Entre cuatro paredes, el cuadro cinematográfico suele ser referido como una ventana a otra realidad; un espacio donde adentrarse que se rige mediante la dimensión de su apertura y su consiguiente reflexión sobre aquello que es mostrado o escondido desde los límites de su escala. Lejos de ese asombro, la subversión del mismo también puede contemplarse como todo lo contrario, es decir, como una prisión que encierra una serie de momentos y que reduce su propia vitalidad a través de la cualidad opresiva de su representación. El equilibrio y convivencia de esta balanza moral y política dialoga continuamente desde la mirada dirigida y ya sea mediante el autor que la dispone o el espectador que la observa, el cine enmarca, paradójicamente al término empleado, un tipo de libertad.
A juicio personal, no se me ocurre un ejemplo mejor de esta extraña dualidad que aquella que plasma Carl Theodor Dreyer en La pasión de Juana de Arco (1928), una película sujeta a los rostros, constreñida a su acumulación por medio de una insólita y brillante dialéctica formal. En ese aspecto, la visión del cineasta sobre la misma sirve para sentenciar a su protagonista (Maria Falconetti) que desde la expresión facial imprime el sufrimiento en su implacable registro, dispuesto en su mirada perdida pero inspirada, a su vez, por la fe inquebrantable. El acercamiento a la interioridad dramática y espiritual exclusivamente desde el primer plano constituye un hito histórico: una obra maestra absoluta que convierte esta versión de la heroína francesa en un mito cinematográfico. No obstante, anteriormente a esta ya hay registradas otras interpretaciones que responden al interés de sus respectivos responsables —e inevitablemente cimientan el camino de Dreyer—; es el caso de Jeanne D’Arc (1900) de Georges Méliès o Joan the Woman (1916) de Cecil B. DeMille, de la misma manera que otras tomaron el relevo años después, como Joan of Arc (1948) de Victor Fleming, Giovanna d’Arco al rogo (1954) de Roberto Rossellini, Saint Joan (1957) de Otto Preminger, y la que ocupa el motivo de este texto, El proceso de Juana de Arco (1962) de Robert Bresson.
A propósito de su estreno, el interés del director de Pickpocket (1959) por la figura de Juana de Arco, pese a ser premiado en Cannes, parece ser recibido como un capricho sobre el que imprime su forma, aquella que reniega del efectismo y los acentos dramáticos en pos de su máxima expresión terrenal y neutra, «ser (modelos) en lugar de parecer (actores)». A esto se le suma el rechazo del mismo por la versión de Dreyer de la que, indudablemente, recoge el testigo desde sus propios términos, donde da a entender, suscribiendo sus palabras, que el motivo de su fijación por volver a este momento se debe al respeto que profesa sobre su figura y el trato que merece. Esta idea contestataria puede resultar molesta, y por ende, atractiva en su cometido. Evidentemente, la trascendencia de ambas no es la misma, pero demeritar el riesgo de su hazaña también sería cuanto menos precipitado.
De la misma manera que es posible reconocerlo en sus anteriores trabajos, en El proceso de Juana de Arco Robert Bresson también hace gala de esa fragmentación de los cuerpos; de la percepción sobre el detalle que compone el retrato completo de sus personajes. La película da comienzo con un plano de seguimiento (a la izquierda) donde solo se muestran los pies de una mujer; seguidamente, la cámara asciende y se revela en sus manos, que sujetan un papel que procede a leer cuando el plano se detiene en su espalda y el espectador observa, entonces, las manos de aquellos que la custodian hasta el estrado. Este momento, indudablemente bressoniano, rima en consonancia con uno de los planos finales, cuando Juana se dirige descalza (ahora a la derecha) hasta la hoguera. Por medio, el grueso de la película se desarrolla desde un dispositivo mesurado y sutil, de idas y venidas constantes y puertas que continuamente se abren y se cierran. Ahí es donde la protagonista —interpretada (o trasmutada) por Florence Delay— resiste al juicio mezquino de quienes arremeten contra su postura, impávida de su fe.
En esta determinación cuestionada, Bresson somete la película al contraplano; a un interrogatorio que retrata un choque de ideales donde se traza una línea discursiva en torno a la postura hermética regida por la marca de la cruz que porta el juez inquisidor (Jean-Claude Fourneau). Delante del mismo símbolo, la visión de ella difiere del juicio que la acusa, «Je dirai la vérité, mais je ne peux pas tout / Yo diré la verdad, pero no lo diré todo» y lo hace por medio de su propia convicción devota, sincera consigo. Por otro lado, la compostura de sus futuros verdugos es mucho más retorcida y conspira entre los pasillos. En la celda —probablemente, el espacio de acción que coge más presencia—, la intimidad de su soledad resulta invadida por estos a través de una brecha en la pared, donde ponen el ojo a escondidas mientras susurran su plan. Desde ese hueco, se percibe la presión que ejerce el espacio sobre la misma, así como el cuadro que la enclaustra sobre una imagen asfixiante, reduciéndola, pese a todo, a su vulnerabilidad humana; al modelo donde recae su emoción subyugada, presente desde una expresión pretérita, distante e interior.
Entre los designios que ponen en duda, uno de ellos recae sobre su feminidad, y es justamente desde los mismos márgenes del cristianismo que ella profesa que es cuestionada, ya sea sobre su forma de vestir, su promiscuidad o su intento de suicidio… Como no podía ser de otra manera, la corte inquisidora está conformada exclusivamente por hombres mayores que ella y estos son los que determinan su circunstancia a través de la humillación grupal, intentando convertirla, a ojos del resto, en una especie de lunática. Sin embargo, es en este punto donde es notoria la dignidad que matiza el director sobre el personaje, estableciendo un paralelo consecuente a la modernidad, incómoda y frontal, totalmente ajena a su tiempo y comprensión —quizá, también, a la de su estreno—. Desde esta posición, el relato adquiere una tónica mucho menos recreativa o tortuosa y, pese a retratar la tragedia de unos mismos hechos, es capaz de adecuar su discurso estableciendo otros matices, necesarios en relación a las representaciones previas.
Del mismo modo que Dreyer, Robert Bresson suscribe el relato al texto de archivo —introducido después de los títulos de crédito—, pero, además, el francés lo hace de una forma explícita, mostrando a los escribas que traducen (y hasta manipulan) el transcurso de la conversación. Estos individuos son mayormente percibidos a través de sus manos o en un segundo término de la acción central. De alguna manera, su aparición dialoga con los códigos de la propia película, que se interroga desde su veracidad; la misma que pone en duda el poder eclesiástico y aquella que atraviesa interiormente Juana ante la muerte venidera. Desde estos espacios limítrofes sobre la escritura, la partitura de Bresson concluye en un silencio sepulcral, observando el humo que asciende y el fuego crepitar. En este vacío desolador, El proceso de Juana de Arco subleva su virtud inconmensurable desde la pureza natural, ante la mirada desprovista de un animal (un perro) que atestigua la muerte. Como un leve suspiro, la cámara donde se adentra la vida que propone en su escasa hora de duración resulta desde una contradicción precisa, en una visión condenatoria y liberadora a partes iguales.