En algunas ocasiones, puede darse el caso de que una película marque de forma indiscutible un cambio de rumbo en la trayectoria de un realizador, pero creo que en toda la historia del cine es difícil encontrar un fin de trayecto o un punto de giro tan definitivo como el que vivió Jean-Luc Godard a mediados de 1965. Pierrot, el loco es la culminación de toda una época, un perfecto cierre circular (no resulta complicado hallar tras Ferdinand Griffon o Marianne Renoir las huellas de Michel Poiccard y Patricia Franchini) a una etapa, a una forma de comprender-vivir-expresarse. La mirada del realizador parece echar la vista atrás e intentar hacer una suerte de inventario, de resumen, de 6 intensos años detrás de las cámaras a la vez que nuevas inquietudes se presentan y nuevas formas de abordarlas-filmarlas se plantean, se cuestionan. El discurso político se expande, se torna más radical, la guerra de Argelia, presente en títulos como El soldadito (Le petit soldat, 1960) se ha desvanecido para dar paso a una virulenta crítica contra la contienda en Vietnam. El tono es más desencantado, cínico, que nunca. Lejos quedan los jóvenes que juegan a imitar a los héroes de Robert Aldrich o Samuel Fuller mientras deambulan por las calles en blanco y negro de París acompañados de una risueña muchacha; para Ferdinand (Pierrot) no hay esperanza, tan sólo un puñado de dinamita alrededor del cuerpo. Una forma de expresarse muere. La evolución sintáctica es impresionante, la organización de los planos, el fluir de las imágenes alcanza tal complejidad que creo sólo encuentra a su gemelo en propuestas de Alain Resnais como El año pasado en Marienbad (L´année dernière à Marienbad, 1961)o Je t´aime, je t´aime (1968). Una diferencia, sin embargo, entre ambos cineastas, para Resnais el cine está íntimamente ligado al intelecto, para Godard es una cuestión de las entrañas, por ello no debe sorprendernos la famosa intervención de Samuel Fuller en las desventuras de Le fou mientras enuncia que «una película es un campo de batalla: amor, odio, violencia, acción, muerte, en una palabra, emoción»; la emoción de alguien para quien el cine es una forma de vivir, educarse, amar, sufrir. El cierre de la primera época resulta, finalmente, tan intelectual, el avance lingüístico de Godard es tan definitivo que no cabe una mirada atrás, como visceral, mientras se filmaba Pierrot, el loco el matrimonio con Anna Karina, inolvidable en cualquiera de las obras de su esposo, se rompe, una forma de vivir el cine desaparece por tanto.
1966, por tanto, es un año indispensable para entender la posterior evolución, tanto fílmica como personal, del director francés. Rodada en menos de un mes a finales de 1965, Masculino, femenino, presenta ya los temas, los personajes, y la forma de organizarlos, que conforme avance la obra de Godard irán adquiriendo cada vez más importancia. El distanciamiento cinéfilo-poético de la primera etapa da paso a un distanciamiento científico. El cineasta abandona la poesía, la cinefilia (al menos relativamente, el cine en la filmografía godardiana ha ocupado siempre un lugar privilegiado en cualquiera de sus numerosas, y en ocasiones contradictorias etapas) a favor del estudio sociológico. Los protagonistas de sus siguientes películas pertenecen a una generación posterior a la suya y por tanto parecen ser filmados desde el distanciamiento de un investigador que a priori no parece compartir demasiado con el sujeto estudiado. Los jóvenes pequeño-burgueses que aparecen en estos títulos serán los que no tardarán en llegar al mayo del 68, y cuya voz entonces se confundirá con la del director. Pero en 1966, la revolución del 68 nos parece tan lejana como utópica, y pese a que no sería difícil imaginar que los Guillaume o la Veronique de La Chinoise (1967) son unos meses más tarde Paul o Madeleine, las desventuras de los muchachos de Masculino, femenino todavía nos resultan entrañablemente ingenuas.
