En la línea de otras sinfonías de ciudad, el filme presenta una San Petersburgo bulliciosa desde al despertar hasta el anochecer, retratando las relaciones entre sus habitantes, las largas jornadas de trabajo y los momentos dedicados al ocio. La confianza ciega en el progreso técnico y el auge de la industrialización se transforman aquí en puro disfrute estético-mecánico y apología total de la poesía de las máquinas. Pero si por algo se caracteriza El hombre de la cámara es por ser una de las grandes películas sobre el acto de mirar y ser mirado.
Desde un primer momento sitúa al espectador en la sala vacía de proyección, explicitando su condición de mirón. Los asientos descienden a modo de invitación a sentarnos para disfrutar del placer de ver y dejarse ver. La aparición de la cámara de cine “mostraba que el concepto de ‘tiempo que pasa’ era inseparable de la experiencia visual” (Berger, John: Modos de ver, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2010, p. 24.), pero es que El hombre de la cámara pone claramente de manifiesto que detrás de esa cámara reside una presencia desconocida, autónoma en sus decisiones, que es la que escoge el posicionamiento de la cámara y, por tanto, condiciona considerablemente nuestra percepción del mundo.
La presencia del camarógrafo en escena implica la existencia de un segundo cámara, aquel que graba a quien está grabando, del mismo modo en que nosotros observamos a quienes son observados. Consciente de sí misma, la película revela continuamente sus propios mecanismos, desnudándose completamente ante nosotros, haciendo visible el proceso de montaje o esclareciendo el proceso de funcionamiento del zoom.
La gran imagen de la película sería aquella en la que Vertov consigue sobreimpresionar los tres conceptos claves en la teoría del Kino-Glaz: el objetivo de la cámara, el ojo humano y el camarógrafo filmando. Su ya famosa cita “Nuestros ojos ven muy poco y muy mal” (Instrucciones provisionales a los grupos Kino-Glaz, Dziga Vertov, 1926.) le obliga a buscar siempre un emplazamiento privilegiado para la cámara, que no hace sino demostrar la superioridad perceptiva de la lente cinematográfica frente al ojo humano.
Hacia el final del filme, regresamos a la sala de proyección. Ya no nos hallamos de espaldas a la pantalla, ahora nos encontramos frente a ella: si antes éramos la pantalla, ahora somos el público. La imagen del hombre de la cámara, subido en su motocicleta, trasciende de la pantalla del teatro hacia la nuestra propia, en un acto de clarividencia total que consigue cerrar este “círculo de visiones” del mismo modo en que se cierra el obturador.