primera secuencia, siguiendo por los secundarios (Miles y su obsesión por presentar sus fanzines, los trabajadores del despacho de abogados), por Wallace (un depauperado e inestable paranoico con dificultades de habla, finalmente humillado por la rigidez y opulencia de la familia de Robert), los clientes de la tienda de cómic y, por encima de todos, el dúo de habitantes del (literal) underground. Y allí Kline lo da todo de sí, en la recreación de este sótano dónde Robert llega a habitar (al extremo de una escalera y con ecos de El silencio de los corderos y tantos otros sótanos siniestros), con ese sofá cubierto de plástico y otros objetos, una pecera con aguas turbias que ocultan algún ser al que es mejor no identificar, los espacios que parecen cambiar de forma de una escena a otra y esa caldera que no cesa (a lo que ayuda sobremanera la fotografía y la agitada cámara de Sean Price Williams). Es allí, frente a los dos pervertidos, dónde el director muestra sus capacidades de conjugar humor y tensión, dirección de actores (¿o realmente son así?) y plasma perfectamente como un joven ilusionado puede soportar las peores condiciones con tal de alcanzar su objetivo.