Visionando esta película, eminentemente godardiana, pienso sin embargo en Jean Eustache, quien hasta cierto punto me resulta ajeno a ciertas inquietudes, tanto formales como genéricas (si es que podemos hablar de géneros) de Godard. Sin embargo conforme el metraje avanza por momentos tengo la sensación de estar visionando un film del desaparecido director de Pessac. Si exceptuamos cierta ruptura naturalista en diferentes momentos, una intención sociológica muy presente sobre todo a la hora de abordar las teóricas entrevistas a diferentes personajes, muchas tomas de las calles, que casi parecen haberse registrado desde la clandestinidad, y en definitiva la forma de dar movimiento a los protagonistas me parece más propia del autor de La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973) que del realizador de Lemmy contra Alphaville (Alphaville: une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965) Desde las cenizas Godard busca un nuevo lenguaje y parece encontrar las claves para llegar hasta él a través de la mirada de Eustache. Por esa época, a través de su productora, Anounchka films, Godard produce el mediometraje de Eustache (quien por aquel entonces había dejado inacabado el corto, La soirée (1963) y tan sólo tenía en su haber la excelente Du côte du Robinson (1963) Le Père Noël a les yeux bleus (1966), con el que comparte al mismo protagonista, Jean-Pierre Léaud, en un rol muy similar, y en cierta medida mismas inquietudes. No creo que sea descabellado imaginar pues un hipotético díptico formado por Masculino, femenino y las desventuras de los muchachos de Narbonne. Los jóvenes pequeños-burgueses de la capital que juegan a hacer política, a ser revolucionarios y que finalmente sólo parecen buscar como en una novela decimonónica el amor acaban siendo los mismos que encontramos en provincias como vagos perdedores que se pasan el día en bares entre cinismo e ingenuidad. En ambos realizadores encontramos la misma búsqueda, la misma necesidad de observación. Una estética similar, con un particular blanco y negro en ambos films, si bien uno se filmó en 16 mm y el otro en 35, que parece más propio de un reportaje otorga para mi a ambas propuestas el rol de hermanas. Sin embargo, la frialdad intelectual de Godard frente a la calidez, la melancolía de Eustache creo que en esta ocasión juega en su contra y no acaba de conseguir un retrato tan certero de unas determinadas realidades de la juventud de entonces.
Masculino, femenino sorprende por su teórica linealidad narrativa, sólo quebrada en muy determinados momentos, inclusive la supuesta fragmentación de la propuesta, me resulta en esta ocasión un elemento más caprichoso que conseguido; apenas encontramos la voz de los protagonistas en la banda sonora y las citas, ya un elemento habitual en la obra de su autor apenas tienen cabida. Da la sensación de que Godard marcando claramente, como siempre, que estamos frente a una película no quiere que ésta suponga un obstáculo entre sus personajes y el espectador. Su investigación debe estar virgen de elementos ajenos; aún así esta supuesta frialdad de laboratorio es muy relativa, en muchas ocasiones, quizá por la edad de los personajes encontramos una ternura, un delicado sentido del humor, una candidez que por momentos me hacen pensar en François Truffaut, y que apenas encuentran parangón en otras películas de su autor. Así, podríamos llegar a pensar de forma errónea que nos encontramos frente a un título menor cuando en realidad estamos frente a un film de búsqueda, de transición.
Durante 6 años, Godard trabaja, si exceptuamos problemas de calendario, con prácticamente el mismo equipo, tanto artístico como técnico, Anna Karina, Raoul Coutard, Agnès Guillemot, Laszlo Szabo, o el productor Georges de Beauregard, entre otros; Pierrot le fou supone también una ruptura con esta organización. Masculino, femenino, es una coproducción entre Francia y Suecia, en la que encontramos a un nuevo equipo técnico, el camarógrafo Willy Kurant, que sustituye al entonces inseparable Coutard (quien de todas formas volvería a trabajar nuevamente de forma regular con Godard a partir de la siguiente película, Made in USA (1966), un nuevo productor, Anatole Dauman, nombre habitual en las obras de Resnais o Marker, y nuevos intérpretes; de la compañía anterior apenas encontramos a la montadora Àgnes Guillemot (quien seguirá trabajando hasta Un film comme les autres (1968), que marcaba después de los Cine-tracs (1968) el inicio de la etapa más radical del cineasta junto al Grupo Dziga Vertov que de forma oficial empezará su singladura con British sounds (1969).
