«Sé que aquellos que han hecho estas cosas no lo cuentan, y que los que lo cuentan mienten. Sin embargo, yo sí las he hecho». Con estas líneas, escritas en un diario y sonando en off al más puro estilo que tanto nos ha acostumbrado Paul Schrader, comienza Pickpocket (1959), el quinto largometraje de Robert Bresson y la tercera en el marco de películas que realizó denominado como el ciclo de la prisión. En dicho ciclo, al que pertenecen Diario de un cura rural (Le journal d’un curé de campagne, 1950), Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956), Pickpocket y Juana de Arco (Le procés de Jeanne d’Arc, 1962), Bresson explora la libertad, la predestinación y el cautiverio mediante personajes que se encuentran en constante tensión con su entorno, incapaces de encajar el mundo que les rodea o negándose a seguir sus reglas en pos de dejarse llevar por una fuerza espiritual superior. En el caso de Pickpocket, Michel (Martin LaSalle), su protagonista, se adentra en el mundo del hurto, aprendiendo los entresijos de la “profesión” y dedicando su vida entera a esa tarea. Pese a los estímulos que le indican que quizás sería mejor cambiar de rumbo, Michel se empeña en mantener ese camino impulsado por sus creencias internas, solitario en incapaz de integrarse en la sociedad, explicando sus técnicas y experiencias como carterista a través de su diario.
Bresson fue un cineasta que contrastaba con el contexto cultural de su época y rechazaba gran parte de los elementos a los que el cine acostumbraba a utilizar, llegando a considerar que, en lugar de una forma de arte propia, el cine se asemejaba más a grabar obras de teatro. El cineasta francés era muy autocrítico y analizaba con esmero hasta el más mínimo detalle de su obra, lo que le llevó a construir un lenguaje propio y único en base a una fuerte rigidez formal que, prácticamente, se convertía en el propósito central de sus trabajos. Su estilo, carente de “filtros” que puedan manipular emocionalmente al espectador, evita las actuaciones, el uso enfático de música o planos cuyos ángulos tengan una mayor ambición que simplemente mostrar lo que hay en pantalla. Schrader, cuya mención al inicio del texto no era meramente anecdótica, explica en su tesis titulada El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (Transcendental style in film: Ozu, Bresson, Dreyer, 1972) que a lo que el cineasta francés aspiraba en su apuesta formal es implementar el estilo trascendental, intentando así mostrar expresiones de lo Trascendente. Bresson muestra cada escena desde sus mínimas posibilidades con tal de recrear los entornos fríos y carentes de emociones en los que se mueven sus protagonistas. En cierto modo, el cine de Bresson posee una eficiencia total del lenguaje cinematográfico, dotando a cada plano de una intencionalidad clara y sin alargarlo más de lo necesario. Prestando especial atención a los detalles, lo que Bresson enmarca en pantalla siempre tiene un significado en sí mismo. Por ejemplo, los primerísimos planos de manos en Pickpocket muestran el trabajo del carterista, desde la tensión y la torpeza del novato hasta las complejas coreografías que se desarrollan con precisión y agilidad.
La importancia del sonido en una película de Bresson es indiscutible, no tanto por los diálogos sino por la capacidad que le concede para construir el universo de la película. Michel y el resto de personajes son de pocas palabras, pero no son necesarias en el lenguaje de imágenes más propio del cine que buscaba Bresson: los gestos, las miradas y las acciones ya son auto explicativas por sí mismas y mantienen la película en movimiento. Si ya mencionábamos antes la importancia que el director francés otorga a los detalles, este hecho resulta aún más evidente al prestar atención al trabajo sonoro con el que, en lugar de tratar de darle un significado a la imagen, más bien busca dotar cada escena de realidad y enfatizar lo cotidiano. Además, en una entrevista el propio Bresson explicó que el sonido “…te ayuda a sugerir cosas en lugar de tener que mostrarlas”. El inicio de Pickpocket en el hipódromo es un buen ejemplo de esto. En el momento de más tensión, con la mano de Michel dispuesta a introducirse en el bolso de la mujer que tiene delante, el galope de los caballos se eleva hasta convertirse en prácticamente lo único que se oye para desvanecerse de nuevo a continuación, dando a entender la carrera que está teniendo lugar y que jamás se muestra en pantalla. No se muestra porque no es lo importante de la escena, la mirada del espectador no debe dirigirse a los caballos sino al crimen que el protagonista está cometiendo. Por lo tanto, Bresson pone la cámara en los lugares necesarios para lo que quiere contar y permite que el sonido se ocupe del resto.
Pickpocket es, en su conjunto, un ejercicio formal impecable para crear un entorno hostil que no muestra piedad para el carterista Michel. Su inquebrantable voluntad para robar casi parece venir de una pasión que va más allá de una ambición económica, aislándose él mismo en su piso cuya puerta ni siquiera se puede cerrar adecuadamente. Su final, homenajeado por el mencionado Schrader en su American Gigolo (Paul Schrader, 1980), resulta tan irónico como conmovedor, contrastando con el resto del filme: cuando Michel se encuentra arrestado, al otro lado de las rejas de una prisión besando a Jeanne (Marika Green), es por fin libre de su particular pasión por el hurto.