Miedo y asco en Nuevo México
Quien me picó la curiosidad fue Antonio José Navarro, que me describió con excitación contenida (cinéfila, claro) cómo el asesino de la película en cuestión utilizaba una cabeza cercenada para procurarse placer íntimo en la cabina de una furgoneta. Lo depravado de la imagen, por supuesto, llamó mi atención. «Habrá que darle una oportunidad al francés éste», pensé. Y desde luego, no me arrepentí. No sólo porque Alta tensión (Haute Tension, 2006) me descubrió a un talento en ciernes, a priori, tan abrumador como el de Alexandre Aja, que ya en su segunda película desprendía una energía narrativa y, sobre todo, un dominio sobre la fisicidad de su puesta en escena —su utilización de los efectos de sonido para generar tensión sigue pareciéndome absolutamente brillante, un ejemplo dentro del género—, de un nivel radicalmente brillante, rotundísimo. También porque me abrió la puerta a determinado cine francés extremo, a través del que descubrí a cultivadores del fantástico o afines al mismo como Fabrice du Welz, el dueto Julien Maury-Alexandre Bustillo o incluso Gaspar Noé —me permitirán los compañeros de revista que admiran Martyrs (2008) que pase de largo de Pascal Laugier, que sigue pareciéndome un tremendo vendedor de humo—.
Sobre el papel, que Aja se fuera a Hollywood —siempre de la mano de Grégory Levasseur, ese eterno escudero con el que ha escrito todos sus guiones, incluso el de Entre Chiens et Loups (Alexandre Arcady, 2002)— a rodar un remake de la mediocrísima Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes; Wes Craven, 1977), sonaba a bajona segura. Aun así, tenía tantas ganas de ver lo que había hecho que no pude esperar a verla en el cine, y conseguí Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 2006) por medios poco ortodoxos y, permítaseme acotarlo, con una calidad de imagen más que dudosa. Y aun así, esos fotogramas borrosos, desencuadrados, le añadían a la película un peculiar aspecto grindhouse que encajaba a la perfección con el aire malsano que había logrado Aja… Al fin y al cabo, la película resultante es un sorprendente paso adelante respecto a Alta tensión, así como una incursión magistral en el terror rugoso e incómodo del cine seventies, pero sobre todo la demostración por parte de Aja de que, además de saber construir buenas escenas de tensión, también era muy capaz de jugar con el contenido político del género —sin miedo ninguno, además, ni necesidad de esconder sus intenciones: de hecho, subrayándolas con un descaro y una frescura deliciosas—. El filme es un pullazo directo, escandaloso, contra los excesos patrióticos del gobierno de George Bush Jr., y sobre todo contra esa mayoría conservadora que, desde la América profunda, le aupó dos veces a la presidencia. Pero también es una modernización cuasiperfecta del subgénero del survival, que se desembaraza del flojísimo tercer acto del original de Craven —tiene delito que un filme tan banal empeore todavía más al final— y lo transforma en una explosión de violencia brutal, acongojante, de una irrealidad que roza lo surrealista, y que bebe tanto de Defensa (Deliverance; John Boorman, 1972) como de Perros de paja (Straw Dogs; Sam Peckinpah, 1971).
Aun así, Las colinas tienen ojos me convirtió, inevitablemente, en un defensor a ultranza de Alexandre Aja. Su segunda y su tercera películas —la primera, la casi desconocida Furia (1999), es una curiosidad que anda muy lejos de los logros posteriores— marcaban una progresión continua, y un aparente margen de mejora, que parecían augurar una carrera repleta de suculentas sorpresas que, a nivel personal, me entusiasmó y me hizo frotarme las manos… Sin embargo, su posterior Reflejos (Mirrors, 2008), irregular remake de la coreana El otro lado del espejo (Geoul Sokeuro; Kim Sung-ho, 2003), me dejó totalmente descolocado. Concebida como un esfuerzo para alejarse del terror físico y visceral, abrazando para ello lo sobrenatural, la película renunciaba a las mayores virtudes como director de Aja y, pese a algunos apuntes de interés —convertir a Kiefer «Jack Bauer» Sutherland en un vulgar agente de seguridad del montón es, desde luego, un detalle muy malévolo—, no lograba cuajar a nivel global. Y aunque en su guión para la fallida Parking 2 (P2; Franck Khalfoun, 2007) había de fondo una cierta crítica hacia las grandes estructuras empresariales, y lo despersonalizado de éstas, en su retorno al cine terrorífico, Piraña (Piranha, 2010), se hacen demasiado evidentes los intentos de Aja y Levasseur para resultar inteligentes. Lo que en Alta tensión y Las colinas tienen ojos era fresco, descarado, se torna en su película más reciente en un tonillo resabiado, sabelotodo, que perjudica a su planteamiento abiertamente exploitation; pero es que además, la película crece, y de qué modo, cuando renuncia a sus mediocres efectos digitales y se lanza a ofrecer esos momentos tangibles, realistas, que tan bien se le dan al director francés —creo que no me quitaré jamás de la cabeza la imagen de la chica que, mientras dos hombres intentan sacarla del agua, se parte por la mitad en sus manos—.