El cineasta parte de dos relatos diferentes de Maupassant para construir su propuesta, si bien apenas hallamos resquicios de las frases del literato en todo el metraje, como ya sucedía, por otra parte, con sus adaptaciones de Moravia o Lionel White, Le signe, que ya le había servido de base para el cortometraje primerizo Une femme coquete (1955) y que apenas se reduce a las imágenes del film que los protagonistas visionan en el cine, protagonizado por los suecos Eva brito Strandberg y Birger Malmsten, aportación artística del país coproductor y que por momentos me resulta una divertida parodia de Bergman, y La femme de Paul, que sirve de base, al menos parcialmente, argumental, esto es las desventuras sentimentales de Paul y Madeleine; si bien tan sólo estamos frente a un punto de partida. A lo largo del metraje encontramos a diferentes y suficientemente bien diferenciados personajes, Paul, el héroe, un romántico escéptico que por momentos parece fugado de una novela clásica, Madeleine, una cantante pop, a la que podríamos definir como típico ejemplo de imagen de chica de la época, o Robert, quien parece enlazar perfectamente con los posteriores personajes godardianos, si bien sin la presencia de una dimensión metalingüística, un joven revolucionario , que al igual que Madeleine representa a la perfección una imagen, un proletario de izquierdas que anhela cambiar la sociedad sin saber demasiado bien con que herramientas hacerlo. Este film es posiblemente el último verdaderamente fresco de su autor, tiene un determinado ritmo, una particular vida en sus imágenes que consigue que sus excesos intelectuales no acaben siendo un lastre. Hay una suerte de verdad en la mirada de sus intérpretes, en sus movimientos, casi parecen haber sido registrados en muchos momentos sin que supieran de la existencia de la cámara, en sus caricias, en sus palabras.
Hablaba de un punto de giro para Jean-Luc Godard, también lo fue para su protagonista, Jean-Pierre Léaud, el inolvidable Antoine Doinel de Truffaut. Después de intervenir en el corto Antoine y Colette (1962), decide convertirse en realizador, en su dilatada trayectoria tan sólo registrará como director un cortometraje De quoi s´agit-il? (1974, co-dirigido por Michel Varesano), y pasa a ser ayudante de Truffaut y Godard, con el que trabaja en Una mujer casada (1964) o Pierrot le fou en la que podemos descubrirle como espectador en un cine. Junto a su intervención en la película de Eustache, Masculino, femenino, supone su regreso como actor a las pantallas y en estos dos films definirá el carácter de su clásico personaje; así, Paul no deja de ser un Antoine Doinel politizado y no dudaríamos si nos dijeran que el Guillaume de La Chinoise (1967) es el Alexander de La mamá y la puta. Se retoma una suerte de biografía fílmica, iniciada en 1959, que en los últimos años tan sólo cineastas como Olivier Assayas o Aki Kaurismäki habrán sabido continuar. Con esta película el actor inicia una colaboración con Godard, mucho menos conocida que la mantenida con Truffaut pero igualmente sugestiva.
Las películas de Jean-Luc Godard han resultado siempre inacabadas piezas de una suerte de gran obra que se ha iniciado en infinidad de ocasiones y se ha abandonado otras tantas a favor de una nueva búsqueda. Masculino, femenino, en conclusión, resulta un Godard extraño, incluso ligero, casi lúdico, uno de los últimos títulos de su autor realizado bajo unas condiciones de producción cinematográfica ortodoxas, Mayo del 68 estaba a la vuelta de la esquina y la vuelta atrás no tardaría en ser imposible.